Aún escucho el relinche de mi paso cuando me veo años atrás, pisando con botas de cuero maduro el muelle de San Miguelito. Los trozos de madera eran tan demolidos como mis sueños por la humedad salina del lago de Nicaragua. Hoy me siento en mi mesita de jardín como si estuviera allí mismo, en el lago asesinado, y miro sin dejar de ver… se me va la mirada de tanto que percibí, se me cae la desazón del ojo y sus rabietas.
Mi lengua hablaba de Dios y los enramares de la fe. Fui a someter ignorancias, siendo la mía, la más doblegada. Yo, una sierva de los captores de la ingenuidad. Tutelada por ese látigo del fanatismo que era tan semejante al quijotismo político que existía. Cuando cayó el muro de Berlín, me jacté de ser protagonista de ese momento histórico. Estaba en los pasillos de la universidad peleando mi candidatura por ser presidenta de esta y lo fui. Con la pasión de siempre, auguraba terminar mi carrera de periodismo, pues soñaba con ser corresponsal en Chechenia o Turquía o donde la acción del momento incurriera. Pero mi otra yo, humanista y crédula, secundaba la idea de suavizar las torturas sociales, y mi única forma de hacerlo era con mi concepto de evangelizar. Como la libertad religiosa se abría paso en diversos países donde fue atrincherada, aposté por dejar la universidad y me aventuré a servir como misionera en Nicaragua. Fueron tres años que no sé si deje de ser y, por eso, aún no soy…
Primero, estuve en Managua, en la barriada de la Centroamérica pues cerca de allí, surgían asentamientos como el «21 de enero» y otros, totalmente sumidos en la pobreza; es más, puedo darles el imperio de «miseria». Aunque solo debía predicar palabras, me atragantaba mi respiración y siempre llevaba a mano una caja de leche o una cuajada para compartir, ¡cómo hablarles de Dios teniendo hambre! Respiré la basura de los rescoldos o idearios de un partido, del desenfreno de las piñatas y de los poderosos, aún se criticaba a la democracia y su reciente libertad. Escuchaba decir: «Antes por lo menos teníamos azúcar y un jabón al mes. Ahora ni eso». ¡Qué trivial volver a aprender a vivir en democracia! En fin, eso me confirmaba más la necesidad de ayudar con los cambios internos y desarraigos del corazón que con una bandera política.
¿Idealismos? Discutí en la palestra de muchas viviendas de piso de tierra y latas de deshechos, los grandes principios fundamentalistas del comunismo; su relación con las profecías de Isaías y lo que tipificaba en nuestro tiempo, las ideas comunistas de Jesús, pero sin serlo porque el cumplimiento de ellas no sería a través de los hombres. Mi lema era «a través del reino de Dios». El Dios ciego que prediqué al baratillo. Sin embargo, me jactaba de decir que salvé muchas vidas. Digo salvé, porque en esos desbordes de la existencia me encontré jóvenes con intentos suicidas, prostitutas, drogadictos, hasta abogados y doctores que vendían helados en sus casas para sobrevivir… unas cuántas visitas y unas cuántas miserables palabras de ánimo, les eran suficientes para retomar sus batallas.
El poder del interés humano, del abrazo, de la empatía, de embarrialarme con ellos en su dolor. Aunque ahora pienso ¿quién salvó a quién? Cada cierto tiempo, la misión debía llevarse a lugares inhóspitos, donde nunca se hubiese llevado el mensaje bíblico, para ello, solo misioneros nativos podían ir por los diversos riesgos. Fui la primera extranjera misionera en atreverme, confiaba en el poder de «Dios» y en mi fortaleza interna.
Me asignaron la región de San Miguelito para establecerla como base junto a mi compañera de misión, una joven de 18 años, que había peleado en la guerrilla y luego se convirtió a la fe; también con un matrimonio, ambos muy jóvenes. Éramos cuatro guerrilleros, pero de la fe. Por seis meses solo pude comer pescado y cada tanto al mes, cuando viajaba a San Carlos de Nicaragua por provisiones, me deleitaba de una fruta o una verdura. Para llegar allí, debes atravesar en barco por diez horas desde el puerto de Granada; atracas unas horas por las Islas de Ometepe, y luego sigues rumbo al muelle de San Miguel. Parajes bellos, naturales, simples, pero no sencillos y que jamás se borran de mi memoria. No creo en el socialismo que embarga y constriñe al espíritu humano. Creo en el ser socialista que defiende su igualdad para repartirse y consolidarse. Donde el poder no sea ese eje de contradicciones, de filosofías de chancleta con desbordantes ganancias personales. Ese chantaje «anti-todo», pero que ambiciona todo. Así me sentí cuando llegué al derrumbe de un país que se jactó de un socialismo equivocado; aún lo lloro, es desgarrador… porque sigue siendo.
Al predicar de casa en casa, de pueblo en pueblo, de montañas a despeñaderos, de islas a isletas… encuentras miles de historias al margen de lo que predica la política. El hambre descomunal, las apropiaciones de tierras o casitas por los poderosos, las desfiguraciones de niños por las granadas, los tributos obligados de la guerrilla o la contra, las violaciones sexuales sin importar edad, las familias o mujeres que perdían a todos los varones de su hogar; ningún lado se salva.
No me contaron, lo viví en cada hogar que visité. No puedo creer en este tipo de «socialismo», tampoco si fuera un tipo de «democracia». Por eso, las banderas son simples trozos de tela donde se secan lágrimas o heridas. No son tejidos de independencia, sino bordados de masacres e injusticias. Todos éramos ciegos. Yo, tan ciega de mi fe queriendo ingenuamente salvarles y, ellos, ciegos de su pasividad por no rebelarse en contra del dictador que aniquila sus sueños de libertad. Allí, la única política que entienden es sobrevivir, es comer, es poder dormir sin que les roben nada, combatir las plagas de sus cosechas, huir por «suerte» del cólera, la malaria o el dengue.
En San Miguelito todavía había zonas de combate; guerrillas resentidas que se apropiaban del maíz y el ganado de los campesinos, vaqueros que asumían la ley a su antojo asaltaban a las fincas, los «ifas» y autobuses. Existían campos minados a la espera… por eso continuaban las mutilaciones en la sombra de muchos cuerpos. ¿Cómo hablar de Dios y su reino? la miseria acumuló escamas en mis ojos. Dejé de ser por mucho tiempo; repito, no sé si después de eso, aún soy…
Recuerdo las veces que asumí la muerte como cuando tuve que enterrar a mi perro «Fifí», llorar por un rato y luego, seguir buscando otra mascota. Era la época de los 90 donde el cólera arrasaba sin compasión. Tampoco era un lugar donde solo podía hablar de Dios sin llevar medicinas, sueros y antibióticos en mi bolsillo. Es asustadizo no tener el poder de salvar vidas de otro modo y verlos morir como mi perro «Fifí».
San Miguelito era la base, pero solo llegábamos allí, los sábados y domingos para hacer las reuniones bíblicas y dormir bajo techo. Los demás días era caminar en plena montaña, sin cuáqueros ni guías. No era un asunto de camping deportivo, era buscar un asentamiento o rancho o árbol y dormir y amarrar las hamacas donde fuera. Debíamos llevar mucha literatura bíblica y la comida. Todo debía ser muy preciso porque caminar y cargar a la vez, bajo altos grados de temperatura y donde el agua escaseaba, se volvía insostenible. Recuerdo que a veces cuando creía que ya no soportaba más, aparecía o una yegua, o un toro amansado (muy común en esos lugares) y nos daba un aventón. En esos momentos, sí creía en la Providencia o en los ángeles. Muchas noches sentí el frío de la muerte, no podíamos dormir y debíamos acurrucarnos todos juntos para sostener el calor.
En otras, me ardían los pies como si caminase en medio del fuego. Nos enfrentamos a animales de montaña: serpientes, dantas, hasta escuchamos rugidos de tigre. Una vez, perdidos en los cerros de Morrito, por la hacienda La Flor (antigua propiedad de Somoza) nos tomó la noche de sorpresa. No llevábamos ni fósforos y dábamos vueltas a un mismo punto de referencia. No teníamos agua ni provisiones… porque calculamos que llegaríamos de vuelta con facilidad. Pasaron las horas, y decidimos que el varón se adelantara unos kilómetros para no desgastarnos tanto sin sentido, faltaban si acaso 4 horas de cálculo para llegar al asentamiento. De camino, nos cruzó un perro salvaje blanco y fue aterradora su mirada. Empezamos al rato a escuchar ladridos, pero no de dos o diez, sino una jauría de coyotes. Cada vez se oían más cercanos y la desesperación se dio. Debíamos escondernos donde fuera. No había ya luna para darnos luz. Yo había llevado mis botas de cuero crudo y de tanto sudor, me salieron ampolletas y ya iba renca. No podía ni caminar, menos correr. Llegué a un momento donde me despedí de todos. «Corran por sus vidas… yo ya no doy». Pero esos instintos que siempre te empujan, me dieron la última fuerza. Me tiré en unos platanares y me escondí cubriéndome de las hojas podridas que había. Y casi ni respiré cuando sentí las vibraciones en el suelo de los coyotes que corrían a menos dos metros míos. Me acordé de volver a respirar después de un largo rato, cuando ya ni se oían los ladridos en la explanada. Nos llamamos a gritos para encontrarnos y todos salimos ilesos, a excepción de que empezamos a sentir picazón por todo el cuerpo. En los ramajes secos había crías de garrapatas y andaban sobre nosotros como hormigas. Sin luz más que de la luna, ni agua, y con garrapatas que a cada minuto nos desgarraban, iniciamos de vuelta la caminata que nos esperaba, aún de 3 a 4 horas. Al llegar al pueblo, como no había ni electricidad ni agua, nos tiramos al lago para quitarnos las garrapatas, pero no salieron hasta después de casi tres días porque se emporaron en la piel. Aún tengo una que otra cicatriz de esa memoria de luna llena. Pocas cosas después de eso me dan miedo.
Recuerdo otra gira a «El Dorado», uno de los tantos lugares que son tan remotos que uno jamás piensa que puedan existir seres humanos. Llegar era una odisea; primero 7 horas de viajar en «ifa», luego, dos días de camino de mulas, acampando donde la noche ya no nos dejaba seguir. En este pueblo, viví una experiencia que marcó profundamente mi existencia. Llegamos a un rancho. Era un techo con cuatro horcones. No había camas ni hamacas, solo tablas de cierta altura y ancho. En una de ellas, había un niño de unos cuatro años, acostado con un trajecito muy acicalado y con unas tijeras abiertas cerca de su cuello. Lo vi profundamente dormido. Saludé y empecé a predicarles; mientras, una mujer joven lavaba con un huacal unos trapitos y los demás niños, jugaban con los chanchos de monte en el patio. Le pregunté por qué el niño dormía de esa forma. Y me respondió de una forma —ahora sí— sencilla: «Hace media hora se me murió y no sé de qué… mi marido anda de cacería y no puedo enterrarlo hasta que él llegue». No la vi llorando. Le dije, preocupada, que en qué podía servirle. Le dije que podía inyectarle alcohol al cuerpecito para lograr ganar más rato a la próxima descomposición. No sé de dónde me salió el valor pues nunca lo había hecho. Su cuerpo ya estaba duro y la jeringa se me quebraba. Lo inyecté por el cuello que era la parte más blanda en ese instante. Después de eso, seguí conversando sobre la esperanza de la resurrección, que en ese momento ni yo me creía. No había pasado media hora cuando del cuerpecito del niño, por las orejas, la nariz e incluso los ojos, salían decenas de lombrices alborotadas por el alcohol. Sin duda, había muerto de un ataque de lombrices.
Salí de allí porque ya debíamos buscar un refugio donde colgar nuestras hamacas, y ese no era el lugar preciso donde quería hacerlo. La muerte me acompañó en cada minuto de exhalación, hasta que tuve que asumirla como si fuera la muerte de mi perro «Fifí». La vida es bella, sí, aún no sé de qué modo para algunos. Pero la única que controlo es la mía y debo construirla en belleza a mi modo. Por eso, a veces me acelero en los pasos y vivo como si estuvieran por faltarme solo unos kilómetros de vida. Esa es la política que conozco, la fe que conocí, el socialismo que murió en un día cualquiera en el valle de «El Dorado».