La filosofía se ha formado con un largo camino de tradición que, si bien ha retomado y dado cabida al repensar del mundo que nos rodea, también ha restringido de su campo el adentrarse a caminos alternos a los puramente inteligibles. A lo largo de la historia se han encontrado diversas posibilidades para el ejercicio filosófico que, sin embargo, han hecho un hogar ajeno como disciplinas no propias del rubro.

La autoconciencia es comúnmente estudiada por disciplinas analíticas y psicológicas, encontrando abstracciones sumamente importantes para su conformación como aquellas de la psicología, el psicoanálisis, el comportamiento sociológico e incluso las teorías cognitivas y epistemológicas. Históricamente, estas diversas disciplinas han creado y definido múltiples ideas de sujetos directamente formados por otras áreas de alcance, como el sujeto cognoscente en permanente relación con los objetos en la gnoseología, o el sujeto humano de la psicología social formado por sus relaciones e interacciones constantes, encontrándose en una realidad social y determinándose en ella; en el campo de la filosofía este concepto se ha adaptado también desde la tradición idealista hasta la filosofía contemporánea. Sin embargo, con tan vasto campo antecedente para esta idea, la noción del Yo se encuentra revestida por la tradición en una perspectiva que la dirige únicamente a considerarla un producto o construcción del ejercicio del pensar, por completo abstracto y simbólico.

Hay una cosa cierta que esta tradición ha desamparado y es que cualquier aparente formación de conciencia está intrínseca y necesariamente unida a la experiencia del cuerpo, la cual es constantemente obviada y subordinada a aquello dicho sobre la razón. Por parte de la fenomenología, habremos de encontrar nuevas cuestiones ante nuestras experiencias como cuerpo, al igual que como percepción a partir de éste. Dar pautas de observación y exploración a nivel corporal como su esquema y movimiento es, a su vez, una exploración de la conciencia.

La danza ha sido, entre muchas otras, una disciplina dejada también al margen de lo evidente, un recurso estético del entrenamiento y entretenimiento con una profundidad somera, lo cual no tiene espacio en las abismales honduras de la razón. Sin embargo, ella se ha sabido aplicar para su evolución en el encuentro con la intención y la conciencia, estas asumiendo que las posibilidades del cuerpo son la esfera dinámica de todo lo que el ser humano es, no como un apoyo, sino como una necesidad en su materialidad real.

La diversidad de danzas es tan extensa como la de las culturas, las religiones y la movilidad del cuerpo humano, existen normas, estructuras, características y muchos otros factores para identificar los tipos y su calidad. Sin embargo, más allá de la formalidad de un género encontramos que el elemento que hace a la danza no es más que el movimiento consciente, comedido y canalizado.

El movimiento, más allá de la danza, es un rastro permanente de vitalidad, inevitable, incesante; por eso nos será funcional y estimulante para una ejemplificación continua de la experiencia fenomenológica a partir del cuerpo en imparable fluidez. Veremos así al movimiento como suceso inmutable, aunque siempre resignificante.

Esta investigación partirá entonces afirmando el supuesto de que percibir desde el cuerpo no sólo es el puente entre el mundo exterior y la conciencia sino que, a su vez, es dar cuenta del cuerpo mismo, es decir, a partir del cuerpo podemos revelar el Yo. A partir de la Fenomenología de la percepción de Maurice Merleau-Ponty y los estudios de algunos teóricos de la danza como Rudolf Laban, Mary Starks Whitehouse, Mary Wigman y Martha Graham podemos encaminar la búsqueda de la experiencia del cuerpo con base en la experiencia fenomenológica del movimiento auténtico.

Haremos, entonces, un recorrido para exponer y explicar este movimiento auténtico encontrado en el ámbito dancístico, y dialogaremos más tarde con diferentes conceptos de la fenomenología de Merleau-Ponty, con el fin de quizás hallar un camino al autoconocimiento. Lo anterior bajo la hipótesis de que la danza auténtica profundiza la experiencia fenomenológica de mi cuerpo y, por lo tanto, la exploración de mi conciencia.

Movimiento auténtico

En este apartado transitaremos en las distintas teorías que dieron nombre al movimiento auténtico, este concepto que introdujo una nueva perspectiva para el trabajo profundo de la danza. Comenzando como un objetivo estético de profundidad y encontrando más tarde en la historia una finalidad terapéutica, este está fundado en la apropiación del cuerpo, la interpretación simbólica y la autoconciencia.

El movimiento auténtico hace referencia a la experiencia corporal del flujo físico liberado de intenciones estéticas y de control; el objetivo de esta práctica es explorar estados de conciencia, emociones, impulsos, sensaciones y pensamientos provocados en el movimiento libre.

En la compilación de ensayos Authentic Movement (Whitehouse, Adler, Chodorow & Pallaro, 1999), las autoras parten de su experiencia en la danza como una aproximación a descubrir que ésta no es una vivencia exclusiva de los bailarines, sino propia del ser humano como necesidad vital. Con este estandarte humanista por delante, comenzaron la exploración corporal buscando alcanzar distintos estados de conciencia a través del movimiento, lo que Whitehouse describe: “se le da voz a lo inefable, sentido intangible y condición de estar vivo”1; el movimiento funge como intérprete de aquello que está detrás del lenguaje, detrás de la mecanización de nuestras dinámicas diarias, detrás de lo controlado y dirigido.

Mary Starks Whitehouse introdujo este término después de su trabajo experimental. A través de la exploración corporal aparecieron indicios que llamaron su atención, los cuales fueron interpretados por ella como la personalidad visibilizada a través del cuerpo, a lo que en este trabajo llamaremos como “yo-cuerpo”, el comportamiento corporal necesariamente involucrado con el estado emocional e intelectual. Para Whitehouse, somos entidades psicosomáticas; esto quiere decir que no hay manera de dividir la conciencia del cuerpo, y más bien que hay una entereza inmediata entre estas dos dimensiones históricamente separadas.

El movimiento auténtico dio inicio así a numerosas inspecciones partidas de la psicología para rastrear las evidencias del trabajo de Whitehouse; esto para justificar un fundamento analítico de la personalidad y las emociones profundas. En Authentic Movement (Whitehouse, Adler, Chodorow & Pallaro, 1999) se introduce así por primera vez la intención de utilizar la danza como un método terapéutico, esto haciendo hincapié en que el trabajo tiene una raíz en la propia naturaleza en movimiento y que cualquier metodología o contención sólo funcionan como orden y guía, “cualquier medio hacia el autoconocimiento es terapia”2 y ciertamente la interpretación del movimiento propio es, a su vez, autoconocimiento.

Primeramente, Whitehouse visualizó al cuerpo como evidencia comunicativa. Se aproximó a hablar del cuerpo por encima de los conocimientos biológicos y fisiológicos, llevándolo a un campo lingüístico en tanto que simbólico, y emocional en tanto que significativo; por supuesto, jamás indicando al cuerpo estático, sino proponiendo entender el movimiento como inherente a la vida, por lo tanto, siendo este el lenguaje originario. Esta teoría del movimiento auténtico recupera ese movimiento primario en el que nos encontrábamos enteros, lo que deseábamos y pensábamos estaba inscrito en nuestro movimiento, “cuando decíamos ‘Sí’, todo en nosotros decía ‘Sí’. Cuando decíamos ‘No’, todo en nosotros decía ‘No’”3 (Whitehouse, Adler, Chodorow & Pallaro, 1999). Nuestro pensamiento contenía nuestro sentir y ambos, a la vez, eran contenidos por el cuerpo y manifiestos en el mismo.

Este movimiento, dice Whitehouse, extendió su simbolismo al encontrar lugar en el mundo que lo rodeaba, identificándose en relación con los otros y con los requerimientos corporales de su entorno. El cuerpo encontró su lugar, su acompañamiento y su sentir con tan solo moverse. Todo lo que forma parte de una persona tenía un flujo coherente entero y natural.

En el prólogo de la Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty retoma a Husserl como un antecedente de la tradición fenomenológica y explica qué es esto dentro de la filosofía y las propias consideraciones de uno de los más grandes representantes de dicha esfera. Comienza por definir a la fenomenología como el estudio de las esencias dentro de la existencia y a partir de la “facticidad” (Merleau-Ponty & Jem Cabanes, 1993), lo cual, si bien es general, servirá como piso común de las diversas corrientes de este terreno, entre estas la de nuestro autor.

La fenomenología en este trabajo nos servirá para encontrar el papel del cuerpo, en primer lugar, como la necesaria exterioridad de la conciencia en el puente inmediato a la experiencia; desde un segundo planteamiento, el cómo fenomenológicamente cada experiencia en la conciencia resulta a la vez un dar cuenta del cuerpo, que aparece reiteradamente aun cuando está presente en forma permanente.

Distinguiremos así esta aproximación con el término de “yo-cuerpo”, buscando evidenciar su unión intrínseca e implicativa, no solo como un puente entre el exterior y la conciencia, sino como una experiencia completa inseparable.

La dimensión espiritual del cuerpo

Hablemos de lo inefable, de aquello de lo que estamos impedidos a hablar, intentémoslo. Y es que si bien lo indecible es “completamente inaccesible a la comprensión por conceptos” (Otto, 2016, p. 48), sería mediocre detener los intentos al topar apenas, tan solo, con la razón.

Aquello por decir y encontrar será, no la idea, sino el sentir de lo santo, o más específicamente aún: lo numinoso. Acotando a esta segunda palabra por ceñirnos a la aclaración de Rudolf Otto respecto al desnudar lo santo de sus vestiduras morales y racionales, pensando así lo numinoso como la experiencia originaria.

Primeramente, habrá que mencionar que esta experiencia de lo numinoso ha aparecido en la historia reconocida por la religión: lo santo se ha manifestado de diversas maneras como un indicio espiritual. Sin embargo, no tiene su límite en el ámbito religioso. El mismo Otto menciona que esta experiencia es equiparable con el concepto de lo bello en el terreno de lo estético (2016, p.48). Cuando Otto explica el significado del concepto de lo numinoso y sus equivalentes en otras lenguas acentúa más que la clave para entender esto, sin importar el término, será la designación de un excedente en la comprensión, una sensación inexplicable que sobrepasa el fundamento (en el que podríamos definir si el campo desde el que se parte es de naturaleza religiosa o estética). He ahí la manifestación de todo lo que alcanza en nosotros una sensación de sublimidad callada.

Desde cualquier acepción, esta idea que recorremos a partir de los párrafos anteriores, sugiere la apertura y sensibilidad para su encuentro e identificación bajo una perspectiva sumamente racionalista, la cual ha sido nombrada como “divinación” (Otto, 2016, p. 263) y es considerada una facultad reflexiva que ha imposibilitado la sensibilidad que lo incomprensible requiere. Por esto, Otto la retoma bajo la denominación de “íntimo testimonio del espíritu santo”. Aquí la divinación es una disposición espiritual patente para la revelación de dichas experiencias numinosas. La divinación, siguiendo al autor, funcionará como un principio interno para la percepción y manifestación de experiencias externas significativas. Sin embargo, haremos aquí una propuesta para pensar este precepto sensible desde la exterioridad y a partir de ella.

Comencemos retomando esta categoría de lo inefable, frente a la cual tendemos a rendir la búsqueda de posibilidades de aprehendimiento. Si bien lo numinoso no encuentra lugar en la razón, se presenta y se identifica desde otros rincones humanos. ¿Cuáles son estos? Al evitar abstracciones complejas, partiremos de la cuna de todas las sensaciones: el cuerpo.

Trayendo a este trabajo el concepto de “casa-Cosmos-cuerpo” de Mircea Eliade, introducimos la posición del hombre en este territorio de la santidad. “[...] El hombre ansía situarse en un ‘Centro’, allí donde exista la posibilidad de entrar en comunicación con los dioses” (Eliade, 1981, p. 106). Partiendo de esta cita, entendemos el planteamiento protagónico del hombre en su cosmos espiritual como punto de referencia para experimentar las manifestaciones de su entorno divinizado. En este trabajo, el autor utiliza también el concepto de apertura para hablar de la disposición del hombre respecto a su cosmos y también añade a esto la dinámica de esta “casa-Cosmos-cuerpo” en la que existe siempre el tránsito, esto al entender al hombre y su espiritualidad como materia multidimensional y compleja. La casa representa la bienvenida familiaridad de los asuntos religiosos que acoge para su día a día, el cosmos es la estructura completa de significación de la que va su mundo y, finalmente, el cuerpo es la individualidad contingente y receptiva por la que la manifestación de todo lo anterior es posible.

Para el hombre religioso, el tránsito es el descubrimiento constante de su cosmos en los estadios de comprensión que posibilitan su encuentro con la espiritualidad, en vistas siempre de un crecimiento hacia un estado de plenitud.

Toda existencia cósmica está predestinada al “tránsito” [..] Conviene precisar que todos estos rituales y simbolismos del “tránsito” expresan una concepción específica de la existencia humana: cuando nace, el hombre todavía no está acabado; tiene que nacer una segunda vez, espiritualmente; se hace hombre completo pasando de un estado imperfecto, embrionario, al estado perfecto de adulto. En una palabra: puede decirse que la existencia humana llega a la plenitud por una serie de ritos de tránsito, de iniciaciones sucesivas.

(Eliade, 1981, p. 111)

Este tránsito simbólico habla por sí mismo de un constante movimiento, el cual, aunque no está relacionado de manera directa con el desarrollo biológico o social humano, se supone acompañando etapas de aprendizajes en el tiempo transcurrido de la vida propia del individuo. Poco más adelante en el texto, Eliade menciona otras maneras de reconocer este tránsito en los desciframientos cotidianos del mundo, desde la comprensión del medio social hasta la materialidad imprescindible de las acciones diarias. Reconocer el movimiento material es reconocer, a la vez, el movimiento espiritual y los constantes fenómenos de este en el primero, puesto que quien se reconoce en el cosmos divino está siempre en la disposición de hallarle, sin previo aviso, en todas partes. Pensemos también que, si podemos entender este movimiento transitorio espiritual, es gracias a que nosotros mismos experimentamos movimientos transitorios en carne propia de manera permanente.

Estas analogías sobre lo transitorio en descubrimientos místicos, según Eliade, mantienen los instantes de éxtasis en esas entradas y salidas de los planos receptivos. Este es un concepto utilizado desde la antigüedad que aquí se retoma para indicar esa renuncia a la vida mundana, el escape y la salida del cuerpo para llegar frente a frente con imágenes que sobrepasan nuestra humanidad. Salir del cuerpo resulta revelador. ¿Pero qué hay de una experiencia que funge de manera inversa? Satprem (1984) hablará de la éntasis: en esta definición, el escape del plano racional se dará a través, hacia, para, en y desde el cuerpo.

En Body and Soul (1999), Jane Adler retoma tanto a Otto como a Satprem para hablar de las vivencias místicas a través del cuerpo, en las que dice ella existe una experiencia directa del dios propio de quien la vive. Esta experiencia directa tiene como meta dejar de intentar pensar en lo numinoso y entonces así vivirlo. La éntasis nace en un estado anímico meditativo y receptivo que se alcanzará bajo ciertas técnicas corporales, las cuales en el caso de Adler será mediante la danza, mientras que en prácticas orientales encontraremos el yoga o, incluso, rituales en los que se utilizarán apoyos para la alteración de la conciencia. Cualquier inducción a una autopercepción completa corpórea abrirá, entonces, las posibilidades para reformar un estado sensible a aquello que se disuelve en las distracciones racionales y, tal vez, preparar de una manera distinta la conciencia sensorial para lo numinoso, lo que significa un tránsito a una nueva iniciación.

La iniciación, menciona Eliade (1981, p. 116), es una categoría propia de la religiosidad en la que se hace alegoría del nacimiento espiritual, un nuevo comienzo desde un entendimiento absoluto del sentir santo. Casi siempre esta visión del nacimiento está también relacionada de manera intrínseca con la muerte. La iniciación es un estado de conocimiento natural y originario del destino humano, perteneciente a su condición corporal.

Podemos pensar estas posibilidades de exploración de la numinosidad en la iniciación relacionándolo con los ejercicios corporales. Es la propiedad corporal en la experiencia de la espiritualidad la que nos permite decir lo indecible.

Regresando a Otto, lo numinoso es un misterio que provoca temor y fascinación. Esto aparece en las constantes confrontaciones con las posibilidades de la muerte, las posibilidades de lo absoluto, de lo que amenaza la materialidad corpórea. Es el cuerpo el que encara la muerte, es para el cuerpo tan solo que ella es un misterio. Es en la cotidianidad que el cuerpo encara sus posibilidades inexplicables pero latentes, donde su sensibilidad permite las experiencias más sublimes, puesto que, si hablamos de que la numinosidad, aparece en la receptividad sensible, la cual está sobreentendida en los registros corporales con los que hemos conocido toda la vida.

Todo lo que nos interpela tiene impresión en el cuerpo. No sabemos identificar otra cosa que no tenga un calor, un dolor, un escalofrío, un sabor, olor, textura… en nosotros. El cuerpo es un cosmos por sí solo en donde yace la viabilidad a lo divino, en sus tránsitos se posibilita la comprensión de lo ininteligible. Se reza con el cuerpo, se baila con los dioses, se peca con la piel, se implora de rodillas y se entrega uno con todo lo que se es, de igual manera se presencia lo innombrable, la manifestación esperada de la expectativa espiritual.

Si lo santo se busca en el sentir, habrá que procurar sentir enteramente y abrir desde estas sensaciones un camino a los adentros del espíritu, en un ritual solemne y visceral. Buscando invertir el proceso de la divinación, que anteriormente se mencionaba.

En las prácticas corporales espirituales está implícita la creencia de que la experiencia corpórea es, a su vez, una experiencia del espíritu; cualquier ejercicio de descubrimiento sobre el estadio corporal indicará y develará una actualidad de la situación interna, la relación y apertura de la “casa-Cosmos-cuerpo”. En este espacio que prescinde de los conceptos racionales solo queda un terreno fértil y expectante de lo numinoso.

Notas

1 “[...] gives voice to the ineffable, intangible meaning and condition of being alive” (p. 59).
2 “[...] any means to self-knowledge is therapy” (p. 49).
3 “[w]hen we said ‘Yes’, everything in us said ‘Yes’. When we said ‘No’, everything in us said ‘No’” (p. 33).