Cuando era niño, tendría unos 5 o 6 años, recuerdo viajar en el carro con mi papá, ya era bastante tarde, el cielo estaba totalmente oscuro con uno que otro poste iluminando la calle. Decidí acostarme en el asiento de atrás a esperar llegar a nuestro destino, pero en nuestro viaje apareció una alcabala.
Mi papá, al saber que estaba atrás y casi quedándome dormido, se volteó para verificar que no estuviera muy cerca de la orilla y acto seguido siento cómo el carro baja la velocidad y un militar empieza a conversar con mi papá. Mientras revisan el carro, una linterna ilumina mi cara y me quita el poco sueño que tenía.
Estacionados en esta alcabala hay un proceso de revisión normal, yo como buen niño curioso quería ver y oír todo lo que pasaba. Pidieron los papeles para saber si todo estaba al día, verificaron la información de mi papá y la mía y revisaron el carro. Hasta ahora todo bien, pero llegan al maletero y consiguen unas cuantas cajas de licor, ya que mi papá era proveedor de licorerías.
Recuerdo lo que el guardia le dice a mi padre, “¿Y ese licor para donde lo lleva?”, mi padre contesta explicando que es para un cliente y el soldado, con una sonrisa en su rostro, verificando su alrededor y casi salivando, lanza otro comentario: “Y si nos regala unas dos botellas, para el superior y para nosotros”.
Recuerdo la carcajada de mi papá y cómo inmediatamente se detiene y le contesta de una manera muy calmada, con una actitud muy por debajo, casi queriendo pedirle disculpas al uniformado. Le vuelve a explicar que ese licor no es suyo, que sino con mucho gusto, pero tiene dueño y él solo es quien lo entregará y no puede quedar mal.
El guardia, que hasta ahora estaba solo, insistió por un tiempo más, hasta que llegaron otros. Todos sonrientes, amables, con una intención clara; pero mi papá tenía todos sus papeles en regla (incluido el papeleo de los licores). La verdad, no recuerdo cuánto tiempo estuvimos, pero sí que fue lo suficiente para hacer cambiar de actitud a mi padre y pasar de negar y dar explicaciones a negar y no devolver la sonrisa.
Yo era un niño y al salir de ahí pregunté: ¿por qué no darle lo que pedían y evitar tanto tiempo perdido? Pero mi papá me explicó que lo que querían era ilegal, que él no debía darles nada, primero porque todo estaba en regla y segundo, porque en caso de faltarle algo, la forma de enmendar su error no era darle un soborno a los uniformados.
25 años después recuerdo ese acto y no puedo dejar de meditar qué sucede si un niño ve, oye y aprende que el acto de corrupción es lo normal. Que sus mayores, aquellos que son un ejemplo para él, compran una licencia “porque no hay material” hasta que se paga y, ahí, sí hay material. Que no se puede sacar un documento por falta de recursos, a menos que le pagues a un tercero que te gestiona el trámite y aparecen los recursos.
Cuando el gestor, cuando el tercero, cuando el soborno se normaliza, es un peligro porque todos nos volvemos testigos, cómplices y actores principales de un acto que nos mancha las manos de barro. Y aquel que tiene las manos manchadas no puede acusar porque no tiene la capacidad ética y moral de hacerlo y como consecuencia se vuelve un círculo vicioso de nunca acabar, solo se agranda cada día más.
Cuando una sociedad cae en este círculo es difícil salir porque necesitas x o y, pero debes aceptar que no puedes obtenerlo si no juegas con las reglas del sistema. Que además es un sistema que tiene un doble discurso, porque permite los actos, pero si se vuelven muy polémicos los acusa y penaliza.
Y así como el sistema, en casa puede existir un doble discurso, donde, por un lado, se hace el acto para conseguir el objetivo, pero, por otro lado, se explica que está mal y que no debería hacerse. Aunque no es fácil que todos entiendan ese doble discurso, porque la solución de “no jugar con sus reglas” solo te excluye a ti de conseguir lo que deseas.