Durante el pleno verano, al comenzar a escribir esta nota, cubrían las arenas del Sahara buena parte de los cielos de la costa y zona central de Texas. Justo días antes la temperatura había estado alrededor de los 40o C. Durante esos tres o cuatro días cuando aquellas arenas pasaban por aquí, gracias al albedo producido por las mismas, logrando que un mayor porcentaje de rayos solares retornara al espacio, bajó la temperatura al menos dos o tres grados.

Recién llegado a Texas, la primera vez que vinimos a vivir por estos lares, por allá por el verano del 2005, al quejarme del calor, mi amigo, el entomólogo Freder Medina, quien ya llevaba años viviendo en Texas y estudiaba su doctorado bajo la tutoría del reconocido investigador S. Bradleigh Vinson, me contó una historia que había escuchado y aludía al General Phillip Henry Sheridan (1831-1888). Durante la época de la Reconstrucción (ese periodo entre 1861 y 1865, luego de la guerra civil), Sheridan fue enviado a encargarse de la transición y apaciguar los «focos» rebeldes de Texas y Luisiana. Luego de llegar a San Antonio, un caluroso día de agosto, algo acalorado y con ojos, oídos y garganta llenos de polvo, un periodista le preguntó su opinión sobre el estado, a lo que el respondió algo así como: «… si yo fuera dueño de Texas y el infierno, alquilaría Texas y viviría en el infierno».

Créanme, dos o tres grados menos luego de estar en los 40, hacen una gran diferencia.

Pero volvamos a las arenas del Sahara sobre Texas. Sabiendo de la llegada de estas arenas, mi mente me llevó a ese mágico lugar, uno de mis favoritos, de los varios que he conocido y visitado en varias oportunidades, la península de Paraguaná.

La primera imagen que vino a mi mente fue una escena muy particular de la película Cuando quiero llorar no lloro, basada en la excelente novela del escritor y periodista Miguel Otero Silva (1908-1986). A Victorino Pérez, protagonizado por el versátil actor, locutor y humorista venezolano Orlando Urdaneta, sentado en una tubería de agua en la carretera cercana al pueblo de Santa Ana (creo recordar), le preguntaron de dónde era, respondiendo «… de Moruy…» a lo que su interlocutor comenta algo así como «¡…hay que ver que Venezuela es bien grande!»

Moruy es un pequeño pueblo, al pie del cerro Santa Ana, la siguiente evocación que vino a mí. Esta es una montaña de tres picachos, de los cuales el más alto está cubierto por un bosque nublado, húmedo, con árboles de hasta quince metros de altura, cubiertos de epífitas. El botánico, geólogo y explorador prusiano Gustav Karl Hermann Karsten (1817-1908), quien recorrería buena parte de Venezuela, compartiendo experiencias con el reconocido Karl Moritz (1797-1866), haría el primer reconocimiento geológico de la península de Paraguaná, describiendo brevemente en uno de sus trabajos. Será el explorador y geólogo prusiano Richard Ludwig (1848-1894) quien asciende el cerro en 1887. Sus notas, al morir, son enviadas a su amigo, y compatriota, también geólogo y explorador, Wilhelm Sievers (1860-1921). Este describirá e ilustrará el cerro al detalle (así como al resto de la península). Sievers visitaría la península dos veces, entre el 20 y el 24 de octubre y del 28 del mismo mes hasta del 2 de noviembre de 1892, publicando sus investigaciones en 1896.

El cerro Santa Ana, en las zonas más bajas, tiene una vegetación xerófita. La primera vez que lo vi era apenas un adolescente, más o menos «escapado» de mi casa. Pedí permiso por «unos días» para salir de «expedición» con mi amigo Galo. Sin embargo, nos tardamos más de la cuenta en llegar hasta Punta Cardón y Punto Fijo y devolvernos.

Hoy, escribiendo estas notas, me siento algo «enguayabado». Paraguaná es para mí no solo el cerro Santa Ana, es también (aunque no soy muy amante del mar) las playas de su zona este, Buchuaco, El Supí y las Cumaraguas, pero especialmente Adícora, a donde fuimos varias veces, con amigos, o con mi esposa e hijas (un par de estas veces quedándonos en casa de la familia de la muy querida y siempre recordada amiga Lianette Yépez), el Cabo de San Román, o San José de Cocodite y Montecano, Jadacaquiva, el dulce de leche de cabra con papelón, comprado en cualquiera de los pueblos de la península, pero especialmente el elaborado por la familia Bolívar en Pueblo Nuevo. Los flamencos en la laguna de Tiraya, el tuqueque de Montecano (endémico de la zona), los hermosos chebebes (aunque desafortunadamente ataquen los cultivos de los pobladores), la emblemática tarántula azul (que tuve la suerte de investigar y estudiar in situ con mis amigos Peter Klaas y Dieter Scholz), los llamativos visures de Paraguaná. Las cabras comiendo tunas (un tipo común de cactos) y hojas de cujíes (árboles leguminosos). Las sillas de cardón y carruaja (el primero, cacto columnar, común en la península; la segunda, fibra extraída de ciertas palmas que crecen en los alrededores del cerro Santa Ana). La herencia caquetía en la resiliencia, la amabilidad y la ingeniosidad de los pobladores de la península… y, por supuesto, para entrar a esta tierra mágica, nada más interesante que hacerlo a través de los majestuosos, dinámicos y de alguna manera inhóspitos, médanos de Coro.

…Y digo inhóspitos, ya que una de las historias más tristes de la península tiene como principal protagonista a los médanos, originando un interesante culto religioso, las ánimas del Guasare. Según la leyenda, una sequía prolongada azotó a la península entre 1910 y 1912, ocasionando una gran hambruna. La falta de agua y alimentos obligó a muchos pobladores a huir hacia tierras continentales, cruzando el istmo a pie. Muchos murieron en el intento. Sus almas, aún en pena, deambulan por la zona y protegen a quienes cruzan el istmo. El poeta Eudes Navas nos relata:

El culto a las Ánimas de Guasare se inició hacia 1940 cuando una persona que regresaba de pastorear un rebaño de chivos encontró restos… humanos… desenterrados por los fuertes vientos de entre la arena de los médanos cercanos a Guasare. Luego, uno de los habitantes del lugar construyó en ese sitio un pequeño túmulo de barro donde depositó los huesos para darles cristiana sepultura… luego se corrió la voz del descubrimiento y… la gente… [los relacionó con]… los que fallecieron huyendo de la sequía y la hambruna del año 12… [poco] tiempo [después]… la misma gente… [le atribuyó]… hechos milagrosos a esas almas.

Sin embargo, recuerdo haber escuchado también, una historia algo diferente a la del poeta. Aparentemente, debido a la sequía de 1912, la falta de agricultura u otras fuentes de trabajo obligó a tres hermanos oriundos de Buena Vista a huir hacia la sierra falconiana, por lo que debían atravesar los médanos. A medio camino del golfete, en la población de Guasare, fallece uno de los hermanos. Los otros dos, dejan al hermano a un lado del camino, continuando hasta la población más cercana, donde piden auxilio para enterrar al hermano. Uno de los pobladores los acompaña, sepultando al fallecido. Los hermanos continúan hacia la sierra, y más allá. Encontrarían trabajo, hospedaje y comida. Una vez obtenido algo de dinero, uno de los hermanos regresa a Buena Vista, del otro no se supo más nada. Por esos tiempos, en la zona de Guasare, se encontraron algunas osamentas dispersas. Fueron personas quienes también trataban de huir de la sequía y la hambruna, pero solo una tenía una cruz. Allí se edificaría el pequeño santuario de las ánimas del Guasare.

Durante el Plioceno, hace unos 3 a 5 millones de años, Paraguaná era una isla. Pero a fines de la última era glacial, hace unos 12 mil años, se formó un istmo que la conectó al continente. La costa oriental de la península, y especialmente el istmo, quedarían expuestos a un fuerte oleaje y los vientos. El istmo de los médanos terminaría con una longitud aproximada de 27 kilómetros, y hoy cuenta con unos 5 o 6 kilómetros de ancho. Sin embargo, para 1773, según el obispo Mariano Martí (1721-1792), su anchura, en ciertas partes, era de apenas 1 kilometro, y solía desaparecer en ocasiones. Esta delgada franja de tierra está formada por depósitos de arena sobre una plataforma rocosa y dunas o médanos lo cubren en buena parte. Toda la región oriental de la península es constantemente azotada por los vientos alisios, que vienen del este. Las corrientes del Atlántico, y el mar Caribe, en particular, se mueven también en la misma dirección en la zona.

Cada tres a cinco días, entre el final del verano y comienzos de la primavera, una masa de aire seco y polvoriento, llamada Capa de Aire Sahariana, se forma sobre el desierto del Sahara. Esta se mueve, frecuentemente, en dirección al oeste. La capa de viento y millones de toneladas de arena pueden llegar a extenderse entre 2 y 6 kilómetros en la atmósfera, y cuando es particularmente fuerte, puede recorrer el Atlántico, cubrir buena parte del norte de Suramérica, incluyendo las cuencas del Orinoco y el Amazonas, pero también puede llegar hasta Florida, entrar al golfo de México e internarse en Texas.

En buena medida, los minerales que traen estas arenas ayudan a reponer los necesarios para que los suelos de los bosques neotropicales, lavados por las constantes lluvias, puedan regenerarse. Curiosamente, esos vientos, en más de una oportunidad, han logrado trasladar nubes de la langosta del desierto hasta las islas antillanas y las costas del norte suramericano, incluyendo Venezuela. Igualmente, ese viento seco ayuda a que muchas tormentas tropicales, también originadas en la costa oeste de África, se desaceleren, pierdan fuerza, y no se conviertan en huracanes que eventualmente afecten las islas del Caribe, o parte de Centro o Norteamérica.

¿Pero qué pasa con la arena sahariana que llega hasta las costas de Venezuela? En la costa norte y este de Paraguaná encontramos dunas de arena en persistente movimiento. El istmo que une a Paraguaná con el continente se fue formando gracias, entre otras cosas, a la acumulación de las arenas traídas por los vientos alisios y las corrientes del Atlántico y el mar Caribe. Sin duda, las arenas saharianas, se han mezclado con los sedimentos movilizados por las corrientes marinas, la meteorización de restos de conchas marinas y la erosión de rocas. La notable sequedad y el cálido ambiente paraguanero, así como el efecto constante de los vientos alisios han terminado formando esos montículos de arena que pueden llegar hasta 25 metros de altura, circundados por depresiones, pero que cambian de forma constantemente.

De mis conversaciones con algunos paraguaneros, recuerdo también que alguien llegó a contarme que, si uno acampa o camina de noche por los médanos, escuchará lamentos. Según los lugareños esos son los lamentos de los espíritus de los caquetíos del traicionado cacique Manaure (¿?-1549), quienes vagan sin rumbo y sin descanso entre los brazos del viento.

Notas

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