Ernesto González Bermejo se fue demasiado temprano. Tenía 61 años cuando un derrame cerebral lo sacó de este mundo en junio de 1993. Nacido en Montevideo en 1932 ganó un sitial propio en ese Uruguay de grandes plumas periodísticas, de grandes revistas como Marcha y su heredera Brecha, y de grandes conmociones históricas como toda la América Latina sacudida entre los años 60 y 80 del siglo pasado por golpes militares, ensayos insurreccionales y dolorosos exilios.
Lo conocí en Santiago en 1972 cuando se integró al equipo de Chile Hoy, la revista dirigida por Marta Harnecker que acompañó hasta el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 el proceso de la Unidad Popular. Un semanario que en esos años de sueños socialistas fue una expresión de internacionalismo, con los brasileños Theotonio dos Santos y Rui Mauro Marini en el Comité Editor; el portugués Armindo Cardoso en la fotografía; el español Darío Carmona como Editor Cultural; el genial dibujante argentino Oski (Oscar Conti) y el también argentino Julio Huasi (Julio Ciesler) entre los colaboradores, además de los uruguayos José Quijano, los hermanos Daniel y Guillermo Waksman y Ernesto González Bermejo.
En la nota póstuma que le dedicó en la edición del 25 de junio de 1993 de Brecha, Hugo Alfaro, su director, recordó que Ernesto hizo estudios de Derecho en su Uruguay natal y fue sindicalista como empleado del Banco Hipotecario. En 1960, siguió recordando Alfaro, mandó una carta a Aníbal Quijano, el legendario fundador y director de Marcha, criticando el excesivo intelectualismo y poco compromiso de la revista. Una carta que agradó a Mario Benedetti y a Eduardo Galeano, que le ofreció trabajo en el semanario socialista El Sol.
En 1961 Ernesto González Bermejo se trasladó a Cuba, donde vivió diez años, ejerciendo sin cesar el periodismo y «cortando caña cuando era necesario». Trabajó para la agencia Prensa Latina en la central habanera y también como corresponsal en viaje y dirigió asimismo la revista Cuba Internacional.
Partió durante dos años a la Unión Soviética y volvió a Uruguay en 1971, de donde tuvo que salir en 1972 tras el golpe de Estado de Juan María Bordaberry. Desde ahí recaló en Chile hasta que el cruento derrocamiento de Salvador Allende lo lanzó otra vez al exilio, esta vez a Europa. Se radicó por unos diez años en París, desde donde continuó viajando empujado por su vocación periodística.
La contratapa de su libro 4 pasos por el mundo (1992) describe así su trayectoria: «Trabajó para agencias de noticias y decenas de publicaciones europeas y latinoamericanas; recorrió Europa, toda Latinoamérica y hasta se dio alguna vuelta por el Lejano Oriente; entrevistó a presidentes, actores, ayatolas, novelistas y bichicomes (indigentes); asistió a golpes de estado, festivales de cine, guerras civiles, revoluciones y algún retorno a la democracia, como el que lo devolvió a Uruguay en 1985».
Retornó a su patria para integrarse al equipo fundador de Brecha, la continuadora de la mítica Marcha. Ernesto me reclutó en aquellos años como corresponsal de la revista, mientras yo trabajaba para Inter Press Service en Costa Rica hasta 1987 y desde entonces en Chile. Antes, en 1975, tuvimos un reencuentro en Quito, donde yo era redactor de la revista Nueva, de la cual se convirtió también en un generoso colaborador, enviándonos desde París sus extraordinarios reportajes y entrevistas, como la que le realizó a Jane Fonda, cuando la célebre actriz estadounidense regresó de Hanoi y pasó a ser una de las voces más relevantes de la oposición a la presencia militar norteamericana en Vietnam.
También nos brindó su conmovedor reportaje a Georgette Philipat, la viuda del gran poeta peruano César Vallejos. «Como una estela de tu muerte» se tituló la entrevista a esa mujer de 78 años que a los 18 se enamoró en París de «ese hombre extraño de piel morena y facciones aindiadas».
Nueva de Ecuador, Crisis de Argentina, El Nacional de Caracas, Uno más Uno de México, Triunfo y Cuadernos para el diálogo de España y Nouvelles Litteraires de Francia están entre las publicaciones que recogieron la rica producción periodística de Ernesto González Bermejo, cuya carrera recaló finalmente en Brecha.
Nuestra amistad siguió mediada por causas periodísticas comunes y también por identidades políticas y opciones de vida. Vinieron varios reencuentros. En junio de 1987 compartimos en Montevideo, donde me obsequió sus libros Las manos en el fuego y Revelaciones de un cronopio. El primero, una magistral narración construida tras 90 horas de narraciones y 1.200 carillas de documentos, textos especiales y cuestionarios con David Cámpora, un preso político de la dictadura uruguaya, militante tupamaro, que desde abril de 1972 a diciembre de 1980 estuvo en el tristemente famoso penal de Libertad y calabozos del interior de Uruguay.
Las manos en el fuego es uno de los ejemplos mayores de la llamada narrativa de no ficción latinoamericana, no solo por el gran trabajo periodístico llevado a cabo por Ernesto, sino también por la calidad literaria que destilan sus 281 abigarradas páginas. Un texto, en su género, comparable a la Santa Evita de Tomás Eloy Martínez.
Ernesto entabló en París cercanas amistades con intelectuales latinoamericanos como Jorge Enrique Adoum, Roberto Matta y Julio Cortázar. Revelaciones de un cronopio, como es fácil colegir, es la recopilación de extensos y sabrosos diálogos con el autor de Rayuela.
Hilary Sandison, cineasta británica que en sus inicios trabajó con Monty Python en La vida de Brian, fue la última compañera de Ernesto González Bermejo. Con ella viajó a Chile en diciembre de 1992 y nos dejó como regalo su último libro 4 pasos por el mundo, que lleva como subtítulo Venturas, aventuras y desventuras de un periodista uruguayo.
Es una recopilación de crónicas, entrevistas y reportajes por donde transitan personajes de la talla del Che Guevara, Fidel Castro, Regis Debray, Costa Gavras, Atahualpa Yupanqui, Salvador Allende y el comandante sandinista Omar Cabezas, entre otros.
Para mí, el reportaje más notable de esta recopilación es Huayanay: viaje a una justicia remota, que trata de un ajusticiamiento en los remotos Andes peruanos de una suerte de hampón local, en una práctica ancestral que rememora Fuenteovejuna. Ernesto, que no era un cómodo periodista de escritorio, trepó hasta los parajes andinos a más de cuatro mil metros de altura para cubrir el juicio a la comunidad y escribir un texto notable, que durante años usé como parte de la bibliografía en mis clases de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.
Dedicó 4 pasos por el mundo a toda nuestra familia, mi esposa Annie y los hijos Sebastián y Mateo, con una referencia especial a este último a quien apodó Miguelito Parabólico, en alusión al personaje de Mafalda y al interés que mostraba por la actualidad mundial. Esto fue en diciembre de 1992. «Los esperamos el año que viene», escribió al final de la dedicatoria, ya que habíamos prometido devolverle la visita en Uruguay.
Pero en febrero de 1994, en pleno carnaval montevideano, solo fuimos recibidos por Hilary. Ernesto había fallecido imprevistamente ocho meses antes.
La antesala de su muerte fue tal vez amarga. Hizo un viaje a Cuba y escribió en Brecha punzantes reportajes sobre la vida en la isla tras la disolución de la Unión Soviética, con descripciones descarnadas de la crisis económica que les llegaba a los cubanos de la mano del hambre. Sus críticas al gobierno y al Partido Comunista cubano desataron polémicas internas entre los periodistas y colaboradores de la revista. No faltaron, obviamente, los burócratas, los sectarios y los oportunistas que lo atacaron con fáciles descalificaciones.
Fueron reportajes escritos con compromiso y dolor, que a la postre resultaron premonitorios, ya que en alguna forma anticiparon el impacto del «período especial en tiempos de paz» y sus secuelas en la vida de los cubanos, que duran hasta hoy.
Ernesto González Bermejo no pudo dar esa pelea hasta el final. En su lecho de enfermo mantuvo su proverbial buen humor. «Cuando me recupere escribiré poesía, un poema en tres coágulos y un verso libre; lo tengo en la cabeza», le dijo a Hugo Alfaro.