Amedeo Modigliani (Italia, n. 1884-1920) fue uno de los «pintores malditos». Se creó y se destruyó al mismo tiempo. Su devoción por el arte fue de la mano de un consumo incesante de drogas y alcohol que lo dejó físicamente agotado e indefenso ante la tuberculosis que lo perseguía desde niño hasta su muerte en 1920.
A pesar de ser ignorado por muchos historiadores de arte, su obra logró salvar el abismo estilístico entre la pintura clásica italiana y el modernismo de vanguardia. Por ello, su reciente muestra retrospectiva en el Museo de la L’Orangerie en París resulta relevante al enfocarse en la relación entre dos visionarios Amedeo Modigliani y Paul Guillaume, su marchante, quien influyó decisivamente en su carrera del artista y moldeó su obra.
El crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga, revisa en su crítica este período clave en el desarrollo artístico de Modigliani cuya dramática e inquietante vida restringe a menudo la lectura crítica e independiente.
Dos conceptos desacreditados por la nueva ortodoxia de curadores e historiadores de arte contemporáneo son justamente la belleza y el estilo individual con sus nociones respectivas de verdad y personalidad, característicos del artista italiano.
En el Renacimiento se defendía la idea básica de belleza del período clásico como armonía de proporciones, y sus más notables creadores se esforzaron por afirmar los más perfectos cánones de belleza; así, algunos sostuvieron que lo bello se reconoce por la proporción y armonía que muestren los objetos. Y, entonces, el concepto griego antiguo de belleza como armonía de las proporciones ganó terreno en dicho período mediante una interpretación científica acorde con la cultura y los descubrimientos realizados hasta entonces. Hoy en cambio, hemos adoptado tácitamente:
La ruta analítica iniciada desde el siglo XVIII por filósofos como Edmund Burke que trasladaron la responsabilidad de definir arte y belleza a la percepción subjetiva de los espectadores. Hoy cosechamos en el medio cultural dominante el fruto de ese pensamiento donde cualquier objeto se considera arte siempre que se encuentre en un lugar previsto al efecto que permita posicionarlo como tal llámese museo, galería o espacio cultural. Por ello, estos objetos tienen un carácter efímero y maleable a los postulados ideológicos de moda (Flores, J. C. «Ars Kriterion E-Zine», 26/05/23).
Por su parte, el estilo personal de un artista comprende cualquier práctica utilizada por este que hace reconocible su trabajo. Esto siempre incluye materiales y técnicas, pero también puede abarcar características menos tangibles, como los colores (algunos artistas crearon sus colores únicos y específicos en todos los movimientos artísticos, desde el arte clásico, como los artistas holandeses del Siglo de Oro (el amarillo y el azul de Vermeer) y en el arte moderno y contemporáneo (el azul especial inventado por Ives Kline).
También, la temática ocupa un papel importante en la creación del estilo individual del artista (ejemplo de ello es Degas y sus bailarinas), así como la forma en que el artista lo aborda.
Desde otro ámbito, la cinematografía, resulta oportuna la declaración de Federico Fellini:
El arte tiene que ver con la artesanía. Otros pueden interpretar la artesanía como estilo si así lo desean. El estilo es lo que une la memoria o el recuerdo, la ideología, el sentimiento, la nostalgia, el presentimiento, a la forma en que expresamos todo eso. Lo que importa no es lo que decimos sino cómo lo decimos (Citado en I'm a Born Liar: A Fellini Lexicon, 2003, por Damian Pettigrew).
Parafraseando al crítico e historiador, Herbert Read, como buen artesano el artista tiende intuitivamente en la práctica a identificarse con el propósito o la obra de cualquier otro artista y solo con esfuerzo se confirma en un característico modelo de expresión o estilo personal.
Amedeo Modigliani, tanto en su proceso creativo como su obra, se ajusta perfectamente a la definición del poeta-artista camaleónico que, en su meticulosa indagatoria en busca de la sencillez a partir de las influencias de Cezanne, Brancusi y Picasso, articula un estilo individual que evoca una belleza simbióticamente renacentista y clásica con recursos modernistas.
«Trato de formular con la mayor claridad — le decía Modigliani al músico italiano Oscar Ghiglia en una carta— la verdad del arte y de la vida tal como la sentí a veces en Roma ante el espectáculo de la belleza. Y como también he hallado la relación interior, trataré de hacerla visible y de exponer, por así decirlo, la estructura metafísica para dar forma a mi concepto de la vida, de la belleza y del arte».
Tal vez por su enfoque en la belleza perpetuada en un estilo muy personal los libros convencionales sobre historia del arte apenas lo mencionan en el marco del modernismo. Su obra, al parecer, es aún hoy difícil de encasillar dentro del canon de la pintura del siglo XX.
Esto se debe en parte, a que su colorida y trágica vida ha eclipsado sus logros como artista ecléctico. Por ello, la última retrospectiva de su obra que tuvo lugar hasta el mes pasado en el Museo parisino de L’Orangerie constituye una oportunidad para profundizar en sus contribuciones artísticas más allá de la anécdota personal al poner de relieve, en esta oportunidad, la emblemática relación entre dos visionarios Amedeo Modigliani y Paul Guillaume, su marchante, en una exposición titulada a la sazón «Amedeo Modigliani. Un pintor y su marchante».
Realidad que parece ficción
Modigliani nació en 1884 en la ciudad portuaria de Livorno, capital de la provincia toscana de la que fueron también originarios Dante Alighieri, Filippo Brunelleschi, Leonardo Da Vinci, Galileo Galilei y Michelangelo.
Sus progenitores eran judíos sefarditas, el padre laboraba como pequeño empresario mientras la madre compartía la vena del inconformismo y el antimaterialismo. La salud de Modigliani fue bastante mala desde su niñez. En 1895 sufrió problemas respiratorios por la pleuresía y luego, en 1898, sufrió de tifoidea. Fue entonces cuando comunicó a sus padres que quería pintar y ese año empezó a estudiar en la escuela de arte.
Su formación artística fue rigurosa y en su mayor parte tradicional. Estudió primero en Livorno, luego en Florencia y, de 1903 a 1905, en Venecia, donde entró en contacto de primera mano con el arte moderno.
Probablemente fue en Venecia donde Modigliani se inició en drogas como el hachís, el consumo del ajenjo y en un estilo de vida bohemio de exceso sensual. Su gusto literario y artístico era muy romántico como veremos. Las lecturas de Baudelaire, D'Annunzio, Nietzsche, Lautréamont y otros alentaron en él la creencia en el individuo excepcional y aislado, exento de las normas y leyes socialmente aceptadas.
Cuando llega a París en 1906 empieza a pintar por dos años obras marcadas por el estilo y la temática de Lautrec y las pinturas del Período Azul y Rosa de Picasso pasando por la escultura negra, el art Nouveau y el cubismo. Además de los manieristas toscanos que de alguna manera anuncian las obras de 1918-20 que se expusieron en la muestra citada en el Musée L’Orangerie.
No obstante, hace suya la declaración de Cezanne de que «hay que volver a ser clásicos a través de la naturaleza, es decir, a través de la sensación»; en otras palabras, unir el orden, el sistema, el pensamiento con el caos, lo espontáneo, la sensación.
A modo de contexto, el exotismo, el negrismo, el infantilismo y el arcaísmo fascinaron en los primeros años del siglo XX, a los artistas de toda Europa: Picasso, Léger, Lipchitz, Laurens, Brancusi, Modigliani, Barlach, Martini, Kirchner, Heckel, Nolde, Pechstein, Klee, Miró, entre otros. Por ello, los modernistas dirigieron su atención a las sugestiones de los mitos primitivos en sus aspectos de inocencia, de pureza y de lejanía de la denigrada sociedad burguesa, pero, también, hacia las formas de que tales mitos se revestían para llevar adelante, hasta las últimas consecuencias, la rebelión contra los principios figurativos de la tradición europea, que había logrado en el siglo XIX hitos de gran madurez.
El historiador y crítico italiano Mario de Micheli sostiene que:
No era un capricho ni una excentricidad ni una extravagancia lo que guiaba a los artistas modernos sino toda una serie de graves motivos. Cuando asumieron tonos de escarnio y eligió la vida del juego, de la mixtificación e incluso del cinismo, en ello encerraban graves razones. Escandalizar al burgués, gastarle bromas pesadas, ponerle la zancadilla al filisteo, poner en la picota al bien pensante, reír en los funerales, llorar en las bodas, fue una práctica común de los artistas de vanguardia. El gesto de Max Jacob que pintaba cuadritos infantiles sirviéndose de desagradables materias fisiológicas para luego venderlo a los turistas ricos, no carecía de una lógica historia propia (De Micheli, M. 1983. «Las vanguardias artísticas del siglo XX», p. 69).
No debe extrañar entonces su identificación con los desposeídos en medio de una interioridad densa, casi sin el aire que caracterizó a pintores de ascendencia judío sefardita con los que entabló amistad en París, donde eran sus vecinos en el barrio Vaugirad; Marc Chagall y, sobre todo, Chaim Soutine.
Tras conocer a Constantin Brancusi en 1909, Modigliani se dedicó completamente a la escultura hasta 1914 cuando volvió abruptamente a la pintura, centrándose en la figura humana. En este sentido, el marchante Paul Guillaume animó a Modigliani, alquilándole un estudio en Montmartre y promocionando sus pinturas en los círculos artísticos y literarios parisinos.
Se conocieron a través del poeta Max Jacob (1876-1944), quien ya había presentado al artista a una de sus compañeras, la poeta inglesa Béatrice Hastings (1879-1943). Más allá de los aspectos comerciales de su relación, la poesía fue precisamente lo que los unió.
Guillaume, a través de sus relatos, ofrece el retrato de un Modigliani más íntimo con el que compartía afinidades artísticas y literarias. El interés común por el arte africano era evidente. Ambos hombres fueron igualmente sensibles a la literatura y la poesía.
En este sentido, Guillaume recuerda que Modigliani «amaba y juzgaba la poesía, no a la manera fría e incompleta de un profesor universitario, sino con un alma misteriosamente dotada para las cosas sensibles y aventureras».
En su manera bohemia de vivir y crear Modigliani se hizo eco de la poética del francés Arthur Rimbaud, en la que desesperación y la protesta se funden en una voluntad autodestructiva. Lo comprendemos mejor a leer su famosa «Cartas del vidente» publicada en 1871:
El poeta se hace vidente a través de un largo, inmenso y razonado desorden de todos los sentidos. En todas las formas de amor, de sufrimiento y de locura se busca a sí mismo: consume en sí todos los venenos para no guardar más que su esencia: inefable tortura, en la que necesita de toda la fe y de toda la fuerza sobrehumana y en la que se convierte en el mayor enfermo, en el mayor criminal, en el mayo maldito de todos, y en el supremo sapiente.
Su actitud romántica ciertamente deviene en adicción que tempranamente le pasa la factura dando pie a fábulas y mitos literarios demasiado sugerentes para ser ignorados, pero que esconden su autenticidad como un pintor un tanto delicado y femenino, pero firmemente definido en su lenguaje plástico que transita poéticamente desde la ironía al afecto, desde la simpatía al amor, a través de un estilo figurativo reiterado en cada cuadro sin perder la serenidad.
El escultor que pintaba
Entre 1910 y 1914, la escultura, como ya apuntamos, fue su principal preocupación; produjo tantas obras en piedra como sobre tela. Cuatro de las 25 esculturas que se cree que creó durante estos años figuran en la muestra, custodiando y ocupando un espacio especialmente construido para ellas en la sala temporal.
No hay nada en las pinturas y dibujos que nos prepare para el silencio y el carácter sobrenatural de las cabezas de piedra de Modigliani. Desde el principio, sus pinturas al óleo huelen a ciudad, a humo y vino, a cafés y habitaciones pequeñas y cerradas. Pasar de las pinturas a las esculturas equivale a ingresar a un café en Montparnasse y salir por un templo budista camboyano.
Modigliani estaba realmente dotado para la escultura. Su sentimiento por la textura y el volumen y, sobre todo, por la línea, y su creencia en el potencial ritual del arte, pueden haberlo hecho más apto para la escultura que para la pintura.
En una de las cabezas de estilo oriental exhibidas hay un equilibrio casi perfecto entre la dureza de la textura, la severidad de la imagen frontal y la elegancia de la línea.
En otras dos cabezas unas pocas líneas son suficientes para despertar la piedra, para crear la sensación de algo dentro de la piedra esperando nacer. No en vano buscó en la escultura algo más allá de sí mismo que trascendiera el momento ya que trataba de abrirse paso bajo la influencia de Brancusi.
«La belleza es equidad absoluta» dijo Brancusi, siguiendo a los filósofos estéticos del siglo XVIII como Nicolás Boileau para quien «solo es bello lo verdadero», lo que aplicado a la escultura suponía la concentración de las formas reduciendo el objeto a su esencia orgánica.
El método del escultor rumano, con su detallada búsqueda de simplicidad, llevó a cierta clase de refinamiento elegante que Modigliani supo asimilar en sus pinturas.
Se han ofrecido varias explicaciones sobre la decisión de Modigliani de abandonar, en 1914, su compromiso con la escultura, entre ellas el peligro que el polvo de piedra representaba para sus frágiles pulmones.
Cualquiera que sea el motivo, la decisión fue una de las más trascendentales que tomó. El crítico de arte Michael Brenson ha preguntado sobre este particular:
¿El costo de continuar habría sido tan alto como el precio que pagó por detenerse? La cuestión esencial aquí puede ser no tanto el talento de Modigliani para la escultura como la disciplina que le impuso tallar en piedra («New York Times», 16/08/1981).
Trabajar de forma intencional y continua a partir de un modelo interno en la piedra en lugar de un modelo sentado frente a él en el estudio lo obligó a buscar más allá de una impresión, un parecido o un estado de ánimo. La talla en piedra no toleraba la impulsividad y el ensimismamiento a los que en cualquier momento estaba dispuesto a rendirse. Las pinturas, en cambio, solían realizarse en una sesión o en un día. A menudo esto se transformaba en una pasión. Cuando la pasión se volcaba por completo hacia la obra en mano, esta dejaba de interesarle, por ello se demandaba pintar incansablemente obra tras obra.
Al volver a pintar a tiempo completo, Modigliani pudo crear y experimentar con el volumen y proporcionar un tratamiento complejo y unificado de la superficie.
Los cuadros de 1915 en esta exhibición se encuentran entre los más interesantes que pintó. En los retratos de Paul Guillaume, Max Jacob y Béatrice Hastings hay una disposición, una frescura y un sentimiento de posibilidad que nunca vuelven a estar presentes en el mismo grado en su obra. Estas son las obras de alguien que está a punto de lograr algo importante.
El retrato de su primer marchante Paul Guillaume (a pesar del mito, Modigliani tuvo varios patrocinadores), testimonia una arrogancia nerviosa, la cabeza inclinada hacia atrás y la mano enguantada agitando fastidiosamente un cigarrillo. La gramática básica de óvalos, arcos, labios en arco de Cupido y narices circunflejas está presente.
Más de un centenar de cuadros, unos cincuenta dibujos y una decena de esculturas de Modigliani pasaron por las manos de Paul Guillaume. Esta cantidad revela el involucramiento del marchante en la promoción del artista y su gusto personal por las obras de Modigliani.
La exposición presenta retratos de figuras clave del período parisino, modelos desconocidos y conjuntos de retratos de las mujeres que compartieron la vida del pintor. Hay ciertamente importantes omisiones como la tensa imagen de Jean Cocteau, en la época de su colaboración en la danza con Diaghilev en 1916, una brillante concatenación de triángulos, afilados como una hoja como su elegante tema. «No se parece a mí», comentó Cocteau, «pero sí se parece a Modigliani, que es mejor».
No quiso decir que se pareciera al propio artista, cuyo hermoso rostro parece sacado de fotografías y el video que acompaña la muestra sobre los distintos lugares en que produjo Modigliani sus obras. Cocteau hablaba del lenguaje de Modigliani, de sus contornos alargados y de las gradaciones tonales tomadas de Cézanne. Escribiendo en 1959, unos 40 años después de que ambos se hubieran codeado en los cafés Montparnasse de París, llamó a Modigliani «el genio más simple y noble de esa época heroica».
El italiano fue famoso por su rapidez: pintó al escultor Lipchitz y su prometida en dos rápidas sesiones, de modo que Lipchitz lo invitó a trabajar más tiempo para obtener mayores ingresos; esas líneas de lazo son tan rápidas y virtuosas como parecen.
Se destacan especialmente con los desnudos, esos diagramas de belleza rosa y ocre, menos eróticos que suavemente curvilíneos. Es en ellos y sus retratos de madurez donde mejor se reflejan las características de su estilo personal y sentido de la belleza.
La línea se modula en sus desnudos para evocar una sutil inquietud y erotismo estetizante que se unen a una ondulante voluptuosidad formal. La intensidad de estas obras viene del uso de los rojos en los cuerpos mórbidos y cálidos. Uno de sus más conocidos desnudos Nu couché pintado al óleo entre 1917 y 1918 confirma esta lectura en la muestra.
Modigliani empezó a pintar desnudos en 1916, cuatro años antes de su muerte. Pintó 25 de ellos en un año mostrando figuras que evocan una intensa sensualidad femenina y rompiendo de paso algunos tabús durante su primera y única exposición individual en la Galería Berthe Weill en 1917 que fue clausurada por la policía parisina aduciendo «ofensa contra la decencia pública». Por cierto, no vendió ninguna de las obras en esa fallida exhibición.
Hoy por hoy, sin embargo, estas son sus pinturas más reconocibles y están claramente emparentadas con las representaciones renacentistas y las pinturas de los salones del siglo XIX, con préstamos estéticos del arte cicládico y africano, que las curadoras han incluido como referencias didácticas en el recorrido de la muestra.
Fuentes del estilo personal
Entre 1915 y 1920, encuentra su estilo personal con base en característicos manierismos que evidencian su deuda con Brancusi como figuras alargadas, ritmos curvilíneos, y colores ocres o terrosos y otras influencias ya citadas como parte de su ecléctico autoaprendizaje.
Entonces sus pinturas empiezan a ser «modiglianis». Alrededor de 1916 comenzó a hacer las figuras con las que estamos más familiarizados, las que cuelgan de las paredes de los dormitorios universitarios y se extienden en las mesas de café y en los anaqueles de las librerías.
Un Modigliani típico es alargado, elegante, ligeramente descentrado, mayormente frontal, con una cara ovalada ligeramente inclinada hacia la izquierda o hacia la derecha, a veces viendo, a veces con los ojos cubiertos por una especie de película.
Sin embargo, hay un compromiso en este artista con lo que significa y de qué está hecha la humanidad que explora reiteradamente mediante sus serenas figuras elongadas con ojos sin pupilas que justificó diciendo: «Cuando conozca tu alma, pintaré tus ojos».
El estilo de Modigliani se afirmaba en la tensión entre las convenciones estáticas, hieráticas y simétricas de la frontalidad y las convenciones móviles, expresivas y asimétricas del retrato tradicional. Casi todos los retratos son básicamente frontales; es decir, las figuras están más o menos centradas y los rostros y torsos son aproximadamente simétricos y paralelos al plano del cuadro.
En el retrato de 1918 de su marchante Leopold Zborowski, el efecto esencial es el de frontalidad, pero esta se ve modificada por la posición del modelo a la izquierda del centro y por la asimetría de los ojos, el cabello y los hombros.
La frontalidad crea una sensación de distancia, de dureza, de autoridad; las modificaciones alivian la severidad lo suficiente como para crear la impresión de alguien que no es tan inflexible, que dentro de su duro exterior tiene un grado de suavidad y preocupación. El equilibrio de los elementos asimétricos, sobre todo por las correspondencias entre las líneas y colores de la figura y las líneas y colores del fondo, da a la obra su vida pictórica.
La tensión entre lo hierático y lo expresivo puede, de hecho, justificar comparaciones entre la búsqueda y la afirmación del estilo. A modo de ejemplo, el escultor Alberto Giacometti afirmó un estilo personal, pero lo uso para ir más allá de este. En cambio, Modigliani al no explorar completamente lo que tenía, a lo mejor nunca supo realmente su potencial.
Al servicio del momento, su estilo se convirtió en una fórmula. Al convertirse en fórmula, el siempre precioso equilibrio en su obra entre lo abierto y lo cerrado incidió pesadamente del lado de este último. Al acercase el fin de su vida, las pinturas se vuelven cada vez más inertes y herméticas.
En el óleo Joven aprendiz sentado realizado entre 1918 y 1919, presente en la exhibición, y en el Autorretrato de 1919, las superficies son pulidas y sin costuras, y las expresiones de los rostros son inalcanzables porque, como afirma el investigador De Micheli, son parte de una suerte de expresionismo hecho con base en «una especie de quemazón interior —secreta pasión— que, al trasladarla al cuadro, él encierra en una sutil envoltura estilística» (De Micheli, M. 1983. «Las vanguardias artísticas». p. 141).
Desde su lugar en medio de la muestra, la escultura arroja luz sobre todo lo que la rodea. Las cabezas y los pocos dibujos relacionados aclaran las pinturas y las cuestionan. Las esculturas dan interés al trabajo de Modigliani y exponen su fragilidad e incompletitud.
Podemos ver el resultado de cierta búsqueda, que nos da una idea clara de lo que Modigliani era capaz de hacer, pero que ceden al gusto tradicional por la deformación: el estrechamiento de la figura, los largos y delgados cuellos, los hombros estrechos y caídos, y la nitidez del dibujo que denuncia una intencionalidad expresionista que se ufana de su elegancia y de su delicada cadencia.
Ni tan maldito
Más que todo, Modigliani fue uno de los «pintores malditos». Se creó y se destruyó al mismo tiempo. Su devoción por el arte fue de la mano con el consumo incesante de drogas y alcohol que lo dejó físicamente agotado e indefenso ante la tuberculosis que lo perseguía desde niño.
Cuando la enfermedad de los románticos finalmente se apoderó de él, tenía 35 años y su obra finalmente comenzaba a adquirir reputación. A finales de 1919, en un sórdido estudio de París lleno de botellas de vino, Amedeo Modigliani pintó un melancólico retrato de su amante de 21 años, Jeanne Hébuterne. Unos meses más tarde, el 24 de enero de 1920, el empobrecido artista murió de meningitis tuberculosa.
La noche siguiente, Hébuterne, embarazada de ocho meses de su segundo hijo, se lanzó por una ventana desde el quinto piso del atelier que compartían.
Durante la corta y difícil vida de Modigliani, el precio habitual de sus elegantes y extrañamente distorsionadas pinturas era de menos de 10 dólares, y los interesados eran pocos. El propietario del inmueble donde habitaba y trabajaba confiscó parte de su trabajo para cubrir el alquiler pendiente utilizando las telas que encontró para remendar colchones viejos. Pero, en noviembre del 2004, un postor anónimo pagó 31.3 millones de dólares por el retrato de Hébuterne a la casa de subastas Sotheby’s en Nueva York y desde entonces los precios de sus obras no ha cesado de incrementarse.
Es cierto que nos podemos acercar a la su obra buscando qué mito ilustran, o tratando de encontrar detalles que nos permitan hacer pronunciamientos fatuos sobre su bohemia. Las obras, sin embargo, son las que cuelgan en las paredes de museos como L’Orangerie. Que Modigliani conserve o no su posición privilegiada en este y otros museos dependerá únicamente de la obra que es el objeto principal de nuestra crítica retrospectiva.
Por ello, es importante recordar al aproximarse a la obra de Modigliani no encontramos ambición alguna por la fama, aunque sí un profundo desapego por el mundo y una ternura difícil de falsear hacia los sujetos de sus representaciones. Lo que emerge con resiliencia de una obra a otra es su capacidad de amar el medio pictórico y a quienes conoció y perpetuó en sus obras transformándolos en «modiglianis».
Una de las muchas ironías en la corta carrera artística de Modigliani es que una vida tan torturada pudiera producir una obra tan serena como impenetrable. Ciertamente, su arte logró salvar el abismo estilístico entre la pintura clásica italiana y el modernismo de vanguardia, pero terminó consumiéndolo en una constante reiteración estilística y poética rayana en la fórmula, pero que es indiscutiblemente propia.