En tiempos revueltos en los que la palabra se dispersa, pierde sentido y valor es necesario recordar aquellos aprendizajes de los ancestros quienes nos enseñaron a honrar la palabra, así quizás podamos recuperarnos del olvido de la importancia de ser conscientes del uso que le damos a cada frase que pronunciamos o escuchamos.
Para los antiguos dar la palabra era tan valioso que implicaba a la honra, decir «te doy mi palabra» implicaba establecer un acuerdo o un pacto con la garantía de cumplimiento, sin necesidad de tener nada escrito se honraba lo dicho. La palabra era tan reconocida que se tenía cuidado con lo que se decía, pues se tenía la certeza de que una frase podía crear beneficios o por el contrario generar daños, de ahí «maldecir» es una forma de calificar lo que está mal dicho.
Hemos perdido y olvidado el poder de la palabra, quizás porque delegamos a los papeles que firmamos con una tinta que se disuelve en el tiempo, perdiendo sentido y significado de lo allí plasmado. Dejamos en manos de otros la validez de las palabras reflejadas en documentos que son validados por sellos, testigos y notarios que garantizan el cumplimiento de la palabra dado que se ha perdido el valor y por tanto la confianza en la palabra dada.
Es como si hubiéramos ido hacia atrás, perdiendo el valor no solo de la palabra —que ya es mucho— sino de lo que hacemos cuando hablamos o actuamos acorde a lo que decimos. Esto que parece poco significativo tiene mucha profundidad. Por una parte, cuando olvidamos el valor de la palabra esta pierde importancia y dejamos de hablar para cumplir con lo que decimos, y, por otro lado, al dejar de cuidar lo que expresamos cuando sabemos que puede causar daño, se agrede a la vez que nos agredimos por el mal uso de las palabras que se convierten en maldiciones. Muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de lo que decimos, e incluso olvidamos lo que hemos dicho porque perdimos la noción y el valor de la palabra, a la vez que permitimos que el raudal de emociones contenidas como la rabia, odio, ira o dolor tomen el control de lo que expresamos.
La palabra puede ser creativa cuando es dulce, amorosa, bondadosa, puesto que crea frecuencias, emociones y sensaciones gratas, tanto para el orador como para el receptor, subiendo las vibraciones y la energía que dignifican la voz y todo aquello que se dice. Por eso tiene tanto sentido y tanta relevancia todo lo que ahora se habla sobre la programación neurolingüística, o las prácticas tradicionales de culturas que reconocer el valor de la palabra, como el hoponopono, los mantras y todas aquellas técnicas orientadas a elevar la vibración del ser humano a través de la expresión verbal consciente.
Las palabras generan frecuencias y ondas que cuando se dicen con enojo, son como rayos rojos que dañan a quien los recibe y también a quienes los emiten. Si tuviéramos unas gafas capaces de mostrar los colores de la energía, nos abrumaría ver el pentagrama oscuro o enrevesado que muchas veces construimos con las notas de cada una de nuestras palabras y los tonos con las que las emitimos.
Esto nos podría inspirar para crear melodías más armónicas y sanadoras, expresando palabras dulces y amorosas, que suenan al ritmo del latido calmo del corazón. Sin embargo, al perder el valor de la palabra aumentan los espacios en los que distorsiona su uso, con subidas de tono convertidas en ataques que bajan la vibración y generan ruido sin permitirnos la capacidad destructora del mal uso de las palabras. Para la muestra tenemos los programas de radio, televisión, redes sociales e incluso en los sonidos del barrio, la calle y hasta en la familia, en donde las palabras agreden cuando se utilizan para hablar mal de otros o para hablarle mal a los otros.
No solo se trata de un problema de programación lingüística, semántica, semiótica o vibración, sino de coherencia con lo que estamos diciendo, expresando y verbalizando sin consciencia de la importancia de honrar la palabra. Por ello podemos volver al tiempo en el que en la sociedad cuando alguien te daba la palabra, empeñaba su honra y honor como garantía, igual que asumía como verdadera cada silaba pronunciada. Ahora caemos en la inconsciencia, incluso de la propia acción vocal cuando manifestamos un acuerdo o un trato verbal o cuando hablamos de nosotros mismos con desprecio o rechazo, sin darnos cuenta de que, con ello, nos dañamos en la imagen, estima y valor propio. Así valorar la palabra es valorarnos a nosotros mismos o viceversa.
Para reconocer el profundo valor de la palabra me remito a la primera vez que presencie una ceremonia ancestral en la selva amazónica, en la gran maloca (casa comunal), cuando se encontraron varios pueblos indígenas para reflexionar sobre políticas ambientales en la región. Allí fui testigo privilegiado que siendo la única no indígena allí presente, desconocía lo que iba a ocurrir y se asombraba de cada paso y acto que estaba presenciando. Entre los pueblos allí reunidos estaban los hijos de la coca, planta sagrada por sus propiedades y usos naturales, cuya hoja se mambea (mastica) en forma de polvo verde que se lleva a la boca de manera casi ritual para que la esencia de la naturaleza permita abrir el entendimiento, la escucha y la comunicación dulce con los otros.
Para mí, la «doctora» que iba a explicarle a los indígenas cómo hacer políticas de conservación de la naturaleza, pobrecita científica que no era consciente de su ignorancia, no sabía que esa experiencia cambiaría su visión del mundo al presenciar la manifestación de la profundidad de otros conocimientos expresados a través de la palabra. Entre muchas otras cosas, allí aprendí lo que significa el valor la palabra y el poder de los saberes ancestrales que se trasmiten oralmente, que quedan grabados en el libro del alma para trascender lo escrito en el papel haciéndolo realidad en la acción cotidiana que honra la palabra. Sin teoría y solo con la práctica, el sonido de la palabra y también el silencio de las pausas de escucha, lo reflexionan y explican todo.
En ese espacio observé como sentados en sus «pensadores», butacas de madera muy bajitos que te hacen estar casi acurrucado, los indígenas se sentaban a mascar no solamente la hoja de la planta sagrada, sino también la palabra, el pensamiento y el entendimiento que fluye en círculo, en el colectivo y comunidad. Hablan uno a uno, sin pisar o irrespetar la palabra, con largos silencios de reflexión y con sonidos que expresan interés o comprensión como «ahhh, ajá, hummm», se tejen conversaciones que sin prisa hilan el sentido de las acciones a seguir o simplemente los diálogos por construir.
De esa manera empecé a comprender que los silencios eran parte del entendimiento y la comprensión del otro, creando grandes reflexiones que salen cuando se escucha. Era asombroso lo que se decía, el tono, la forma, el contenido. ¡Si hubiera podido, habría sacado mi libreta de campo para escribir lo que estaba presenciando!, pero por fortuna era de noche, no había más luz que la del fuego y las estrellas, así que la fuerza de las circunstancias me enseñó a escuchar y darme cuenta de que no era necesario escribir o tomar nota porque la palabra dulce, cuando se escucha, resuena y se graba en la mente y el corazón. La palabra se honra, se endulza y se reflexiona.
Desde entonces me cuesta mucho ir a reuniones en donde se pisa la palabra, se atropellan las frases, se cortan los pensamientos que ni bien se expresan cuando antes de terminar una oración tienes respuestas directas por alusiones, con alzadas de tono de voz, interrupciones, defensas, señalamientos y acusaciones que no solo reflejan la pérdida de la capacidad de escucha, sino que muestran los egos de niños heridos aún no reconocidos intentando mostrar su valía en vez de demostrarlo honrando la palabra o el silencio.
Los sonidos de silencio respetan la palabra y expresión del otro. Resulta asombroso aprender a escuchar el silencio para crear la profundidad del diálogo que rompe los esquemas del muchas veces caótico parloteo en que caemos no solo con los otros sino con nosotros mismos cuando la palabrería sin sentido copa el pensamiento y desvirtúa el sentido de la palabra.
Qué bonito sería volver a honrar la palabra, porque al hacerlo dejaríamos de escuchar solo al ego que se siente ofendido o necesita respuestas, para darle paso a la voz del otro que permite crear el nosotros. A través de esa honra, podríamos volver a honrarnos a nosotros mismos. Eso sucede cuando se da lugar a la palabra dulce que nos dignifica como seres humanos capaces de comunicarnos a través de un lenguaje que va más allá de la voz.
Desafortunadamente muchos de los saberes ancestrales y las prácticas tradicionales se han ido perdiendo, casual o causalmente por la llegada del progreso acompañado del dinero que mueve a las nuevas generaciones más allá de los límites de los consejos de los ancianos que intentaron trasmitir oralmente el valor de la cultura que trasciende las palabras. Lo mismo sucede en las ciudades y lugares donde los gobernantes utilizan la palabra para conseguir votos cual vendedores de baratijas que olvidan lo prometido una vez llegan a sus altos cargos, sin honor ni vergüenza faltan a la palabra.
Así estamos y así nos va cuando perdemos el honor de cumplir con la palabra. No obstante, llegará un día en que recordaremos la importancia de ser coherentes con lo que decimos, hacemos y somos. Porque será la vida misma la que mostrará los efectos de cada creación verbalizada y porque si seguimos sin entenderlo caeremos en el vacío de los sonidos que dejan de perder significado, cual maldición o mala dicción, de cada palabra que se ha incumplido.
Aún tenemos la posibilidad de aprender en esta escuela que es la vida, a recrear y crear contenidos llenos de significados, que valoran lo dicho y dignifican lo cumplido. Día a día, verbo a verbo, palabra a palabra podemos cambiar el presente, transformar el pasado y proyectar el futuro siendo conscientes de la vibración que emitimos y la libertad que sentimos cuando somos más que sonidos vacíos para transformarnos con palabras llenas de latidos y contenidos que se pronuncian para volver a ser en coherencia.
Sirvan estas palabras para honrar la memoria del abuelo Querubín Queta Alvarado y de su compañera la abuela María Toiquema, indígenas mayores cuyo legado late en muchos corazones que fuimos transformados por el canto dulce de sus voces y la fuerza de su sabiduría. Ojalá seamos dignos aprendices de sus saberes e inspiración profunda sobre el valor del conocimiento ancestral que guía la vida armónica en este nuestro amado planeta.