El agua podría ser el tiempo ancestral fluyendo en la Tierra, poniendo en circulación nuestro cuerpo planetario en su espacio, al ser inundados. Llegar a sentir lo común en su origen y al cruzar, encontrar el futuro desde la raíz en la otra orilla. La lluvia aunque pudiera parecer desprenderse del cielo como si de un maná se tratara, jamás ha sido un regalo sin causa. Es cosecha, razón de un sinfín de brotes, lazadas con los bosques, amasando el círculo terreno en lo sagrado.
Humedad en todos sus estados, venas licuadas, heladas o evaporadas conformando las grietas de lo ancestral al proyectarse desde las primeras fuentes. Luego nubes que revierten lo soñado porque quieren edificar, regar o sembrar renacimientos con semillas.
Por estas vías del agua nuestras vidas confluyen en afluentes, todo en su fractal, individuándose a la vez de forma estelar, en cada copo después del silencio que se posa en la nevada. Todos los flujos conforman engranajes, fugitivos, el fluir de la vida que no quiere interrumpir su curso. Si lo hiciera moriría, rompería con todo lo que sostiene más allá de su cauce.
El corazón de todo manantial es volcán y su agua, se atomiza desde otro fuego anterior. El azul que se esconde en los mares fue antes lava primaveral, emergió del ardor de otra luz emancipada. Las fuentes, repletas, emanan en una evolución cíclica constante. Abundantes e infinitas nos bautizan: yo soy tú, para no dejar de ser. Al comulgar con este agua renovamos las palabras con sus formas, lo renovamos todo. Cada vez más, al fluir, nos sanamos y purificamos si así lo disponemos al andar, para volver a empezar a cada instante, sedientos. La transparencia de este fluir es literatura, porvenir abriéndose en flor.
El cuerpo de nuestro cuerpo es amniótico, agua que nos une en común, al planeta madre y a sus grietas, entre el pubis y la miel que alimentan.
Pero los ríos ahora se secan, aullando austeros, descamando la piel del mundo desde un cambio que no es solo del clima sino de nuestro ser, al dejar de ser humanos. El grito que reclama hilar consciencia con todas nuestras filas y con las nuevas prendas para crear soldados permeables a otra sed.
El río Colorado se ha vuelto gris. El río Yangtzé ya no quiere existir en China. El río Rin ha suprimido su origen alpino. En el río Po aparecen bombas del pasado, posos de otras guerras, muerte latente en los fondos que vaciados quieren resurgir. El río Loira ya no puede garantizar el agua para enfriar las cuatro plantas de energía nuclear, infiernos que no van a dejar de arder a lo largo de su cauce. El río Danubio ha dejado de bailar y ya no visitará los conciertos en el primer día de cada año, como tradición disciplinaria, para recomponer un orden caduco cada vez.
Los lagos están quebrando sus espejos, una implosión desde el vacío. El alma acorralada sin reflejo, sin poder lubricar la quietud que ancla su esencia dentro, antes de los velos.
Los manantiales quieren devolvernos a la otra juventud, para cerrar los círculos y poder permanecer en el giro de su propio movimiento, el agua mutando hacia sus fuegos más adentro, sobrepasando los hielos anteriores a la piel del magma. Los manantiales quieren despertar el otro volcán, cristalizar la pasión en la lava y brotar, para conservar bajo el tiempo las semillas del barro.
El mar se petrifica y las ballenas ya no pueden soñar con esta luz enquistada. Su inquietud ha destapado las rocas sedientas de sal para morder el escozor.
Y la saliva que ya no besa, recitando alabanzas a los pájaros, cuando bebían entre las manos, abiertas sin jaulas ni temor.
Y los hielos duelen, al proteger la exaltación de la memoria en sus espacios prietos, que ahora se derriten abrumados, contrayendo nuestros poros y agrietando la tez ahogada en un frío que tabula y arrasa.
Habiendo perdido el sentido común de la historia se disuelven los relatos en las aguas, definitivamente en los mares. La evaporación de la memoria desea condensarse nuevamente en otras nubes, para fertilizar este nuevo mundo, aunque ahora las lluvias broten ácidas, al resbalar desde este presente sin sus alas.
Confundidos, sin los sueños de luz acuática, nos estamos confinando en otro neón artificial. Una nueva luz babélica promete al ser humano un estado de extinción, empujando desde su ilusión abducida. Una clepsidra se ha formado para romper el agua que penetra los mantos, secar incluso el llanto al taponar la tierra desde los poros y agrietar los campos para parasitar su raíz. Polvo, desierto, la muerte del cuerpo de la diosa.
Gaia en el alma humana.