Estaba en un bar de Albissola Marina, en Liguria. Fue allí donde Ansgar me presentó a Anita, una mujer llamativa, extravagante, con largas uñas de rojo fuego, henchidos los dedos de anillos y exhibiendo pendientes y collares de tamaños tan variados como coloridos. Era la ama de llaves del pintor Wilfredo Lam, uno de los últimos maestros, junto con Roberto Matta, de la pintura surrealista.
Cubano de nacimiento, Lam, al igual que Matta, se fue a vivir a París, haciendo de Albissola Marina, en Italia, su lugar de trabajo y de vacaciones. La fecha clave es la de 1964, año en el que monta un estudio en su nueva casa de Albissola al tiempo que establece relaciones con numerosos escritores y artistas. Su obra ha sido expuesta, comentada y celebrada en numerosas muestras y retrospectivas de importancia internacional.
Anita, de origen mapuche, se mostró extremadamente amable y simpática cuando supo que yo era un compatriota, llenándome de besos y abrazos como si fuese su hijo.
Ansgar era sueco y vivía en Albissola, por lo que allí nos desplazamos para hacerle una visita. De joven, había formado parte de CoBra, un grupo artístico nacido en París en 1948 e inspirado en la experiencia del denominado Surrealismo Revolucionario. Su pretensión era la de combinar dicho arte revolucionario con un compromiso político y social de clara impronta marxista.
En Albissola tropezamos con Juan Andrés, hijo de Ansgar e Inés Carmona, la inolvidable Inesita, cantante y actriz chilena. Qué tiempos aquellos en los que, en la vieja casa de Via Cimarrra, en el romano barrio de Monti, tenía que ocuparme de Andrés cuando su madre salía de gira.
En su juventud, Anita incluso había sido la chófer del microbús utilizado por Violeta Parra para desplazarse por la ciudad durante su incursión parisina, finalizada con la exposición de sus arpilleras y bordados en el Louvre.
Cómo había llegado Anita a Europa es algo que nunca alcancé a saber, pero lo cierto es que se movía por este lado del Atlántico como si aquí siempre hubiese estado su casa.
Desde los años treinta, con el futurismo, Albissola Marina se había ido convirtiendo en un destino privilegiado de artistas, literatos, coleccionistas y galeristas procedentes de todos los rincones del mundo. Luego, a partir de la década de los cincuenta, se fue incorporando un selecto grupo formado por Lucio Fontana, Asger Jorn, Aligi Sassu, Enrico Baj, Sergio Dangelo, Corneille, Sebastian Matta, Wilfredo Lam y algunos más.
Me impresionó especialmente el muro de las tabernas del lugar, con servilletas enmarcadas que mostraban pequeñas obras de los artistas más importantes del siglo pasado. Alguien me contó que era costumbre ofrecer, a muchos de estos artistas, una mesa a la hora de la comida, o de la cena, con la promesa de entregar al final del día una de estas bellísimas muestras de improvisada creatividad. ¿Pintura culinaria?
Me pasaba todo el tiempo intentando descubrir de quién era una especie de diseño rojo, o tal vez un paisaje desolado, aquellos colores sin forma, aquellos delirios de más allá formados por rastros y nebulosas. Usando tonos violentos en su gesto y en su cromatismo, conseguían hacer del lienzo una pura idealización de la realidad. De hecho, la mayoría de las obras se caracterizaban por un experimentalismo espontáneo que favorecía el regreso a un arte primitivo y a un estímulo infantil.
Por entonces, yo tenía 22 años. Mi visita exploratoria sirvió para crear un diálogo con un artista local y poner los mimbres para la realización de una muestra poética-visual donde, por vez primera, me atreví a hacer una incursión por un terreno compartido entre las artes poéticas, culinarias y políticas.
Esta era la receta:
Ingredientes:
Una porción de buena voluntad, extracto de honestidad; un poco de polvos de conciencia; una cierta inteligencia, un poco de visión futurista; un trocito de unidad y unas gotitas de acuerdos básicos.
Preparación:
Se toma el trozo de unidad y se corta a pedacitos, luego se echa a freír todo en un gran sartén, tapándolo bien para que no se escape. En un molde aparte se baten la conciencia y la visión futurista, agregándole de a poco la buena voluntad y la inteligencia. Cuando esté bastante espeso se estimula esta alianza con unas gotitas de acuerdos básicos, tratando de que no salgan a flote los rencores. Con mucha prolijidad se enderezan las coberturas; y haciendo una limpieza general/izada se revuelve todo.
Si quedara un poquito ácido, añadir una pizca de paciencia, esto evitará eventuales síncopes. Luego se trata de no poner cara de suficiencia y de servir calentita.
Recuerdo las palabras que Ignazio Delogu, amigo, pronunció ese día en el abarrotado evento. «Arévalo», dijo, «es un poeta militante. Milita en el exilio, lo que para él cobra sentido desde una doble condición. Condición real, sin duda, y con esto me refiero a su significado político; además, sin dejar de ser real, pero ciertamente más complejo y probablemente también más doloroso, [exilio] entendido como extrañamiento forzado, distancia necesaria y confrontación de y con uno mismo, de y con los demás.
Bajo esa única premisa, por lo demás, la poesía acepta ser alcanzada, captada y determinada a un orden y disposición en forma de esquemas, que son los versos, que antes de nada son memoria y recuerdo. Militante de y en la poesía, poeta militante, por ende (pero la inversa puede resultar incluso superflua). Lo que cuenta es la consciencia, la responsabilidad que Antonio siente, y asume, de ser poeta. No le falta tampoco el gesto desafiante, provocador, del espadachín y mosquetero que es, también de bailarín filiforme, y que quisiera seguir siendo en toda hora y lugar. Solo que la provocación, más que hacia afuera, se dirige hacia dentro, hacia sí mismo».
«Estos juegos de palabras, esta especie de calambur que remiten a una vanguardia atemporal y se distancia (¡oh, afortunados vosotros, los mosqueteros modernos!) de los modelos recientes y pasados (y Chile podría ofrecer varios de ellos y todos capaces de aplastar a todo aquel que se atreviese, etc.) representan un duro ejercicio de razonabilidad y racionalidad, el rechazo al recurso fácil en el ámbito poético, pero también en el político e ideológico. Un desafío más bien payasesco, a lo clown, que se lanza contra uno mismo más que contra el resto. Y, por eso mismo, amargo. Doloroso e inquisitivo. Porque más allá de cualquier resultado, la cuestión del regreso —para él mismo más que para los otros— queda registrada en la misma página».
«No a fin de cumplir con el ritual más bien retórico de descargar las maletas de un avión o de un tren, sino con vistas a subir nuevamente a bordo de ese verdadero bergantín (y si es pirata, mejor) del cual Antonio, a fin de cuentas, nunca se ha bajado, que representa el Chile de la lucha por la libertad y por la democracia, pero también el de la imaginación y la fantasía desbocada».
Cerré el evento con una reflexión final:
Si Pinochet no hubiera existido, Cristo hubiese muerto de vejez.
Estábamos en Spotorno (Savona) y era diciembre de 1980.