Proveniente de su natal Croacia, el próximo 24 de abril se cumplirá exactamente un siglo de que mi padre Pasko recaló en Costa Rica, donde se establecería hasta su muerte; al arribar, estaba a cinco meses de completar 32 años de edad. Llegó solo a Puerto Limón, en nuestro litoral Caribe, sin conocer a nadie, hablar español, ni saber qué iba a hacer exactamente. Es decir, su futuro era muy incierto. Sin embargo, el destino le depararía muchas satisfacciones, la más preciada de las cuales fue su numerosa descendencia, procreada con mi madre Carmen Quirós Rodríguez, con quien se casó cinco años después de establecerse en Costa Rica.
Por lo mucho que significó en mi vida y en la de nuestra familia, sobre él he escrito los siguientes diez artículos en la prensa: “Croatas” (La Nación, 18/07/1998), “En Croacia” (Semanario Universidad, 30/03/2001), “Pasko” (Alajuela en La Nación, 30/04/2004), “Desde esta otra orilla” (Semanario Universidad, 28/10/2004), “El castillo, un maestro y un obrero” (Semanario Universidad, 19/05/2005), “Pasko y el padre del Olmo” (Informa-tico, 05/11/2007), “La bandera que nunca ondeó” (Informa-tico, 14/01/2008), “Un hombre que vino de la guerra” (Meer, 13/07/2017), “Rovira y Pasko: el constructor catalán y el obrero croata” (Meer, 05/07/2018) y “El templo anhelado por los naranjeños” (Nuestro País, 19/04/2019). A estos artículos se suma un extenso relato inédito, intitulado De Ragusa a Ragusa –ilustrado con abundantes fotografías–, resultante de los dos viajes que he efectuado a Croacia, el cual hasta hoy he compartido con mi familia y con algunos amigos cercanos.
En esta oportunidad deseo no ser reiterativo de los aspectos abordados en dichos artículos, sino más bien concentrarme en el azaroso periplo que él debió enfrentar para llegar hasta Costa Rica, como un ejemplo de las penurias a las que están expuestas los inmigrantes, y que a veces les marcan el alma para siempre. Eso lo he podido reconstruir ahora gracias a datos conocidos por mis hermanos mayores, aunque fragmentarios, pues él nunca narró en detalle los inciertos avatares que enfrentó –como se verá después–, los cuales he complementado con información recabada en las visitas realizadas a Croacia, más algunas fuentes documentales nuevas, que he podido explorar en años recientes.
Sus últimos días
Un aciago día de 1967 fuimos sobresaltados con la infausta noticia de que a papá le habían diagnosticado un cáncer pulmonar, pocos meses después de la muerte de nuestra amada abuela Ramona Rodríguez Rojas –quien siempre vivió con nosotros, y que fue como una madre para él–, de cáncer gástrico. Es muy posible que su afección se debió a sus hábitos de fumador consuetudinario, pues compraba los cigarrillos por paquetones o «ruedas» de 24 cajetillas, de Irazú –su marca preferida–, en una época en que los cigarrillos carecían de filtro. Aunque había cortado con ese vicio de súbito unos diez años antes, quizás ya el daño en sus pulmones estaba hecho. Y, a pesar de ser un hombre de temple, al que nada parecía detenerlo, en esos años habían mermado su vigor un accidente laboral, al caer de un andamio, el atropello por una motocicleta, y un serio accidente, en el que el automóvil que conducía su coterráneo Antonio Banichevich fue colisionado a la entrada de Calle Morenos, Sabana Sur, donde vivíamos.
Narro esto porque, en los últimos meses de su vida, después de ser tratado con radiaciones de cobalto y algunos medicamentos, permaneció recluido en nuestra casa, sin salir nunca más. Y, al acercarse su 75 aniversario, el 20 de setiembre de 1967, sabíamos que sus días estaban contados; por cierto, yo cumplí 15 años al día siguiente, pues nací un día después de que él alcanzara los 60 años.
En sus días finales, la situación fue empeorando, y el jueves 16 de noviembre, poco después del mediodía, entró en agonía. En presencia de mamá y de casi todos sus hijos, durante la tarde el médico Carlos Aguilar Alfaro llegó a auscultarlo y redactó el dictamen de defunción, mientras que Gilberto Ramírez, sacerdote mexicano de la iglesia de nuestro barrio, llegó a administrarle los santos óleos. Es decir, ya no había nada que hacer. Sin embargo, horas después empezó a reaccionar, y a la mañana siguiente estaba consciente, aunque sabedor de que el desenlace sobrevendría en cualquier momento. Por fortuna, por una semana más pudimos tenerlo con nosotros en pleno estado de lucidez, pues moriría el miércoles 22 de noviembre por la tarde.
Durante ese lapso, por ratos permanecía solo, aunque también nos turnábamos para acompañarlo, por cualquier cosa que necesitara. Y en una ocasión, creo que dos días antes de su partida, el turno nos correspondió a mi hermano Ricardo y a mí, pues esa tarde –para entonces el curso lectivo estaba por concluir– no teníamos lecciones.
Para hacer más llevaderas esas horas, recuerdo que Ricardo, dos años mayor que yo, le dijo que por qué no nos contaba cómo había venido él de Yugoeslavia –federación de países de la cual Croacia formaba parte entonces–, a lo cual accedió. Con cierta dificultad, debido a las continuas expectoraciones causadas por sus problemas respiratorios, en realidad se solazó narrándonos su travesía. Por cierto, lo culminó con buen humor, al comentarnos de manera jocosa que fue más bien nuestra madre quien lo conquistó a él y no él a ella, a pesar de que para entonces él la duplicaba en edad.
Ocurrido el esperado desenlace, soportamos el crudo dolor y el luto, así como la asimilación de la pérdida que son propios de esos procesos tan desgarradores. Y, en los inevitables ratos de recordación posterior, como parte de las tertulias familiares, en alguna ocasión Ricardo y yo comentamos de pasadita algunas cosas que papá nos narrara, asumiendo que mamá y los demás hermanos las conocían.
Sin embargo, el asombro de todos fue realmente mayúsculo, pues ellos conocían tan solo algunas porciones de lo que papá nos contó, mientras que otras las habían interpretado siempre de otras maneras. Pienso que Ricardo y yo fuimos privilegiados de escuchar ese testimonio postrero de él, porque, en realidad, papá estaba «desandando», como le llaman en algunos países latinoamericanos a ese acto de rememoración o repaso mental del pasado que ocurre en personas próximas a morir. Ahora percibo que quizás fue una manera de liberarse de algún lacerante y recóndito dolor que atenazaba a su alma –quizás el propio hecho de que nunca más pudo ver a ningún miembro de su familia natal, como se verá después–, y que ya no tenía sentido retener más, de tan cerca que estaba de alcanzar las mayores libertad y plenitud que el alma pueda experimentar, ya en otro plano de la existencia.
Fue justamente ese episodio, así como el valor intrínseco de su testimonio postrimero para reconstruir su accidentado periplo, lo que hoy me permite evocarlo, al cumplirse un siglo de su arribo a Costa Rica.
¡Adiós a su terruño!
Nacido en Mrčevo, villorrio de apenas 32 casas engastado en las blanquecinas, pedregosas y áridas colinas que bordean el mar Adriático, a tan solo 25 km del célebre puerto de Dubrovnik –hoy Patrimonio de la Humanidad–, desde joven Pasko se dedicó a la albañilería, oficio que aprendió de su padre Nikola Hilje Glumac, con quien trabajó por varios años.
Creció en un hogar pobre, cuya situación se agravó en 1909 con la muerte de su madre Kate Vuleša Batinić, al dar a luz a la décima criatura de la prole. Quedaron huérfanos siete hijos –dos habían muerto infantes–, el mayor con 19 años y el menor con cuatro; para entonces, Pasko frisaba los 17 años. Viudo a los 43 años de edad, su padre tuvo que hacer las veces de madre, con el apoyo de tres de sus hijas, la mayor de apenas 14 años. Al año siguiente, su hermano mayor, Niko, decidió partir hacia California, en busca de una mejor vida.
En realidad, las ya de por sí difíciles circunstancias se complicaron más con el advenimiento de la Primera Guerra Mundial, en la cual –con apenas 22 años de edad– Pasko debió ir a varios frentes de batalla. Concluida ésta, y cuando su vida empezaba a estabilizarse, sobre todo al casarse con su novia Mare Dupčić Laptalo, la tragedia se asomaría de nuevo, pues pocos meses después de dar a luz a su primogénita Kate, madre e hija fallecieron.
Es decir, todo se tornó sombrío en su vida. Y, para peores, la situación política se embrolló pues, terminada la gran guerra, la gestación del nuevo Reino de Yugoeslavia –conformado por Bosnia-Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia–, implicó conflictos continuos, que auguraban nuevos tiempos bélicos. Es decir, se asomaba el temible fantasma del reclutamiento, algo indeseable para una persona de temperamento pacífico, que abominaba la guerra y que ya había sufrido mucho debido a ese flagelo.
Por tanto, era hora de partir, y lo mejor era seguir los pasos de su hermano Niko, quien por carta le insistió en que se le uniera en EE. UU. Éste se había instalado en San José de California desde 1910, adonde llegó con apenas 19 años de edad, al parecer persuadido por amigos de Mrčevo establecidos ahí. Se casó en 1918 con Catherine Pasetta, cuyo padre había nacido en Brač —una de las numerosas islas del mar Adriático— y era un exitoso productor y comerciante de frutas secas, en especial de albaricoques. Asimismo, su primo paterno Leo Vodopia, ocho años menor que él y residente en Queens, Nueva York, lo había invitado a sumársele, e incluso le prestó dinero para que lo hiciera; con él mantendría correspondencia por el resto de su vida, e incluso saldaría la deuda pendiente.
En el fondo, Pasko sabía que su posible viaje a EE. UU. no tendría retorno, como sucedió con su hermano y su primo. Por tanto, a riesgo de no ver nunca más a su padre y demás hermanos, convenció a un primo y a su amigo Niko (Stanilo) Stjepović, para que abandonaran Croacia y se enrumbaran hacia EE. UU. Eso sí, debían partir de manera subrepticia, debido al riesgo de ser reclutados para el ejército.
Ignoro cuánto permanecieron en la bellísima ciudad amurallada del puerto de Dubrovnik, hasta que se les presentara la oportunidad de hacerse a la mar. Eso sí, logrado esto, navegaron unas tres horas hasta la isla de Mljet, donde, por ser posesión italiana entonces, quedaban a salvo. Sin embargo, su titubeante amigo Stanilo no se atrevió a seguirlo y se devolvió.
Ante este nuevo panorama, poco después Pasko navegó con su primo hasta la costa italiana, donde les esperaba una situación nada grata. Tan fue así que, al final de cuentas, esa áspera estadía cambiaría el curso de sus expectativas y de su vida.
La fallida visa a EE. UU.
En realidad, aquellos eran tiempos aciagos para Europa y el mundo, pues a la devastación provocada por la guerra, entre 1918 y 1920 se habían sumado los estragos provocados por la pandemia de la mal llamada gripe española –pues, al parecer, las primeras afecciones por este virus ocurrieron en EE. UU. –, que causó al menos 50 millones de muertes, y de la cual, por cierto, Costa Rica no se pudo librar.
Durante esa época de postguerra, puesto que decenas o centenares de miles de personas deseaban abandonar Europa para dirigirse a EE. UU., Pasko y su primo pronto se enteraron de que era imposible conseguir la anhelada visa.
Es decir, aunque su sueño abortó nomás empezando, no se dieron por vencidos, ni perdían la esperanza de lograrlo. No obstante, la cruda realidad era que sus ahorros eran insuficientes para permanecer en Italia por mucho tiempo. Fue entonces cuando, acosados por el hambre y gracias a sus destrezas, buscaron empleo en el ramo de la construcción. Y, aunque lo consiguieron rápido, también pronto enfrentaron verdaderas calamidades y desencantos.
En efecto, en los primeros meses de laborar, un mal día su patrono les dijo que tenía dificultades para pagarles, pero que estaba a la espera de un dinero que podría ingresarle en cualquier momento. Para no perder su empleo, él y su primo le dijeron que le podían prestar parte de sus no muy holgados ahorros, lo que al tipo le pareció bien y se los agradeció mucho. Sin embargo, el dinero esperado nunca le llegó, por lo que ahora la deuda con ellos era doble: lo que les debía como salario, más lo que ellos le prestaron. Con toda justicia le reclamaron, pero el desvergonzado patrono les dijo que no tenía con qué pagarles y que, si lo denunciaban, él iría a una delegación de la policía para delatarlos y que –por su situación migratoria irregular–, los repatriarían a Yugoeslavia, donde de seguro los encarcelarían.
Ignoro cuántos meses estuvieron en esta situación tan apremiante. Lo que sí es cierto es que el primo prefirió devolverse y, como en realidad nadie los andaba persiguiendo, se reinsertó con normalidad en la vida cotidiana de su pueblo. Desconozco si ese primo, que no era de Mrčevo –según me relataron mis parientes allá–, era más bien oriundo de Kliševo, el villorrio natal de mi abuela Kate.
Es pertinente aquí una digresión, para relatar un hecho del cual me enteré muy recientemente, mientras acopiaba algunos materiales para preparar el presente artículo.
Efectivamente, aunque en los documentos archivados en nuestro hogar no quedó ni una de las cartas personales de mi padre, hay tres evidencias de los días de su partida de Yugoeslavia. La primera es una tarjeta postal en blanco –quizás como un recuerdo del amado terruño–, la cual corresponde a una fotografía de la calle principal (stradun) de Dubrovnik. La segunda es un billete muy roto, de 100 krunas o coronas húngaras –del cual pude hallar una réplica en Internet–, que fue la moneda del imperio Austro-Húngaro; dejó de serlo en Yugoeslavia en enero de 1923 y en Austria en 1924, según mi primo Zoran Ilić Vuleša, de modo que para Pasko era más bien un souvenir, pues el monto era insignificante. La última es una tarjeta postal en colores del vapor Tomaso di Savoia, enviada a Pasko por Mateo Ledinić, y escrita en el dialecto antiguo de la costa de Dalmacia, que corresponde a casi toda la actual costa de Croacia; debo su traducción a la gentileza de mi amiga Darinka Grbic, hoy residente en Guanacaste y esposa del empresario costarricense Giorgio Jerez Lonza.
Esta tarjeta amerita mayor atención, pues contiene algunas pistas útiles para nuestros fines. Fechada en Génova el 28 de octubre de 1923, todo cuanto dice Ledinić es lo siguiente: «Acabamos de llegar bien a Génova, y aquí tienes el barco en el cual nos fuimos». Como la remitió a la casa No. 122 de una calle cuyo nombre es ilegible, pero ubicada en Gorizia, esto significa que hacia fines de 1923 mi padre residía en dicha ciudad, que, aunque italiana, está cerca de la frontera con Eslovenia, que era parte de Yugoeslavia; es decir, él permanecía en Italia, pero no muy lejos de su patria. Como una curiosidad, en Internet pude hallar que el vapor Tomaso de Savoia estaba en sus últimas, pues sería destruido en 1928; en sus buenos tiempos, que concluyeron el 3 de setiembre de 1915 con un viaje a Nueva York, emprendía recorridos transcontinentales, con visitas a esta ciudad, e incluso a Suramérica.
Ahora bien, el hecho de que Ledinić firmara como «obrero» –quizás para identificarse de manera indubitable–, sugiere que fue compañero de trabajo de papá en alguna construcción en Gorizia. Asimismo, como el puerto de Génova se localiza al oeste, propiamente en el mar Mediterráneo, por lo que su vapor debió darle la vuelta a todo el territorio italiano, esto hace suponer que Ledinić –por cierto, un apellido de la zona de Dubrovnik, según Darinka– se proponía buscar vida en otros lares, quizás en la región occidental de Europa.
¿Hacia Argentina o Costa Rica?
A pesar del prematuro retorno de su amigo Stanilo a Yugoeslavia, así como de su primo posteriormente, más la partida el recién citado Ledinić hacia nuevos rumbos, Pasko estaba convencido de que debía tratar de llegar a California a como diera lugar.
Sin embargo, ante su desoladora situación, más el inapelable hecho de que no había visas para tantos europeos emigrantes, alguien le recomendó que era mejor elegir otro país americano donde instalarse de forma transitoria. De esta manera, cuando cesara o disminuyera la gran oleada migratoria hacia EE. UU., quizá en pocos años habría visas disponibles. Y, según le dijeron, el país ideal era Argentina, donde ya residían centenares de yugoeslavos; por cierto, uno de ellos fue el croata Matej Karolic, abuelo materno del célebre futbolista Diego Armando Maradona. Además, parece que nuestro padre tenía un medio primo allá, cuyo nombre no me ha sido posible averiguar con mis parientes en Croacia.
Debo hacer un paréntesis aquí, para enmendar un yerro que está en algunos de mis artículos previos sobre mi padre. En efecto, en varias ocasiones he dicho que él tomó un barco rumbo a Argentina, y que, al anclar éste en Puerto Limón, decidió bajarse y quedarse en Costa Rica.
Al analizarlo en retrospectiva ahora, visualizo que, «argentinófilos» como éramos mi hermano y yo, nos traicionó el subconsciente. Por cierto, amantes del tango y del fútbol argentino –Ricardo de River Plate y yo de Boca Juniors–, aún teníamos abierta la herida de la Copa del Mundo del año anterior, cuando los ingleses campeonizaron a pura ayuda arbitral, culminada con la histórica e injusta expulsión del gigantón Antonio Ubaldo Rattin. Por eso, cuando escuchamos a papá aludir a Argentina como su posible destino, quedamos boquiabiertos, y en nuestras mentes de adolescentes ilusos e ignorantes en genética, de inmediato afloró la idea de que… ¡pudimos haber sido argentinos!
Ahora bien, el referido yerro es que, aunque es cierto que Argentina fue una opción que le sugirieron, desde que estaba en Italia se inclinó por venir a Costa Rica. Esto me lo clarificó mi hermana Brunilda en días recientes, y de manera incontrovertible, pues de muchacha –cuando frisaba los 18 años– lo escuchó en una conversación entre mi padre y una dama muy querida en nuestra familia.
Se trata de Ludovica (Vica) Franetic Gorzan, nacida el 25 de agosto de 1906 en el villorrio de Senadole, en el municipio de Sežana, que es parte del actual territorio de Eslovenia, no muy lejos del famoso puerto de Trieste, hoy perteneciente a Italia. En este último país ella había trabajado como niñera de una de las familias Feoli que se instalaron en Costa Rica, por lo que en 1928 la trajeron con ellos. Dos años después se casó con Walter Espinoza Rodríguez, primo hermano de mi madre, y posteriormente se plantearon la posibilidad de mudarse a EE. UU., donde residía una hermana de Vica. Incluso se establecieron en La Habana con ese fin, pero su anhelo no cristalizaría, y en 1940 retornaron a Costa Rica. Años después se divorciaron, cuando ya habían nacido sus hijos Herman y Marco, y en 1954 ella se mudó a EE. UU. con ellos –quienes hasta hoy residen allá–, para cumplir el sueño de reunirse en Ohio con su hermana y su familia, después de 33 años de no verse. Debo a Herman, hoy con 93 años, haberme suministrado la información aquí consignada.
De la interacción que hubo entre Vica y Pasko, en sus remembranzas Herman evoca aquel Naranjo, en Alajuela, donde «dos inmigrantes europeos, mamá de visita y yo bien portado cerca de ella, aunque incómodo. Ellos sentados a la sombra de un árbol, que ahora no recuerdo de qué era –quizás de naranja–, en un patio muy verde y lindo, repleto de matas. Hablaban casi sin parar, en una lengua totalmente desconocida para mí y para todos los que estaban cerca». Es decir, por esos curiosos avatares del destino, en nuestro natal Naranjo habían confluido dos inmigrantes yugoeslavos, y por entonces vinculados en matrimonio con primos hermanos naranjeños.
Pero, bueno…, para retornar al testimonio de Brunilda, ella dice haber oído a papá comentarle a Vica que a él en Italia lo habían engañado –al parecer, alguna autoridad diplomática que deseaba deshacerse de los siempre inoportunos inmigrantes–, pues le dijeron que desde Costa Rica era menos complicado optar por una visa para ingresar a EE. UU., lo cual era totalmente infundado; esto lo indujo a dirigirse a un consulado de Costa Rica, para tramitar sus documentos migratorios. Además, Brunilda afirma que papá conservaba esos papeles, y en 1948 los entregó al Registro Civil para naturalizarse como costarricense, pero que algunos funcionarios del gobierno que fue derrotado en la célebre guerra civil ocurrida ese año, antes de abandonar sus puestos, quemaron muchos de los archivos de esa y otras entidades públicas, por lo que sus documentos –junto con otros nada inocentes– fueron pasto de las llamas.
Rumbo a Costa Rica
Analizado ahora en retrospectiva, quizás por nuestra juventud o inmadurez, más el serio deterioro de la salud de papá, Ricardo y yo no preguntamos algunas cosas importantes aquella tarde en que nos narró su periplo. Además, de manera implícita, suponíamos que nada de lo relatado por él correspondía a información que la familia no conociera.
Eso me hizo conjeturar –con toda lógica–, que él partió de algún puerto italiano, rumbo a Costa Rica. Sin embargo, hace unos años, en una conversación con Eugen, mi hermano mayor –pocos años antes de su muerte, y quien era tan memorioso como Brunilda–, me indicó que papá no zarpó de Italia, sino de Holanda, al punto de que se sorprendió de ver la ingeniosa construcción de puentes levadizos en los canales de la ciudad de Ámsterdam que, según las circunstancias, permitían ya fuera el paso de los transeúntes o de los botes que navegaban por los canales. Además, papá le contó que hizo el recorrido por tren desde Italia hasta Holanda.
Estos datos son clave para esclarecer cuál fue su travesía desde Europa hasta Costa Rica. Es decir, un recorrido tan extenso en tren –para entonces ya había una asombrosa red de ferrocarriles en Europa, según pude comprobar en Internet– solo podría justificarse porque hubiera una conexión naviera directa con Costa Rica. La verdad es que lo que Eugen me narró lo dejé por ahí, confiado en esclarecerlo algún día, sin prisa alguna.
Y ese día llegaría. Efectivamente, mientras efectuaba pesquisas para el libro Chocano, Costa Rica y el Himno al Árbol –publicado a fines de 2022–, debí revisar la prensa de todos los días, entre enero de 1921 y marzo de 1924, que fue el último período durante el cual el famoso poeta peruano José Santos Chocano estuvo en Costa Rica. Y, como el bardo se desplazaba por barco, ya fuera por el océano Pacífico o el mar Caribe, pude enterarme con total claridad de cuáles eran las líneas navieras dueñas de buques que atracaban en Puerto Limón, dado que sabíamos con total certeza que papá arribó ahí el 24 de abril de 1924.
Al respecto, según el amigo historiador Jorge León Sáenz –experto en cuestiones de comercio marítimo–, desde inicios del siglo XX la empresa inglesa Elders & Fyffes Ltda. importaba bananos desde el Caribe y tenía su propia flota, y en 1913 la vendió a la frutera United Fruit Company, que mantuvo el nombre original para algunos de sus barcos, aunque también tenía sus propios navíos; en ellos, además se transportaban pasajeros. Por ejemplo, en abril de 1924, la frutera tenía un servicio semanal de vapores de Limón a Nueva York y viceversa, con escalas en Cristóbal (hoy Colón, Panamá) y La Habana, mientras que la otra ruta semanal se extendía de Limón a Boston, con escalas en los dos puertos citados. A ellas se sumaba una ruta quincenal, de Limón a Bristol, Inglaterra, con escala en Kingston, Jamaica y Colón; por costumbre, a los barcos de esta conexión europea se les denominaba «los de Elders & Fyffes». Esta información aparecía con frecuencia en la prensa, en recuadros suscritos por George P. Chittenden, administrador de ese servicio en la United Fruit Company.
Obviamente, mi padre no podría haber llegado en uno de sus barcos, salvo que algún vapor lo hubiera llevado de Holanda a Bristol, pero esto carece de lógica, pues había buques que hacían el viaje directo de Holanda a Costa Rica. Veamos.
En efecto, para entonces la empresa naviera Royal Netherlands West India Mail, cuyo nombre en español era Compañía Real Holandesa de Vapores, ofrecía un servicio continuo de vapores entre Ámsterdam y Puerto Limón, con escalas en El Havre (Francia), Barbados, Trinidad, La Guaira (Venezuela), Curazao, Puerto Colombia y Cristóbal (Colón). Sus buques habituales, todos muy grandes –de al menos 5000 toneladas de carga o capacidad–, eran el Crynssen, el Stuyvesant y el Van Rensselaer, a los que para marzo y abril de 1924 –por ser la época de mayor actividad en la exportación del café– se sumaron el Orange Nassau, el Poseidon y el Venezuela, con la diferencia de que en estos tres casos los cargamentos del grano tenían como destino Londres y otros puertos europeos.
Conviene destacar que lo normal era que los exportadores de café conocieran con suficiente antelación las fechas de partida, para que efectuaran sus embarques a tiempo. Por tanto, sus representantes o agentes, que eran la empresa Sasso & Pirie Sucs. en la capital, y C. Harold Smith en Limón, de manera oportuna publicaban recuadros informativos en la prensa. En tal sentido, en cuanto a la presencia de buques en Puerto Limón en los primeros meses de 1924, el Orange Nassau zarparía hacia Europa el 13 de marzo; el Poseidon, que después fue cambiado por el Helder, el 25 de marzo; el Venezuela, el 3 de abril; el Stuyvesant, el 17 de abril; el Van Rensselaer, el 1° de mayo; el Crynssen, el 15 de mayo; y, de nuevo el Orange Nassau, el 29 de mayo. Cabe acotar, eso sí, que los agentes navieros nunca anunciaban las fechas de llegada de los vapores, quizás porque estaban implícitas en las de partida.
Ahora bien, para retornar al periplo de mi padre, las evidencias permiten suponer con bastante certeza que, como se embarcó en Ámsterdam, y era de ahí que partían directamente hacia Puerto Limón los navíos de la Compañía Real Holandesa de Vapores, él tomó uno de ellos. Y también es lógico afirmar que fue en el Van Rensselaer, supuestamente llegado el 24 de abril y que permaneció anclado una semana frente al puerto, hasta el 1° de mayo, a la espera de ser cargado con café y otras mercaderías, así como abordado por los pasajeros que se dirigían hacia Europa o a alguno de los puntos en los que el buque hacía escala.
Por cierto, además de hallar varias fotos de ese barco, en Internet pude enterarme de que era bastante nuevo, pues fue estrenado en 1920. Una curiosidad adicional es que su algo extraño nombre correspondía al segundo del reputado botánico y ecólogo estadounidense Leslie Rensselaer Holdridge Holmes, quien residiera en Costa Rica por muchos años y a quien tuve el gusto y el honor de tratar.
Para tener plena certeza de mi aseveración acerca de la llegada de mi padre, habría que contar con la lista de los pasajeros del Van Rensselaer que descendieron en la rada de Puerto Limón, donde había un muelle que, aunque perteneciente a la United Fruit Company, cualquier línea naviera podía utilizar, siempre y cuando pagara las respectivas tarifas. Sin embargo, mis esfuerzos fueron infructuosos al indagar en los periódicos de abril y mayo de 1924 –pues esas listas rara vez se publicaban–, al igual que en la documentación propia de la cartera de Gobernación, como me lo sugirieron en el Archivo Nacional; en efecto, al revisar hoja por hoja los ocho expedientes referidos a Limón en 1924, no pude hallar una sola mención de itinerarios de barcos, y menos aún de sus pasajeros. Es de suponer que, de existir aún los archivos de la Compañía Real Holandesa de Vapores, en Ámsterdam, ahí esté la ansiada lista.
De Limón a San José
Ignoro cuánto tiempo demoró el viaje de Holanda a Costa Rica, aunque quizás de tres a cuatro semanas, según el amigo Gerardo Lorenzen Flores, de la compañía Ambos Mares. Esto es importante para entender mejor el maltrecho estado de ánimo de mi padre, en medio de la desolación y la desesperante incomunicación –aunque él no era locuaz–, pues en el barco nadie hablaba su natal idioma serbo-croata, y sus rudimentos de italiano le permitían si acaso elegir lo que deseaba comer, cuando, al menos tres veces al día, visitaba el restaurante del barco. En su cotidianidad, lo imagino caviloso en la cubierta de ese navío, mirando la infinita línea del horizonte marino una y otra vez, hasta la saciedad y el hastío, mientras que, ya en su camarote, en profunda soledad y nostálgico, rumiaba sus penas e incertidumbres.
No obstante, aunque sin aportar muchos detalles, él le narró a mi hermano Eugen que fue durante la travesía que se enteró de algo muy triste para Costa Rica, pero favorable para él en aquel momento. En efecto, un día alguien comentó que el mes anterior había ocurrido en el país un violento terremoto, que provocó gran destrucción. Ante sus apremios por sobrevivir en un país del cual no conocía nada, de inmediato pensó que, con la reconstrucción de los edificios afectados, habría oportunidades de trabajo para un albañil como él, y así podría mantenerse mientras tramitaba la visa para ir al encuentro de su hermano en California.
Es oportuna una digresión aquí, para indicar que, con epicentro en Orotina, Alajuela, cerca de las diez de la mañana del martes 4 de marzo –día de San Casimiro–, el Valle Central había sido socolloneado por un violento sismo, de magnitud 7 (Ms). Al revisar la prensa de la época, se percibe que las noticias circularon con celeridad, al parecer gracias a la agencia The Associated Press, pues al día siguiente la prensa de Nueva York informó al respecto (Diario de Costa Rica, 06/03/1924, p. 1). Por tanto, es de suponer que en la embajada de Costa Rica en Italia la noticia se supo pronto –por lo que papá se hubiera enterado mucho antes de partir–, pero para entonces quizás él ya se había enrumbado hacia Holanda, con el fin de abordar el barco que lo traería a Costa Rica.
Un hecho importante es que los enjambres sísmicos se prolongaron por varias semanas, al punto de que el día del arribo de mi padre –e incluso posteriormente–, la prensa todavía informaba en detalle acerca de los lugares afectados y la magnitud de cada temblor. En realidad, la gente vivía en un permanente estado de temor, desasosiego y angustia. Como una curiosidad, en la sección de anuncios comerciales de los periódicos, al referirse a alquileres de casas, con frecuencia se resaltaba que algunas eran «contra temblores», para así cotizarse mejor. Asimismo, a la inversa, algún interesado en obtener provecho de la crisis, en un recuadro indicaba que «En punto céntrico, se desea comprar una casa destruida por los temblores»; este anuncio apareció en la prensa el propio día de la llegada de mi padre.
Y, a propósito de la prensa, la víspera de la llegada de Pasko a Puerto Limón, con el título “Los daños de los temblores en Grecia, Naranjo, San Ramón, Palmares y Atenas” –ciudades alajuelenses no muy distantes del sitio del epicentro–, se informaba que en Naranjo «habrá que destruir la iglesia, que se encuentra en ruinas, y dos paredes de la Cárcel Pública que están desplomadas. La Escuela de Varones tiene algunos vidrios quebrados y el techo descubierto. El Palacio Municipal, la Escuela de Niñas, el Mercado y el Hospital están en buen estado» (Diario de Costa Rica, 23/04/1924, p. 4). Insondables cosas del destino, porque en esa noticia estaba la clave que marcaría su vida para siempre, como se verá después.
Un hecho curioso a destacar es que, para entonces, le quedaban apenas dos semanas en el gobierno al presidente Julio Acosta García, quien había encabezado el movimiento insurgente que destronó a la infausta tiranía de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados. Por tanto, el 8 de mayo asumió la presidencia Ricardo Jiménez Oreamuno por segunda vez, a quien los terremotos parecían perseguirlo, pues a punto de comenzar su primera administración, el 4 de mayo de 1910 había ocurrido el devastador terremoto de Santa Mónica, que destruyó gran parte de Cartago, su ciudad natal.
Para retornar a la estancia de mi padre en Limón, donde se sorprendió mucho de conocer y tratar con personas negras –que no había visto nunca en Europa–, entre varias otras noticias que detecté en la prensa, y que sería extenso relatar, he hallado tres gratos acontecimientos de esos días, por tener conexiones con él o conmigo en años posteriores.
El primero es que, al día siguiente de su arribo, la prensa informó que «Don Francisco Orlich y su señora esposa doña Regina han llegado a esta capital procedentes de San Ramón, con el fin de hacer los preparativos para su próximo viaje a Europa», quizás en el mismo vapor en el que vino mi padre. Nacido en esa ciudad, en el hogar del croata Franjo (Francisco) Orlich Žic y la lugareña Francisca Zamora Salazar, este caballero –cuyo nombre correcto era José Ricardo–, había estudiado en Feldkirch, Austria, gracias a lo cual conoció y se casó con la croata Georgina –no Regina– Bolmarcich Lemerich; en su prole de seis hijos figuró Francisco (Chico), quien sería presidente de Costa Rica entre 1962 y 1966, además de que se casó con Marita Camacho Quirós, sobrina de mi madre. Años después, mi padre trabaría amistad con el viejo Franjo, así como con sus hijos Chico, José Luis y otros descendientes.
El segundo es que el gobernador de la provincia de Limón era el empresario agrícola Francisco de Paula Gutiérrez Ross, padre del famoso escritor Joaquín Gutiérrez Mangel, quien ya en su ancianidad fue muy amigo de mi hermano Ricardo, y también mío. Oriundo de Limón, para entonces recién había cumplido seis años de edad, pero muchos años después, además de su libro homónimo sobre el entrañable negrito Cocorí, en su poema Mirando y mirando evocaría así a su terruño:
Nací junto al mar
en un puerto chico, sucio, soñoliento
un día en que el viento
corría sin aliento
sobre el tajamar.
Nací junto al mar
en Puerto Limón
y aún hierve su zumo en mi corazón
y aún canta su espuma en mi paladar.
El tercer y último acontecimiento es que, como papá llegó el jueves 24, en la semana inmediatamente posterior a la Semana Santa –que ese año tuvo lugar entre el 13 y el 20 de abril–, la prensa solía informar dónde habían ido a pasear algunas familias pudientes durante esas festividades religiosas. Fue así cómo, desde Tuis, en Turrialba, un corresponsal comunicaba que la familia de Rafael Cañas Mora y Claudia Escalante Bonilla había llegado a ese paraje rural con sus niños. De seguro, entre ellos figuraba Alberto, de tan solo cuatro años de edad, quien muchos años después sería un destacado escritor y político, así como nuestro primer ministro de Cultura; además de erudito, fue un hombre de gran nobleza, a quien la vida me dio la oportunidad de tratar en varias ocasiones.
Ahora bien, desconozco cuántos días permaneció mi padre en Puerto Limón. Tal vez apenas uno o dos, pues es de suponer que estaba ávido de trasladarse a San José, para sopesar y valorar mejor lo que haría de su vida mientras conseguía la ansiada visa a EE. UU. Como la Northern Railway Company ofrecía servicio de ferrocarril a diario, no le costaría elegir cuál día partir. Y, como frente al lindo edificio de la estación ferroviaria estaba el también bonito hotel de la United Fruit Company –ambos de alto y con corredores volados en su segundo piso–, quizás se hospedó ahí.
El tren salía a las seis de la mañana, por lo que había que madrugar para tomarlo. Y, como funcionaba con vapor –abastecido con carbón–, era fastidiosamente lento, al punto de que avanzaba a unos 24 kilómetros por hora.
En su itinerario, tras zarpar de Puerto Limón pasaba por las estaciones de Moín Junction, Castro, Zent, Estrada, Matina, Siquirres, La Junta, Peralta, Turrialba, Tucurrique, Juan Viñas, Santiago, Paraíso, Cartago y Tres Ríos, para desembocar en la hermosa estación localizada al noreste de la capital, aún en pie. Ese trayecto, de 164 kilómetros, se completaba en seis horas y cuarto, sin incluir el tiempo para cargar mercaderías y subir pasajeros en las estaciones, lo que hacía que el tren arribara a su destino final veinte minutos antes de las cinco de la tarde. Es decir…, ¡eran casi once horas de viaje! Para papá, nacido en un pueblo muy árido, debe haber sido desconcertante, y quizás hasta intimidante, internarse en el desmesurado verdor de los bananales y los bosques que, en diferentes tramos, flanqueaban la línea férrea, en medio del intenso calor y la alta humedad que son propios del Caribe.
Un hecho a destacar de su escala en Turrialba es que, en una gran casa de madera localizada a dos cuadras y media de la estación ferroviaria –adonde el tren llegó poco después del mediodía–, cinco meses antes, el 3 de diciembre de 1923, había venido al mundo un niño llamado Luis, hijo del agricultor y comerciante español Federico Pérez Rubín y la cartaginesa Luisa Loaiza Rojas. Ese infante, de cuya existencia mi papá nunca se enteró, sería el padre de mi esposa Elsa Pérez Villalón, a quien conocí en Heredia, y con quien me casé en 1988.
Otro hecho, asociado con el anterior, pero en un contexto geográfico muy distinto –del otro lado, en el litoral Pacífico–, es que tres semanas antes, en la noche del miércoles 2 de abril, habían contraído nupcias en Esparza, Puntarenas, quienes serían los suegros de ese pequeño Luis. En efecto, en la prensa de esos días se anunció el enlace matrimonial de Eustoquio Villalón Montero con Deyanira Figueroa Valverde, él de padre portorriqueño y madre josefina, y ella de padre colombiano y madre esparzana; en su prole de seis hijos, la tercera fue Mabel, mi recordada suegra.
Como una curiosidad acerca de cómo se entrecruzan las vidas en el tiempo y la geografía, por ser ciudadano estadounidense, durante la Primera Guerra Mundial, Eustoquio –con tan solo 16 años entonces– había tenido que ir al frente de batalla, en Inglaterra y Francia. Por tanto, de haberse topado con mi padre, quien combatió en Italia, hubieran sido adversarios, pues debe recordarse que EE. UU. acudió en apoyo de la coalición entre el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso, contra los imperios alemán y austro-húngaro, y que Croacia pertenecía a este último. Cabe acotar que él resultó herido en una pierna, al parecer por la esquirla de una granada, por lo que debió retornar a Costa Rica, donde de por vida debió soportar esa lesión. Ya en el país, estudiaría para perito mercantil y después trabajaría con el Banco Nacional, primero como contador en Alajuela, y después como gerente en Turrialba –lo que hizo posible que mis suegros se conocieran– y Heredia, hasta su merecida jubilación, pues fue un probo funcionario público, además de un auténtico caballero.
¡Por fin en San José!
¡La travesía había concluido! Para Pasko habían quedado atrás los días de incertidumbre en Italia, más los de cruda soledad en el barco.
Ignoro dónde se hospedó inicialmente en San José, y qué fue lo primero que hizo. Sin embargo, quizás le bastó con una breve caminata por el casco capitalino para topar con suerte. Y ese momento definiría y marcaría su vida para siempre.
En efecto, a tan solo una cuadra al norte del vetusto edificio de la Casa Presidencial –ubicado donde hoy está el Banco Central–, se estaba erigiendo el muy elegante edificio del Club Unión. Según el amigo historiador Raúl Arias Sánchez, dicho ente se inscribió como sociedad anónima el 20 de abril de 1923, presidido por Óscar Rohrmoser Carranza, y a mediados de mayo se inició la construcción del lujoso inmueble, cuyos planos fueron elaborados por el reputado arquitecto José Francisco (Chisco) Salazar Quesada, y se contó con la supervisión técnica del ingeniero Jaime (Chame) Carranza Aguilar; además, el maestro de obras fue el catalán Gerardo Rovira Aponte, que fue a quien Pasko abordó al llegar ahí.
Al respecto, al imaginar ese primer encuentro entre ellos dos, en otro artículo sobre mi padre escribí que «no sé en qué idioma se comunicarían –pues entonces papá no hablaba español–, pero supongo que fue en el hondo e infalible lenguaje del corazón, así como en la reveladora mirada, apremiante, conmovedora y solidaria de los inmigrantes». Y, tan es así, que Rovira le dio una oportunidad, con la que se iniciaría un vínculo fraternal, tan perdurable y macizo, que solo la muerte de Rovira podía segar, como se verá posteriormente.
En los días subsiguientes, buscó dónde hospedarse, y fue así como alquiló una pequeña pieza en una casa localizada a pocas cuadras de ahí, en el sector del Paso de la Vaca. Y tiempo después trabó amistad con un sastre llamado Emilio Quirós quien, fiel a su adhesión a la hermandad masónica, le ayudó de varias maneras en tan aciagos tiempos. Sin embargo, nadie pudo auxiliarlo en su intento de conseguir la visa para ser admitido en EE. UU., pues la negativa al otorgamiento de visas era una inflexible decisión del gobierno estadounidense.
Tal vez entonces mi padre entendió que lo mejor era seguir trabajando, para lograr así su sustento, mientras ahorraba algún dinero para cuando se presentara la oportunidad de obtener la visa, aunque fuera varios años después. Por tanto, continuó laborando en la construcción del Club Unión, y en sus diarias y pesadas faenas, de manera silenciosa, le demostró al exigente jefe Rovira que él no era un obrero o albañil más, que podía cavar zanjas, levantar andamios, batir mezcla, pegar mosaicos y ladrillos, tirar plomadas, repellar paredes, instalar cañerías y sistemas eléctricos, elaborar rodapiés, marcos de ventanas, puertas, cielorrasos, techos, canoas, limajoyas y bajantes, incrustar llavines, y otras cosas más, sino un auténtico artesano de la construcción, muy diestro y meticuloso en sus labores.
Esto propició que, más allá de su interacción laboral cotidiana, ellos poco a poco acrecentaran su amistad, hasta obviar la relación jerárquica que los separaba, para convertirse en genuinos amigos, lo que a su vez, de seguro, facilitó a papá el aprendizaje del español.
En Naranjo
Un venturoso día, a inicios de 1925, cuando las obras en el Club Unión seguían su curso normal, Rovira recibió una tentadora oferta y un gran desafío profesional: edificar una nueva iglesia en el cantón de Naranjo, pues la anterior –como se relató en páginas previas–, había sido destruida por el terremoto de San Casimiro. Por tanto, elaboró los planos para esa regia edificación, y ya a inicios de marzo comenzaron las obras, que no demandaban su presencia permanente ahí, sino tan solo su supervisión, mediante visitas mensuales. Eso sí, le pidió a Pasko que lo acompañara, pues sabía que sería un aliado clave en su nuevo reto. Tan es así que –según mi hermano Eugen– de las 14 inmensas columnas que sostenían el templo, 12 serían chorreadas por él, con una técnica poco o nada conocida entonces en Costa Rica.
Ya para agosto o setiembre de 1925, cuando las obras finales en el Club Unión estaban en la fase de acabados, lo cual quizás no requería ya su presencia –la inauguración ocurrió el sábado 7 de noviembre–, Rovira se trasladó a Naranjo con su familia. Al parecer, para entonces Pasko se le había adelantado, y se hospedaba en la casa de las hermanas Rojas Corrales, acondicionada para dar un servicio de pensión a residentes temporales.
Es decir, tras vivir en la capital por cerca de año y medio, papá se instaló en un lugar rural, en el que por entonces predominaba la producción cafetalera. En ese ambiente pueblerino, de gentes campechanas, nobles y laboriosas –como las de su natal Mrčevo–, halló gran calor humano, lo que poco a poco lo hizo olvidar su condición de forastero, para convertirse en un lugareño más, gracias al afecto de quienes lo fueron conociendo poco a poco.
Uno de ellos fue el recordado y entrañable José (Chepe) Alpízar Arce, quien fue de los primeros en tratarlo, según me lo narró hace unos 50 años, un día de deliciosa tertulia en su casa. Por cierto, se casaría con Lidia Montero Chacón –la mejor amiga de mi madre cuando eran muchachas, así como nieta del eximio abogado y político Félix Arcadio Montero Monge–, quien había enviudado del polaco Ziskind Edelman. Chepe y Lidia vivían diagonal a nuestra casa, por lo que sus hijos, excelentes personas, fueron muy amigos de nosotros.
Otro amigo de Pasko fue Ricardo Quirós Rodríguez, apuesto y fornido joven al que le gustaba mucho la cacería, en lo cual papá tenía gran habilidad, pero no adquirida por diversión, sino porque en su hogar la carne de monte era esencial en la limitada dieta cotidiana. La amistad entre ambos lo hizo invitar a Pasko a su casa, donde conoció a su única hermana, Carmen, de apenas 17 años, de quien se fue enamorando, a pesar de que él tenía casi el doble de su edad. Por entonces huérfanos de padre, que fue el acaudalado cafetalero tibaseño Ascensión Quirós Montero, ellos vivían en una inmensa y hermosa casa de madera, que ocupaba un vasto predio frente a la esquina sureste del cuadrante de la iglesia.
Además del tío Ricardo, también fueron amigos suyos varios primos hermanos de éste –hijos de Lupicio Quesada Quesada y Maclovia Rodríguez Rojas–, y especialmente Guillermo y Alberto, que años después se asentarían en San Carlos, el primero en Ciudad Quesada y el segundo en La Fortuna.
De seguro que el amor por Carmen y la relación con estos parientes lo hizo desistir para siempre de conseguir la tan negada visa a EE. UU. Y ya el 6 de enero de 1929, cuatro meses antes de la inauguración del templo de Naranjo y con 37 años de edad, Pasko contraía nupcias con ella, con la bendición de su amigo, el padre español José del Olmo Salvador, y en presencia de su cuñado Ricardo y de Marita Camacho Quirós –sobrina de Carmen y futura esposa de Francisco Orlich– como padrinos. Para entonces Marita, hoy con la excepcional edad de 113 años, estaba a punto de cumplir 18 años; ella nació un año después de mi madre.
Ahora bien, la decisión de permanecer en Costa Rica para siempre obedeció no solo a su matrimonio, sino que también al impactante hecho de que su amado hermano Niko –con quien mantenía correspondencia continua– falleció cuatro años después, el 29 de marzo de 1933; murió a los 41 años de edad, víctima de tuberculosis, dejando siete hijos huérfanos. Por cierto, el 18 de agosto de 1930 había muerto su padre Niko, debido a una neumonía.
Cabe indicar que, por discrepancias con el padre del Olmo, Rovira no pudo culminar el proyecto del templo parroquial, y retornó con su familia a la capital. Por tanto, en el último año la obra estuvo a cargo de los suizos Augusto y Venancio Induni Ferrari, junto con sus sobrinos Pío Albónico Induni y Aurelio Induni Fasola, todos buenos amigos de mi padre. La iglesia fue inaugurada el 20 de abril, con gran fastuosidad.
Sin embargo, Rovira deseaba que Pasko lo siguiera acompañando en sus obras. Y justamente en 1929, el comerciante español Anastasio Herrero Vitoria le ofreció un contrato para que construyera esa joya arquitectónica que es el Castillo del Moro, bellísima edificación de estilo árabe o mudéjar que hasta hoy se yergue en una esquina de barrio Amón. Por tanto, sin pensarlo dos veces, convenció a Pasko de que retornara a San José, donde incluso le alquiló una casa muy cercana a la suya, en barrio Santa Lucía. De hecho, ahí nació su primogénito Eugen, el 19 de octubre, y allí también fue concebida Brunilda –la segunda de la prole–, quien nacería en Naranjo el 23 de marzo de 1931.
De vuelta a Naranjo, la incipiente familia se instaló en la solariega casona de nuestra abuela Ramona quien, al frente de las fincas de café que le había heredado su difunto esposo, para entonces sorteaba las graves consecuencias de la Gran Depresión, que había estallado en 1929, al punto de perder casi todas sus propiedades. En esa casa fuimos engendrados cinco niños y cuatro niñas más, es decir, una descendencia de once hijos, en la cual me correspondió ser el cumiche o urás, como solía denominarse entonces al menor de una ristra de hijos.
En los años subsiguientes de residencia en Naranjo, mi padre estuvo siempre ocupado en la construcción de casas y de trabajos por encargo en el cementerio local –entre ellos el mausoleo de la familia Corrales, de 28 nichos–, así como en la edificación de las escuelas República del Ecuador (en San Juan), República de Cuba (en San Juanillo) y República de Uruguay (en San Miguel), además de que dirigió las obras del Mercado Municipal. Asimismo, a lo largo de unos 25 años debió hacer reparaciones a la iglesia, debido a los infaltables sismos. También, en épocas en que escaseaba el trabajo localmente, por un tiempo laboró en la Cooperativa Victoria, en Grecia, al igual que en la sección de puentes de la Carretera Interamericana, lo que lo llevó a trasladarse a las muy cálidas Esparza y Miramar.
Hacia San José
Hombre riguroso, de firmes convicciones y valores, así como sin otro vicio que fumar, con mi madre forjó un entorno hogareño armonioso, rebosante de afecto y solidaridad entre todos sus miembros. Deseaba que todos estudiáramos, para que desarrolláramos el potencial de cada uno y cultiváramos nuestros talentos naturales, de modo que obtuviéramos un oficio o profesión que nos confiriera independencia económica en el futuro; una y otra vez insistía en que no quería que ninguno padeciera las penurias que había vivido él, por falta de estudio. Asimismo, en lo inmediato, esta era una manera de que todos aportáramos a la economía del hogar. Y la verdad es que así sería por siempre.
Al respecto, era sumamente severo en cuanto a nuestra formación y puntualidad. Por ejemplo, cuando recibía nuestras calificaciones escolares o colegiales, en lo primero que se fijaba era en la nota de conducta, que nunca debía ser inferior a ocho, pues decía que portarse bien no requería absolutamente ningún esfuerzo intelectual ni de estudio.
En aquella época, en que no había colegio en Naranjo, se propuso y logró que sus dos hijos mayores, Eugen y Adrián, estudiaran contabilidad, por correspondencia. Pero el punto de quiebre vino cuando mi hermana Myriam, linda y tierna, así como de gran sensibilidad e inteligencia, manifestó que no se sentía satisfecha con apenas completar la educación primaria y no estudiar más. En tales circunstancias, su predecible destino era ser dependiente en alguna tienda o farmacia local, pero papá y mamá se empeñaron en que cursara la secundaria, que con gran esfuerzo económico de ellos pudo completar en los liceos de Ciudad Quesada y Grecia. Además, ya con el bachillerato en sus manos, dijo que deseaba ser filóloga, para lo cual quería matricularse en la Universidad de Costa Rica.
Dar ese salto implicaba el desarraigo geográfico y afectivo para la familia, así como riesgos de diverso tipo, al igual que una erogación alta, por la necesidad de alquilar una casa grande en la capital; debía albergar a diez hijos –Eugen permanecería en Naranjo, pues gozaba de un trabajo estable como contador público–, nuestros padres y la abuela Ramona, más Luis Castro Rodríguez, un tío soltero que era periodista, y que por tiempos acrecentaba la multitud que ya éramos. Pero había que dar ese paso, el cual se concretó a inicios de febrero de 1956, cuando yo aún no había completado los cuatro años de edad. Nos mudamos a barrio Bolívar, al suroeste de la capital, no muy lejos de donde había residido don Gerardo Rovira, fallecido en 1940. Ahí vivimos por cuatro años, hasta que la crónica escasez de agua nos obligó a trasladarnos a la ya citada Calle Morenos, donde hasta hoy residen mis hermanos mayores.
Muy tristemente, el 23 de setiembre de 1958 nuestro hogar se enlutó, con el fallecimiento de Myriam, de una enfermedad renal que acabó con su vida, cuando –mientras avanzaba en sus estudios universitarios–, ya impartía lecciones de español en algunos colegios, incluido el de Naranjo. Eso fue devastador para todos, pero especialmente para papá, por todo lo que significaba para él y la familia nuestra muy amorosa e inteligente hermana.
Con ese dolor incrustado en el corazón, Pasko continuó infatigable su camino por la vida, dedicado a nosotros y a su muy pesado oficio de albañil. Siempre vestido de caqui, y con un casco también caqui –de los usados en los safaris africanos–, salía muy temprano cada mañana hacia donde tuviera que ir, a veces a pie desde La Sabana hasta el centro de la capital, pues a esas horas no circulaban los autobuses.
Además de trabajos que realizó lejos a lo largo de los años, como la construcción de la casa de mi tío Ricardo en La Fortuna de San Carlos, más el mausoleo de don Juan Chaves Rojas –benefactor de San Carlos y suegro de Guillermo Quesada, primo hermano de mi madre– en el cementerio de Ciudad Quesada, efectuaba reparaciones en casas particulares, aunque en sus últimos años laboró casi exclusivamente para la compañía del ingeniero polaco-judío Abraham Meltzer Spiegel. Además, los fines de semana chorreaba y después pulía con esmero, una y otra vez, íconos de ángeles o del Corazón de Jesús para adornar tumbas, por encargo, gracias a unos moldes que él había confeccionado a partir de figuras originales, elaboradas en mármol. Es decir, no cesaba de trabajar, pero lo hacía sin quejarse nunca.
Un hecho que merece destacarse de la vida de mi padre en Costa Rica es que, aparte de los Orlich y de Vica Franetic, tuvo la fortuna de poder interactuar con varios compatriotas que vivían en el país, y que de cuando en cuando se reunían, a veces en nuestra casa. Los más cercanos fueron los croatas Daniel Radan Magjor y el ya citado Antonio Banichevich Separovich –que fue quien trajo los tacos mexicanos a Costa Rica–, así como el bosnio Ivan Lucovich Peich, residente en Puntarenas. Años después se sumó el croata Stipe Boskovich Dedich, quien trabajaba en la construcción de puentes en la Carretera Interamericana, al sur del país, y que en 1961 se casó con mi hermana Kata; como una linda coincidencia, su único hijo nació el 24 de abril de 1967, el mismo día y mes en que Pasko llegó a Costa Rica, pero 43 años después. Ya bastante enfermo, le quedó la satisfacción de acariciar y tener en sus brazos a Stipe, quien, además de ser su primer nieto, posee genes croatas por ambos costados.
Otro de sus innegables logros fue que, aunque murió antes de que algunos pudiéramos culminar nuestras carreras, ocho fuimos profesionales: Myriam, filóloga; Brunilda, historiadora; Carmen, economista; María, secretaria ejecutiva; Niko, químico; Ivo, ingeniero agrónomo; Ricardo, abogado; y biólogo yo.
Palabras finales
No tengo duda de que mi padre cargó en el alma el dolor de no ver nunca más al suyo, ni a sus hermanos y parientes. Sin embargo, esté donde esté hoy, creo que debe sentirse muy feliz de saber que esos nexos familiares, aunque largamente interrumpidos, fueron restituidos.
Al respecto, la vida me dio la fortuna de conocer y visitar por dos semanas a los hijos de mi tío Niko en la Navidad de 1978 –hasta entonces las familias habían tenido contacto solo por carta–, tras concluir un curso de inglés en Pittsburgh y justo antes de iniciar mis estudios doctorales en la Universidad de California; un par de años después, llevé a mi madre y a mi hermana Kata a visitarlos. Asimismo, ya de regreso en Costa Rica yo, nos visitaron el primo Nick y su esposa Margaret Gairnese, y después su hija Marlene Marie. Además, William Hult Hilje y su esposa Vicci Ann Bowles –hijo él de mi prima Helen, hoy con 103 años– nos visitaron en otra ocasión, así como su hijo Kjell, ahora destacado médico anestesiólogo.
Hoy, mi sobrina Ana Cristina Rojas Hilje –quien es farmacéutica y reside en Michigan–, mantiene contacto con todos ellos, al igual que con varios hijos de la prole de Antun Tešija y mi prima hermana Kate Biskup Hilje, ya fallecida, y que llegaron a EE. UU. unos en 1969 y otros en 1971. Incluso su hijo Daniel Rogers Rojas es estudiante en la Universidad de Michigan, en el campus de Ann Arbor, al igual que Riley Hult Child, tataranieta de mi tío Niko, y ambos se ven con frecuencia; es decir, por una linda coincidencia del destino, dos descendientes de los hermanos croatas Pasko y Niko estudian en esa prestigiosa universidad.
Por otra parte, en 2001 tuve la oportunidad de ser el primero de los hermanos –antes lo había hecho mi sobrina Paula Rojas Hilje– en visitar Croacia, donde pude conocer a varios primos hermanos y numerosos parientes, tanto del lado paterno como del materno de mi padre. Y tuve la fortuna de repetir mi visita en 2004. En ambas ocasiones, fueron días realmente memorables e indelebles, de reencuentro y afirmación de nuestras raíces comunes, selladas con interminables abrazos, besos y llanto. Posteriormente han ido allá varios hermanos y sobrinos, incluida mi hija Darinka, que ha efectuado dos visitas.
Es decir, tanto con Croacia como con EE. UU., los vínculos familiares están más vivos que nunca, favorecidos ahora por los recursos electrónicos de la vida moderna, que permiten comunicarse al instante y sin costo alguno.
Para concluir este extenso relato, recuerdo que en mi primera visita a Croacia, una noche en que mi gentil, hospitalario y generoso primo segundo Ivo Hilje Kotlar y yo salimos a cenar algo en un acogedor restaurante de Zagreb, la capital, mientras degustábamos una copa de delicioso vino, él me preguntó:
–¿Crees que la partida de tu padre hacia Costa Rica realmente valió la pena?
La verdad es que me tomó totalmente por sorpresa esa pregunta, ante lo cual atiné a contestar:
–Bueno…, pienso que la respuesta solo podría provenir de él. Habría que sopesar muchas cosas. Pero creo que sí.
Y, hoy, exactamente a un siglo de su arribo a Costa Rica, al repasar todas las adversidades y frustraciones que enfrentó para intentar reunirse con su hermano, pero también de todo cuanto logró –especialmente con la familia que fundó aquí, y a la que se entregó por completo–, tengo la certeza de que sí, de que sí valió la pena.