La filosofía de los números es una intrincadísima carrera de conceptos. Como todo en filosofía, esta carrera no divisa orígenes precisos y, menos aún, metas precisas. Prenderse a la filosofía de los números, a su naturaleza última -o primera- y su extensión hacia el universo de las altas matemáticas, no es algo que podamos -ni queremos- abarcar en este breve texto. Antes bien, preferiríamos una guía estética, un camino de relaciones más o menos abstractas que nos lleven desde lo lingüístico a lo simbólico y un poco más allá.
¿Existen los números? Están en todo. La vida moderna no podría haber sido nunca si los números no hubieran estado presentes en todo... Pero, ¿existen así como existen las jirafas, por ejemplo? Veo sobre mi escritorio dos lapiceras... Pero veo lapiceras y no, precisamente, un número dos. Además, en otro mueble de la casa hay más lapiceras y a esas no las cuento. Ni cuento las que hay en todo el mundo, y menos aún puedo contar las que en muchísimas fábricas en todo el planeta están fabricando ahora mismo más y más lapiceras. ¿Hay, entonces, dos lapiceras? Sí, siempre y cuando acote el espacio donde las cuento. ¿Contar? Atento a la cantidad de lapiceras que ahora puede haber en el mundo y que restrinjo mi observación hacia sólo el escritorio, más bien he medido las lapiceras en relación a un contexto determinado, antes que, efectivamente, contarlas... y aquel 2 del comienzo ha comenzado a perder sustancia, en función de tal relatividad: el 2 había surgido en función de mi interés de saber de cuántas lapiceras contaba cerca del computador.
Por otro lado, ¿4 es mayor que 2? No. En un sistema numérico posicional como el nuestro -heredado de la India- el 2 ocupa determinada posición y en esa posición -relativa a otras posibles- el 2 vale 2, pero muy bien podríamos poner en el lugar del 4 un 2 y, si respetamos la posición, los resultados serían iguales... eso sí: 4 lapiceras son más que 2 lapiceras, pero 4 no es más que 2. Es que los números aplicados a alguna cuestión descartando otras, nacen de observaciones que realizamos en diferentes contextos: el del plano de una nave espacial; en las velas de un cumpleaños; en las porciones de una tarta, etc.
No obstante, el problema de la existencia del 2 permanece. Incluso hay etnias total o parcialmente anuméricas -sin números en el mismo sentido que le damos nosotros, como unidades conceptuales-. Tal el caso de los Munduruku o los Pirahá del río Maici en Brasil, entre otros, para quienes el “contar” es exclusivamente medir -sopesar- cantidades sin contextos donde haya un número definido, yendo de “muchos” a “pocos” o de “algo” a “nada". De hecho, niños o adultos anuméricos encuentran dificultades para reconocer “lo cuatro” de cuatro cosas: más allá del tres, el contar se les complica.
Las palabras que describen números y los números escritos transforman nuestro razonamiento cuantitativo, puesto que llegan a nuestra cognición desde padres, compañeros o maestros, esto es: desde el lenguaje. El desarrollo parece normal y se lo toma como algo natural del crecimiento, pero no lo es. Los cerebros humanos cuentan con cierta capacidad cuantitativa refinable con la edad, pero no son habilidades innatas sino aprendidas: incluso de muy niños podemos distinguir entre dos cantidades marcadamente diferentes, como 2 de 20 cosas, pero fallamos en las cuentas.
Como sea, es un tema -para nuestro gusto- demasiado filosófico. Vemos, eso sí, que la capacidad de contar y su herramienta, el número, devienen de nuestra disposición cognitiva. Cuando abordamos el tema de lo real -en Lo mítico poético y la percepción-, entendimos que el número de colores dependía del lenguaje considerado, y con los números sucede algo análogo: el lenguaje tiene gran participación en su aparición... y también en su proyección.
Las fuerzas del número
Cuando decíamos que 4 no es más que 2 en función de su contexto, queríamos destacar que los números no son, per se, cantidades, sino expresiones de alguna calidad de Principio. El número, despojado de contexto, es coetáneo con el lenguaje, y sin este último, la aparición del número es vestigial. En efecto: el 1, el 2 y el 3 -tradicionales límites cognitivos para culturas e individuos anuméricos-, responden por su dibujo a una sola cosa, a dos cosas en el caso del 2 -sus dos extremos a la izquierda del signo- y, obviamente, los tres extremos del 3. Se trata de palitos o rayas que expresaron alguna vez esas cantidades... pero que no se corresponden con la capacidad de contar de cualquier persona numérica. Son como el fundamento cognitivo de una grandiosa capacidad organizativa de la mente... pero, en el fondo, dependen del lenguaje: si no hay palabra, no hay pensamiento pleno. Si no hay palabra “17.574”, no hay un pensamiento que pueda usar ese número en nada o ni siquiera concebirlo in abstracto.
Sin embargo, de esta relación con el lenguaje nace una importante cualidad del número: se asocia a las mismas variables que se buscan en la poesía. El número no necesita de cosas para ser, sólo necesita ser dicho y quedar ahí... flotando entre el mundo que conocemos -nuestra realidad- y el mundo que nos genera -lo Absoluto-. Y si la poesía descubre armonías no explícitamente manifestadas a la comprensión, el número hace lo propio desde una esfera no poética sino protopoética y protosimbólica. Y no nos referimos exclusivamente a la métrica de un poema, a la gematría (asignar números a las letras) o a la geometría sagrada, sino a la belleza que surge del arte y que el número por sí solo arrastra consigo, llevándola desde el arte al símbolo.
Necesitamos del lenguaje para que el número sirva a las matemáticas, pero también están en toda cosa bella que surja de la mente humana. Armonías, simetrías u oposiciones son como ecuaciones que afloran a la consciencia desde la dimensión previa al lenguaje y terminan en bellezas y en sus proyecciones simbólicas. La gente anumérica, aunque no lo vea, también depende de estos números que nadan un paso antes de las demás expresiones del aparato psíquico humano. Porque los números expresan “fuerzas” de la vida humana, previas aún a lo inconsciente. Porque los números son indiferentes al calor de nuestras pasiones. Son fríos: tienen el “cero absoluto” de lo cósmico. No son ni siquiera inhumanos: son una expresión -y quizás, también, una herramienta- del oleaje cósmico. Nos sirven, de últimas, como anclaje a la armonía del En-sí-Mismo cósmico: si intuimos la armonía de lo cósmico es porque estamos vinculados a lo absoluto por la exacta piel de los números.
Nuestra humana perspectiva
La fortaleza de los números, que nos separa de lo cósmico, es lo que permite que identifiquemos, aun sin quererlo, la comprensión de fenómenos que nos afectan. Descubiertas sus lógicas, hace que los números traduzcan a nuestra comprensión la belleza absoluta (la belleza de la belleza) y así es como se aviva la mirada del científico, del filósofo o del artista: conscientes o no, los tres recorren los senderos lógicos e imperturbables de los números. Platón tenía al número como el más alto grado del conocimiento y esencia de toda armonía. Pitágoras y Boecio los consideraban al menos como los instrumentos de ésta armonía. La China veía en ellos la clave de la armonía macro-microcósmica en la conformidad del imperio con las leyes celestiales.
La noción de ritmos cósmicos en relación con la ciencia numérica es también familiar al pitagorismo (según Jámblico, Pitágoras sostenía que “todo está dispuesto según el número”), asociado todo, además, a la música y la arquitectura; de aquí el uso del “número de oro” -expresado con la letra Φ (Phi)- entendida como clave de las proporciones de los seres vivos y de nuestra percepción de lo bello en el mundo.
Los números “son las envolturas visibles de los seres”, decía Saint Martin. Son la última capa parcialmente accesible del Hombre al ordenamiento encáptico del cosmos, esto es, niveles de abstracción “captados” o “capturados” por otros niveles cada vez más abstractos. Más profundos, es lo último que podemos “ver” un paso antes de la Verdad. Toda criatura está hecha de números en tanto que surgidas del Principio-Uno. Éstas vuelven al principio como los números a la unidad: “Dios está en todo como la unidad en los números” decía el médico y teólogo alemán Angelus Silesius, y esta idea abstracta llevó desde siempre a sentir que el contacto con el número debía ser cuidadoso, ya que su manejo afectaba a la misma realidad y por eso el pagano (el paisano) no revelaba con facilidad nombres y cantidades de su interés, como no lo hacían los egipcios: conocer el nombre es conocer la cosa.
Tal es el origen del nombre (el prénome francés) y el apellido (el nombre de origen o el nom francés). Tal, la potencia mágica del número: es más elemental y misterioso que lo real. Y esto emerge en las palabras: de medir las fases lunares surgieron las correlaciones numéricas de los alfabetos babilonio, griego y escandinavos. De las letras surgen las cosmogonías numéricas sagradas de las palabras y sus componentes. Según la Kabbalah, las letras del alfabeto hebreo contienen una potencia creadora que el hombre no puede conocer:
Ninguna persona conoce su orden verdadero, pues los parágrafos de la Thora (la Ley) no están indicados en su orden justo. De otro modo cualquiera que los leyera podría crear un mundo, animar a los muertos y hacer milagros. Por esto el orden de la Thora está oculto y no lo conoce nadie más que Dios.
El orden numérico de las fases lunares acompaña también al alefato y al alifato. Para el Islam, Allah le da al Hombre 32 letras, pero algunas se han perdido quedando sólo las 28 del Corán (los 28 días del mes lunar). Y cada letra con su número, hacen que las palabras estén formadas siguiendo principios rigurosos que rigen lo físico y espiritual de las realidades significadas por las palabras. Así pues, las reglas de la gramática y la morfología del árabe, de sus letras y palabras, particularmente las coránicas, están en perfecta correspondencia con las realidades esenciales del Ser Divino, la estructura cósmica y todo lo que constituye al Hombre.
De este modo, a partir de la composición de letras y sus números, los poseedores de esta ciencia pueden descubrir todos los acontecimientos contingentes en el mundo existencial y humano... y lo mismo en el alefato hebreo. Que el cristianismo sea la única religión formal que no tiene correlación numérica (léase: alfabeto sagrado) no extraña si se considera que el Cristo mismo es llamado “el Verbo”: mientras los demás alfabetos expresan una base numérica, el cristianismo es sagrado en Cristo como centro sin necesitar correlación numérica: él es el alfa y la omega: la integración de todos los números en el 1.
El anzuelo
Entre los griegos destaca, obviamente, la figura de Pitágoras. A él se deben numerosas estructuras mentales como la Santa Tetraktys: un triángulo de diez puntos de contenido matemático y religioso, que solía representarse con pequeñas piedras (o “calculos”, en griego)- construido con una piedra en el ápice, dos en la segunda línea, tres en la tercera y cuatro en la cuarta.
La Unidad: Lo Divino, origen de todo. El ser inmanifestado en el punto central del mandala.
La Díada: Desdoblamiento del punto, origen de la pareja masculino-femenino. Dualismo de todos los seres: la cruz mandálica.
La Tríada: Los tres niveles del mundo: celeste, terrestre, infernal, y todas las trinidades: el círculo del mandala.
El Cuaternario: los cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, y con ellos la multiplicidad del universo material, más allá del mandala.
El total daba 10, un número que contiene los cuatro números pares: 2, 4, 6 y 8 y los cuatro impares: 3, 5, 7 y 9. Cuatro números primos indivisibles: 3, 5, 7 y 9. Tres múltiplos: 2, 3 y 5 y tres submúltiplos: 6, 8 y 9. El uno equivale al punto, el 2 a la línea, el tres al primer plano geométrico: el triángulo y el cuatro a la pirámide cuadrangular. Con el 4 cierran las tres dimensiones del espacio y por eso la figura se llamaba, precisamente, Tetraktys, con el 4 como número perfecto.
En cuanto al resto, tenemos los impares de carácter masculino, equivalentes al miembro viril, y los pares o femeninos que dejaban un espacio analógico equivalente al canal de parto. Esta correlación simbólica reaparece en el rito masónico de iniciación: las dos columnas del templo de Salomón son las piernas de una mujer que flanquean la puerta de entrada al templo: el impar que fecunda a la mujer en la figura del recipiendario a la vez como fecundante y parido. El 1 era llamado parimpar, porque sintetizaba a los demás simbolizando la inteligencia. El 2 es la opinión mudable o diabólica (diabolos: movimiento -bolos- que separa -dia- al hombre de lo sagrado) y el 4 y el 9, al ser cuadrados perfectos, simbolizaban la Justicia. De todos estos, el número divino es el 7: Regente y Señor del Todo. Número sólo igual a sí mismo: sólido e inmóvil. Ni engendrado ni engendrante y divinidad eternamente 1. El 7 es el kairos: el regente del tiempo en el devenir de lo eterno.
Para muchos, sólo se trata de numerología sin valor, pero ¿puede todo esto correlacionarse con nuestra idea de los números como “epidermis” de lo verdadero, cubriendo, como guardián, lo absoluto a la vista profana? Sostenemos que sí a partir de la idea del descenso encáptico de la realidad a las palabras que la conforman (el lenguaje). La poesía como palabras que pierden su significancia revelando un orden que no se puede decir con lenguaje. Luego, su ascenso hacia el símbolo, que va perdiendo conexión con lo poético -aunque surja de esa poiesis o poesía- y, desde el símbolo ascender aún más hacia el número, que ni dice ni deja de decir. Que simboliza sin hacerlo. Que no es ni bello ni grotesco... pero que permite organizar psicológicamente a la secuencia del aparato psíquico: verdad (incognoscible) - símbolo - poesía - lenguaje y realidad, en orden descendente. Su información es regida por lo Absoluto.
No decimos aquí “dios”, aunque cabría el término sin entrar del todo en la descomposición de lo real a través de lo religioso. Pero sería un término que en algo se ajusta a esa idea de un Todo cuya epidermis está tapizada de números, codificando con ellos a los símbolos, a lo poético y a la realidad que nos permite sobrevivir como especie mientras vivimos materialmente. Al amparo del número, está nuestro no existir: la Verdad. Y sobre ella nos debatimos como peces en el mar de Galilea, habiendo mordido en el fruto del Edén el anzuelo del número... ese anzuelo que parece querer llevarnos a través de las capas geológicas de la mente hacia la atmósfera libre, inmensamente aérea e irrespirable del misterio definitivo.