Eran pocos los aventureros que se atrevían a cruzar ese desierto, casi ninguno. «El desierto de la muerte» solían llamarlo. Se contaban historias escalofriantes sobre la suerte corrida por quienes lo habían intentado, y el misterio que acompañaba todos los relatos empañaba cualquier posibilidad de análisis racional.
Se decía también que había riquezas incalculables; aunque no se sabía bien cuánto podía haber en ello de verídico, dado que nadie que lo intentó había vuelto para contarlo. Y si alguien se había hecho millonario, jamás nadie se enteró.
Las últimas avanzadas del ejército llegaban hasta unos pocos kilómetros antes de donde comenzaba el desierto. En el Fuerte Rackliff nadie quería hablar en voz alta de lo que se murmuraba subterráneamente.
William Mc Donald, nacido en Boston en el seno de una humilde familia de inmigrantes irlandeses con dieciséis hijos, ya desde muy joven había salido a recorrer el mundo. A principios del 1800, y más aún para un herrero pobre de Boston, «el mundo» significaba el vasto territorio que iba más allá de la costa este de ese pujante país que ya despuntaba como una futura gran potencia: los Estados Unidos de América. Por tanto, cuando el hijo menor de la familia avisó que salía al mundo —avisó que lo hacía, no pidió permiso—, el viejo herrero comprendió que la sed de aventura, y fundamentalmente de riqueza, había penetrado en su descendiente. ¿Y qué otra cosa podía hacer que desearle buena suerte?
Un amanecer muy frío, con un muy elemental equipaje, su revólver Colt 45 y su Winchester bien aceitado, con diecisiete años William dejó su casa paterna. Obviamente, no se dedicó a la herrería.
Después de casi dos años de las más variadas experiencias donde, así como ganó mucho dinero, también lo perdió sin saber de qué manera, llegando al último poblado anterior al desierto de Mojave —San Death— supo de la historia de las riquezas, y también de los espantos. Esto último no lo alteró, pero sí las historias sobre minas de oro y yacimientos de diamante.
En el Fuerte Rackliff llegó como colonizador, como buscador de fortunas. En ese momento la política de penetración hacia el oeste que impulsaba el gobierno federal permitía y alentaba a todo tipo de aventurero que pudiera ser funcional al proyecto expansionista. Mc Donald llegó como uno más de tantos; aunque la diferencia era notoria: en los años que llevaba el destacamento militar en esa zona, jamás había recibido un loco que quisiera aventurarse solo por esas tierras. Todos, soldados y oficiales, sabían de las leyendas. Se hablaba incluso del fantasma de un dirigente indio muerto años atrás cuando osó hacer lo que ahora Mc Donald se proponía: ir en búsqueda de los tesoros que guardaba el desierto. La osadía del Gran jefe Murciélago Vengador y los pocos hombres que llevó en su expedición fue pagada con una muerte horrenda; su fantasma decapitado, que aparecía las noches ventosas, daba cuenta de ello. Al menos, así decía la tradición. Claro que los oficiales —un poco menos bestias que la tropa, pero solo un poco: a la hora de matar o violar indias eran iguales— no lo creían totalmente. En todo caso, sonreían cuando escuchaban sobre ello. Los soldados simplemente cambiaban de color. De todos modos, ni unos ni otros se atrevían a internarse en el desierto.
—Usted no quiere oír, Mc Donald, pero tiene que escuchar lo que le decimos. ¡Abra sus oídos y escúchenos: mejor ni lo intente! Si se mete en problemas ¿quién de nosotros va a ir en su rescate?— le advirtió el teniente Bush.
William no se inmutó. Solo pidió que se le dejara reposar un par de días en el fuerte para, una vez bien preparado, emprender el viaje. Así se hizo.
Habiendo agregado al Colt y al Winchester una buena dotación de comida seca y aguardiente, más un pico y una pala junto a unos cartuchos de explosivo, un amanecer particularmente ventoso se encaminó con dirección oeste.
—De verdad que parece sordo, Mc Donald. Usted no sabe en la que se está metiendo— fueron las palabras de despedida del teniente Bush. No quiso mirarlo alejar, por lo que después de unos metros de trote corto del joven aventurero, volteó su cara y se internó en el fuerte.
—¡Imbécil este muchacho! Imbécil o sordo— se dijo.
Cuando pasaba por la calle, los niños reían y se mofaban de él.
—Imbécil o sordo— se decían. Los más osados corrían tras de su figura haciéndole burla, gritándole improperios, remedando tocar el piano o el violín. Pero el maestro Ludwig seguía imperturbable su marcha. En realidad, jamás se enteraba que tras de él corría una docena de rapaces fieras riéndose a costa suya. Su preocupación se dividía entre cómo ponerle música a esa obra de Schiller, y la sordera. Lo primero no lo angustiaba; por el contrario, lo animaba cada vez más.
—Debe ser algo tan monumental que bien podría tornarse un himno para toda la Europa. ¿Opera sinfónica o sinfonía operística? No sé, poco interesa. Lo importante es que refleje la alegría, la profunda alegría de la vida. Ya me imagino el tema principal, en tonalidad mayor, por supuesto, con ritmo simple y binario: melodía sencilla y alegre, muy alegre. Tiene que ser un Allegro molto, naturalmente— elucubraba mientras caminaba. La otra preocupación sí lo atormentaba.
De pronto de un carruaje que pasaba cayó un tonel y le pareció escuchar el ruido del golpe; pero no más que eso. Los relinchos del caballo que venía por detrás ya no los sintió.
—¡Sordo! ¡Sordo! Me estoy quedando sordo y nadie me puede curar. ¡Pero tengo que terminar esta obra ante todo!
La Viena imperial de las primeras décadas del siglo XIX era considerada en ese entonces el centro del mundo. Alguna vez, años atrás cuando había pasado serios aprietos económicos, llegó a pensar que tal vez el Nuevo Mundo podía ofrecerle buenas posibilidades. Como músico no le sería difícil encontrar un espacio rápidamente. Pero en seguida desechó la idea: Viena lo ofrece todo, aunque nadie me cure mi sordera.
Cabalgó casi todo un día sin parar, siempre hacia el oeste buscando la caída del sol. La soledad sobrecogedora del paisaje lo dejaba sin palabras. Lo que más le impactó fue el silencio: nunca en su vida había escuchado algo así, escuchar el más completo silencio. La ventisca del amanecer había pasado, y conforme avanzaba el día el cielo se ponía más azul, el sol quemaba más, y el mundo parecía detenerse. En un momento sintió extrañeza. No miedo; en realidad, temerario como era —a sus dieciocho años ya había tenido cuatro duelos, venciendo siempre al primer disparo—, jamás sentía miedo. El paisaje y la sensación de desaparición de la vida eran extraños. Habiendo calmado totalmente el viento, con un silencio que nunca habido conocido antes, sintió la finitud.
Cantó en voz alta, con todas sus fuerzas; quería escuchar algo familiar, algo que no lo impresionara tanto. Pero su voz no le parecía propia.
—¿Será cierto lo del fantasma del jefe indio? ¡Pamplinas! ¡Cosas de indios!
Antes de que comenzara a anochecer decidió dejar de avanzar por el desierto que se le abría ante sus ojos. Le daba lo mismo dirigirse hacia cualquier lado; no sabía dónde podían esconderse los tesoros, así que en el lugar donde se había detenido para acampar, ahí comenzaría a cavar al día siguiente. No había más que pobres arbustos para alimentar al caballo; pero eso no lo preocupaba tanto. Encendió una fogata y bebió una buena cantidad de aguardiente, suficiente como para hacerlo dormir toda la noche. O al menos, eso creía William. Pese a lo cansado que estaba y a la cantidad de licor bebida, no podía conciliar el sueño. El silencio comenzó a espantarlo.
Merced a sus buenos contactos en la corte imperial, le recomendaron al médico más prestigioso de toda la ciudad de Viena, el doctor Flüssig, que también había atendido al Emperador en varias ocasiones. Con pompa un tanto excesiva y evidentemente estudiada, lo recibió dos días después de pedida la cita.
—¡Es un gusto para mí poder atender a uno de nuestros más grandes músicos! Usted dirá, maestro, ¿en qué le puedo ayudar?
Van Beethoven no entendió lo que le decía su interlocutor, pero dedujo que lo invitaba a presentar el motivo de su visita. Con voz queda, entrecortada por la angustia que lo embargaba, habló en forma tan débil que el médico debió pedirle que repitiera lo que decía, tocándose el oído para dar a entender que no había escuchado.
—¿Este también es sordo entonces?—, se preguntó despavorido. —¿Y estará en condiciones de ayudarme?— La cara bonachona del doctor Flüssig lo estimuló a contar nuevamente el problema, aunque sin mayor convicción.
La segunda vez habló con mayor reciedumbre. Entonces vino una andanada de preguntas por parte del galeno que, viendo que su paciente no podía contestarlas —pues no las escuchaba— optó al momento por escribirlas.
Se sorprendió sobremanera cuando se enteró de que el consultante estaba musicalizando la Oda a la Alegría. No lo podía creer, no le cuadraba la situación: un sordo desahuciado alabando la alegría. «¡Increíble!, ¡realmente increíble!», se dijo para sí.
—¿Y por qué decidió ese poema precisamente, maestro?, escribió casi con ingenuidad el doctor.
—¿Acaso los sordos no tenemos derecho a sentirnos alegres también?
En ese instante quiso retirarse, pero una mínima consideración por las reglas de urbanidad le dijo que sería mejor terminar la entrevista, aunque todo le hacía suponer que no le serviría de nada. Unos minutos después, ya en la diligencia que lo transportaba de nuevo a su casa, rompió la receta.
—¡Qué imbécil! ¡Como que un sordo no pudiera sentirse alegre! ¡Qué imbécil! Y si él también es medio sordo…
Cuando amaneció sintió un gran cansancio; había dormido muy mal. No por las condiciones: de hecho, buena parte de las noches de su vida las había pasado a la intemperie, en las montañas, persiguiendo «buscados por la justicia», durmiendo entre rocas y serpientes. Lo que le había impedido dormir era esa sensación de desasosiego que le iba calando cada vez más hondamente.
Por la mañana no había nada de viento, y una vez más el silencio absoluto del desierto lo acongojaba. Para romper esa impresión intentó silbar, cantar; incluso disparó un par de tiros con el revólver. El eco llevó el ruido de las explosiones por las tonalidades más increíbles. Seguramente van Beethoven hubiera sentido envidia de esa composición. Para William todo esto era lo más lejano que pudiera imaginarse respecto a la alegría. Amaba la soledad, le fascinaba. De hecho, con sus dieciocho años y su imagen de aventurero mercenario, había decidido nunca en su vida criar hijos. Él era un solitario por naturaleza. Pero lo que sentía ahora le empezaba a hacer pensar en las palabras de advertencia del teniente Bush: «¿por qué no lo escuché?»
Con un largo trago de aguardiente tomó el valor necesario y comenzó la tarea. Prolijamente buscó el lugar que le parecía más adecuado, colocó los explosivos y tendió unos cien metros de cuerda hasta el detonador en una suerte de pequeña caverna formada por la unión de dos grandes piedras. Allí, debiendo entrar agachado, y supuestamente bien guarnecido de la explosión que iba a tener lugar en lo que esperaba fuera el primer punto donde comenzar la búsqueda de oro, oprimió el detonador.
El ruido se expandió por todo el desierto. Se encontraba en un amplio valle, y las colinas rocosas que se extendían por todo alrededor funcionaron como monumental caja de resonancia. Algunas piedras pequeñas llegaron hasta su improvisado refugio. Esparcido ya el polvo, salió de la cueva y se sorprendió cuando vio a su caballo relinchando despavorido… y no pudiéndolo escuchar.
Lo había dejado bien amarrado a unos cincuenta metros más atrás de las piedras que eligió para protegerse; el animal se había asustado con la explosión y trataba de liberarse de sus riendas. Con sus patas delanteras desafiantes relinchaba con todas sus fuerzas. Esto lo veía William, pero no podía escucharlo.
En un primer momento pensó que sería el efecto normal de un gran ruido: una sordera momentánea que pasaría en unos pocos minutos. Pero no fue así.
Corrió hasta el hoyo que había abierto y comenzó su afanosa búsqueda; al principio ordenadamente, luego casi desesperado, iba arrojando los peñascos esparcidos por la explosión. La sensación fue ambigua: estaba que se moría de la alegría por el tamaño de la pepita de oro encontrada —nunca en su vida había visto algo semejante—, pero al mismo tiempo estaba aterrorizado, pues cantaba a todo pulmón para festejarlo… y no se podía oír.
—Ya se me va a pasar. Se me tiene que pasar, esto es momentáneo—. Volvió a disparar al aire para comprobar si escuchaba. Pero el silencio ante el disparo se lo confirmó en forma lapidaria: había quedado sordo.
Hacía tiempo que no daba conciertos ni dirigía orquestas. No podía. Se había dedicado por completo a la composición; para esto no era necesario escuchar, bastaba la audición interior. Le hubiera gustado seguir su carrera de intérprete, o incluso de director, con las cuales se sentía muy a gusto. Pero las circunstancias de la vida lo habían obligado a adentrarse en este otro campo.
Por supuesto que no le desagradaba componer; era una de sus pasiones, sin dudas. Lo que le atormentaba —o al menos le atormentó al inicio de la sordera— era la imposibilidad de presentarse en público. Hablar con la gente no era algo que le inquietara. En realidad, durante toda su vida hasta los primeros síntomas de la hipoacusia, nunca había sido muy sociable. Con la sordera, su actitud huraña se potenció en forma absoluta. Le preocupaba no poder ofrecer conciertos. Lo demás, no contaba.
En el primer momento de la manifestación de la enfermedad se sintió especialmente angustiado; el mundo se le venía abajo. Luego, en forma bastante rápida, lo fue superando. Se volvió más taciturno que lo que había sido hasta ese entonces, mucho menos conversador —y de hecho ya lo era muy poco—. A lo único que se dedicaba ahora era a componer; y no ante el piano. Componía en cualquier lado, sentado a la mesa, caminando por algún parque, absorto en largos silencios y mirando el cielo.
Había comenzado con la música para los versos de Schiller considerando, en una primera idea, que ese fuera el inicio de la sinfonía; pero luego decidió dejarlos para el cuarto y último movimiento. Según pensaba, eso le daría más magnificencia al conjunto de la obra. Tres movimientos que van preparando el final, y un final espectacular. Nunca había usado coros para una obra sinfónica, y no era un experto operista. En realidad, no le gustaba cantar. Sí silbar. Y con la sordera sucedía algo tragicómico: como no podía escuchar lo que silbaba, y por supuesto seguía haciéndolo, no podía graduar la intensidad del silbido. Por tanto, siempre silbaba en un fortissimo del que jamás se enteraba. Ese era otro de los motivos que movían a la burla a los niños que le conocían. «El viejo loco y sordo que silba tan recio»; eso pasó a ser van Beethoven.
Cuando le hablaban, aunque no escuchaba, pero igualmente viendo que le dirigían la palabra prefería no contestar. No le preocupaba en lo más mínimo pasar por un maniático.
—Ante tanta estupidez de la gente a veces es más alegre no escuchar nada. ¿Me podría permitir decir «¡viva la sordera!» o sería demasiado cáustico?—. Esa pasó a ser su "filosofía", o su actitud de resignación ante lo inevitable.
Inmediatamente comprobó que era inevitable: estaba sordo. ¿Qué más podía hacer que resignarse? De todos modos, él se había internado en el desierto para hacerse rico; y en sus manos tenía la evidencia que lo había conseguido. Lo demás no importaba.
Buscó en torno al enorme hoyo dejado por la explosión y el asombro cada vez era mayor: había pepitas que llegaban a una libra de peso. En no más de una hora de trabajo recolectó una increíble cantidad de oro con lo que llenó las dos alforjas del caballo. Para poder llevar lo más posible, las vació completamente, dejando espacio solo para el oro. Lo único que apartó y guardó en la chaqueta fue una botella de aguardiente.
No cabía en sí de la alegría. Empezaba ya a pensar cómo gastaría tanta fortuna, y cómo haría para sobrellevar la sordera. Y así, rebosante de alegría, emprendió el camino de regreso. Esta vez prefirió no cabalgar de prisa. ¿Qué apuro tenía? Lo que le había tomado un día para internarse, ahora lo haría quizá en dos. Le faltaba una noche en el desierto, para lo cual tenía solo la bebida. Decidió que cazaría algo, si podía; si no, aguantaría un poco de hambre. El Fuerte Rackliff no quedaba muy lejos.
En verdad, si bien le preocupaba, no lo angustiaba tanto sentirse sordo.
—Con dinero todo es sobrellevable—, pensaba. Para realizar todo lo que se le iba ocurriendo que haría a partir de la fortuna encontrada, no era imprescindible oír.
—No me voy a dedicar a la música precisamente.
Durmió bien, no como la noche anterior. Cuando dormía al aire libre —cosa que le era muy familiar— estaba siempre muy vigilante de cualquier ruido. No fue este el caso en esta última noche en el desierto.
—Quizá la última vez que duermo en el descampado. A partir de ahora: buena cama, buen trago, buenas mujeres. Sí señor—. Esta vez durmió con placidez porque no lo preocupaban cercanías molestas, ni de animales ni de bandidos.
—¿Quién va a ser el loco que se atrevería a internar en este infierno?
A media mañana del viernes 7 de mayo de 1824 William Mc Donald regresaba al Fuerte Rackliff ante la sorpresa, y al mismo tiempo la admiración, de oficiales y soldados.
—¿Cómo lo hizo?— fueron las primeras palabras de todos, que debieron serles transmitidas con gestos al sordo William dado que no sabía leer.
—No fui yo quien lo hizo, fue Dios—, se limitó a responder Mc Donald con calma glaciar.
La noche del viernes 7 de mayo de 1824 la Opera de Viena lucía como nunca lo había hecho, y como nunca más en la historia volvería a lucir. Se había dado cita ahí lo más rancio de la aristocracia del imperio, así como embajadores y personajes del mundo político y cultural de toda Europa.
Unos minutos antes de levantarse el telón van Beethoven entró en pánico y prefirió no salir al proscenio. Fueron necesarias las más increíbles súplicas —por supuesto, no verbalizadas— para que finalmente se decidiera. Tembloroso como nunca se había sentido en su dilatada vida sobre los escenarios, debió apelar a un largo trago de coñac para darse el valor suficiente.
Sorprendiendo a un público que colmaba en su totalidad la sala, van Beethoven salió de espaldas y en ningún momento quiso mira hacia atrás. El silencio previo al inicio del Allegro inicial podía hacer pensar en la soledad absoluta del desierto. La parodia salió muy bien. No era él quien efectivamente dirigía la orquesta —solo gesticulaba— sino su discípulo Hermann Ziegel, semi oculto al público pero visible a los músicos. Esto nadie lo supo hasta varios días después del estreno.
La obra sorprendió a todos. Era primera vez que se escuchaba una fuerza expresiva tal, con tanta magnificencia, con un volumen sonoro tan monumental que no podía creerse. Si los tres primeros movimientos impresionaron, el cuarto, con cuarteto de voces solistas y gran coro mixto, dejó definitivamente atónitos a todos. La alegría que transmitía la musicalización del poema de Schiller era euforia, era embriaguez, era la gloria triunfal.
Alguna dama de la alta sociedad estuvo tentada de bailar esa melodía tan entradora, tan pegadiza, aunque, por supuesto, se abstuvo de hacerlo —las buenas costumbres lo desaconsejaban.
Terminada la Novena Sinfonía los aplausos se prolongaron por espacio de diecisiete minutos. Van Beethoven no quiso darse vuelta y mirar al público sino hasta que la súplica con lágrimas en los ojos de la primera viola —Anna Lautenbacher— lo logró. Van Beethoven estaba bañado por la transpiración, producto de casi una hora de dirección efusiva y por un llanto incontrolable que se prolongó hasta la sala de recepción.
Alguien le escribió en un papel: «Maestro, ¿cómo pudo escribir algo así?»
—No fui yo quien lo hizo, fue Dios— se limitó a decir.