Entonces sutilmente de una jugada a otra, y aunque pareciera que nada hubiera ocurrido en el tablero, la situación es otra, la realidad ha dejado de operar según las normas corrientes para dar paso a otra dimensión, el tiempo se transforma en tiempo mental, y la estructura de nuestra vida cotidiana se ha transformado en una estructura de pensamiento puro, de imaginación en sí. En resumen, toda partida de ajedrez puede corresponder a un poema, bien o mal planteado, bien o mal construido.
(Braulio Arenas en ‘El juego de ajedrez o Visiones del país de las maravillas’, 1966)
Un cronista sintetizó así el logro de Braulio Arenas: “El cambio de estrategia la comprendió bien Braulio Arenas: el poeta surrealista pasó de partidario de Allende a defensor de la dictadura. Y celebró el golpe que puso fin al ‘reinado de la Jap/ con largas colas por doquier, / banderas rojas por doquier'. Logró su premio en 1984.
Braulio Arenas nació en La Serena, en 1913, ciudad donde transcurrió gran parte de su infancia. En 1929 la familia se trasladó a Santiago donde Arenas descubrió el mundo del ajedrez y su fascinación, entre matemática y lúdica. Este juego de reyes, como se le llama, ejerció una marcada influencia en su literatura; podríamos decir que sus primeras visiones surrealistas nacieron desde el tablero blanquinegro. En 1966 editará el poemario El juego de ajedrez.
En esos años, una corriente literaria tuvo gran influencia en los poetas jóvenes, el Runrunismo, promovido por Benjamín Morgado, que será un antecedente de grupos posteriores; y aunque Arenas no llegó a tener contacto con sus miembros, siguió con interés su evolución.
Braulio Arenas hizo sus estudios secundarios en la ciudad de Talca, a partir de 1932, en el Liceo de Hombres. Allí conoció a Enrique Gómez–Correa y a Teófilo Cid, con los que más tarde fundaría el célebre grupo Mandrágora, que editó la revista homónima entre 1938 y 1941, siendo una de las agrupaciones creativas más influyentes en la literatura chilena de la primera mitad del siglo XX, lo que además certifica el contenido motivador de sus páginas, al que los estudiosos pueden acceder.
Años más tarde, regresó a Santiago para iniciar sus estudios de derecho, los que abandonó luego por la literatura, como lo había hecho antes Vicente Huidobro, a quien conoció por intermediación de Eduardo Anguita. A partir de entonces, se generó una fuerte amistad entre ambos que se mantuvo hasta la muerte de Huidobro. Ese mismo año escribió Adiós a la familia, novela que reescribió varias veces y que es considerada por los críticos y lectores sagaces como su mejor trabajo en dicho género.
Su producción poética es extensa y de gran calidad. De sus poemarios, destacamos: La mujer mnemotécnica (1941), El mundo y su doble (1941), En el océano de nadie (1952), La gran vida (1952), Discurso del gran poder (1952), La casa fantasma (1962), Pequeña meditación al atardecer en un cementerio junto al mar (1966), En el mejor de los mundos (1970), y Una mansión absolutamente espejo deambula insomne por una mansión absolutamente imagen (1978).
También, incursionó en el mundo de la narrativa con las novelas: Cerro Caracol (1961), Adiós a la familia (1961), La endemoniada de Santiago (1969), El castillo de Perth (1969), El laberinto de Greta (Premio Municipal de Santiago de Literatura, 1972), Berenice: la idea fija (1975) y Los esclavos de sus pasiones (1975).
Los merecimientos literarios de Braulio Arenas no estaban en cuestión. Poseedor de una obra maciza, cumplía con uno de los requisitos establecidos en el Premio Nacional: una vida dedicada a la literatura. En efecto, algunos de sus críticos o colegas le reprochaban que “no le había trabajado un día a nadie”. En este juicio surge una contradicción evidente; es decir, los mismos escritores negándole el valor de trabajo al quehacer literario, puesto que esta crítica se refería a trabajos aleatorios de subsistencia que Braulio no había cumplido, aunque se defendía, nombrando algunas ocupaciones que no fueron más que “flor de un día”.
Cabe recordar que, durante los gobiernos del Partido Radical, un puñado de escritores ocupó cargos públicos cuyos beneficiarios nunca ejercieron, pese a que firmaban libros de asistencia y figuraban en las planillas de sueldos. Esto, a mi parecer, habla bien de un Estado que ejerce un mecenazgo, aunque fuere por una vía irregular…
Braulio se defendió de estas afirmaciones, confirmando ser, en plenitud, un “animal literario”:
Se ha dicho, a grosso modo, que yo siempre he vivido en función de la literatura. Esto no hay que entenderlo tan al pie de la letra, pues he tenido trabajos remunerados en oficinas: municipalidades, Vinex (bajo la gerencia de Emilio González), o en una agencia de publicidad, en Buenos Aires.
(La Tercera, 1984)
Pero lo que, con mayor fuerza, y aun inquina, se le reprochó, fue su “vuelta de chaqueta”. Después de haber simpatizado con el gobierno de Salvador Allende, siendo editado por Quimantú, esa gran casa editorial que dirigió el gran escritor costarricense Joaquín Gutiérrez, autor de la hermosa novela Puerto Limón, Braulio Arenas (o “Apenas”, como le llamábamos en los corrillos de la Sociedad de Escritores de Chile) se declaró abiertamente partidario de la Junta Militar. Aquí surge de nuevo la voluntad política ejerciendo su poder para que el Premio recayera en “uno de los suyos”.
No obstante, escritores, críticos y literatos de prestigio avalaron la fundamentación estética del discernimiento de 1984. Sólo quedaban en el aire las críticas a la veleidad política de Arenas… Así, después de otorgado el Premio, Hugo Montes escribe en el diario La Tercera:
Lo que sí puede y debe exigirse es que el galardón se conceda a un escritor de verdad, que haya consagrado su vida a la noble tarea de cultivar la literatura. En este sentido, la decisión reciente del jurado es satisfactoria. Braulio Arenas, desde los años treinta, siendo muy joven, es de verdad un hombre de letras. Discípulo de Vicente Huidobro, cultor de experiencias surrealistas, poeta, ensayista, dramaturgo, autor de cuentos y novelas, tenía títulos de sobra para aspirar al premio que, con justicia a nuestro juicio, se le ha concedido.
(Montes, 1984)