Me digo —una y otra vez— lo dichosa que soy como mujer en este decenio de mis casi cinco décadas y quizás lo será más mi hija, en la década de su plenitud.
Cuando repunto mi cuerpo y tengo estrellas, alguna noche de luna y los orgasmos se hacen remolinos de intensidad de escala Richter y magnitud de truenos, entonces aplaudo la virtud de sentirlos y, a la vez, de disfrutarlos. Me duele saber que muchísimas mujeres murieron sin sentir ni siquiera uno.
Aún vivo en el siglo donde hay mujeres que perciben el sexo como una obligación circunstancial o un contrato de notario público. Si bien se atreven a oír más sobre el tema, pocas se lanzan a aprender nuevas formas de darse al vacío, de auto conocer sus redondeles erógenos, sus mapas virtuales del deseo, de decir sin miedo: esto no me gusta, esto sí...
El instinto de cacería y dominio fue marcado territorialmente por los hombres desde tiempos muy primitivos.
La historia nos muestra —dependiendo de la zona y cultura— que las mujeres asumieron el papel de recolectoras, de diosas selectas para la maternidad como extensión del poderío masculino en su prole; o diosas del deseo y la perfección para la satisfacción de este.
Pero ellas mutilaban sus instintos, su decisión de vientre, su hambre de piel. Ellos eran quiénes ponían las pautas, los gustos, las condiciones.
«Eres… existes… desde el punto donde rompo tu himen y me apropio de tu validez femenil mientras penetre en tu vagina, y si decides rebelarte serás repudiada y quemada en los infiernos».
No son casualidades, las fábulas y mitos que ha inventado el hombre sobre mujeres bestiales e incontrolables cuya capacidad para la pasión resaltaba con mayor intensidad ante la de cualquier hombre. Eran tratadas como hechiceras, seductoras —poseídas de demonios—, sirenas que llevaban a la perdición del raciocinio y hasta la misma muerte.
Si bien hemos progresado en la manera como nos ven los hombres, resulta difícil aún para muchos (no digo todos), asumir en su totalidad a la mujer actual sin partirla en dos; por un lado, quizás admiren a la mujer independiente, inteligente y fuerte, pero, por otro lado, le temen. Idealizan para su pareja perfecta a la mujer maternal, sumisa y tierna. No pueden entender que muchas son todo eso y más.
Hay una dualidad de conceptos. Si la mujer muestra carácter y decisión es un reactivo al estrés o al periodo menstrual, pero jamás al ingenio. Me he encontrado algunos «machos poderosos» que sí lo saben distinguir, las valoran, las aplauden, pero su prioridad en la selección natural será la mujer codependiente, sumisa o media tonta. Aquella que pueden controlar, disponer y condicionar. Pero si uno participa en las condiciones y reparte los controles te parten en dos.
Me decía un ex: — ¿Ahorita, hablo con Lussy 1 o Lussy 2?
—Carajo, soy la misma, al unísono. Cuando yo decida puedo dejarme caer en la sumisión, ceder las riendas; en otras, puedo llevarlas o compartirlas. A veces juego de tonta con el tonto; en otras no me dejo condicionar o acepto los términos sin chiste. Si es el caso lo negocio, lo disipo, lo acepto. Este es mi siglo, mi época, mi ser de mujer.
Y ni para qué cuando las mujeres deciden asumir el rol de conquista. Esa es la nueva versión de incompetencia masculina. Se notan indefensos, casi ofendidos, se les quita su poderío de cazador, de proveedor o les debilitamos su «falo de acero». No es opción dejarse ir o compartir el control. No es correcto. No es la norma. No son mis condiciones: —¿Quién se cree esa arrematada de querer sexo o un beso apasionado en la primera cita o en la tercera o cuando le vengan sus ganas?
Sin duda, debemos entenderlos porque trasiegan una genética de aculturación sobre el control como sinónimo de hombría. Pero cómo nos gustaría a algunas mujeres disminuirles el proceso y que ellos también disfruten como nosotras este juego de expedición, de ser presas indefensas, de adormilarse a propósito en la carrera, de ser atrapados por el arcabuz del deseo, pero bajo nuestro tiempo, nuestro instinto o impulsividad. Eso también es un derecho compartido.
Tampoco es sustentable creer que toda mujer busca el récord de cuántos orgasmos sintió. No es una competencia. No es un «estar a mi altura». Nos buscamos la ferocidad cuantificable. No es perder el romanticismo, la búsqueda del beso donde no se ha dado, las caricias de extensión al infinito, querer desprenderse de la lasitud de la piel.
Buscamos la libertad de sentir con el otro, a la par del otro, junto al otro. Es que ambos lleven el control de la música que quieren oír, dentro de sus cuerpos, con alegría de mutualismo, de control sin deriva porque ambos saben que están donde deben estar y con quien quieren estar. Debe ser un juego, una diversión de caracolas y silbidos. Debe generar comodidad, espontaneidad… libertad de ser, de sentir. Un juego donde ambos pueden jugar y ganar.
Me sigo repitiendo: ¡es maravilloso ser mujer en este tiempo, sirena de la muerte o más bien de la vida que da encantamiento con su libertad y erotismo! Luego, le pregunto a algún hombre: ¿No es espléndido también para ustedes su hechizo?