Los expertos ya hablan de una nueva era geológica: el Antropoceno. Es decir, un período marcado por la acción humana que está cambiando radicalmente el medio natural. Y lo está cambiando no en términos positivos, sino alterando en forma muy negativa las condiciones de vida del planeta, tanto que podría hacer imposible la sobrevivencia de todas las especies vivas si no se modifica el curso de los acontecimientos.
El mundo moderno surgido en el Renacimiento europeo —hoy completamente globalizado— que dio como resultado la actual industria, si bien obtuvo fabulosos resultados resolviendo ancestrales problemas de la humanidad, al mismo tiempo, por la forma en que la producción fue teniendo lugar, creó otros nuevos, hoy día ya altamente peligrosos. Es por eso por lo que muchos expertos consideran que, desde mediados del pasado siglo, entramos en esta nueva fase geológica. Varios elementos contundentes lo indican: peligroso aumento en la emisión de gases de efecto invernadero negativo; alta presencia de elementos radioactivos en aire, suelo y tierra producto de la gran cantidad de ensayos de armas nucleares; acumulación impresionante de plástico no biodegradable; destrucción indiscriminada de la cubierta boscosa, todo lo cual está generando ya no un calentamiento global sino, tal como ahora se comenzó a decir, una «ebullición global».
En otros términos: no hay «cambio climático», como si se tratase de una espontánea y natural transformación en las condiciones geológicas, sino una «catástrofe» provocada por la acción humana ligada a la industria que produce en forma imparable, obligando a la población a consumir de la misma manera. Como símbolo de ese disparate en juego, ahí está la obsolescencia programada: elaborar mercancías para que, en un tiempo prefijado arbitrariamente por las empresas productoras, ya no sirvan y haya que reemplazarlas. En tal sentido, quizá más correcto que Antropoceno sea decir: «Capitaloceno», un momento de la historia marcado por la aparición del modo de producción capitalista.
En esa marea alocada de producción y consumo que generó el capitalismo —basado exclusivamente en la acumulación de capital, buscando que nunca descienda la tasa de ganancia— la destrucción de nuestra casa común, el planeta Tierra, está pasando factura a la humanidad. La reciente aparición de un nuevo virus, el SARS CoV-2, para el que la población planetaria no tenía defensas, ocasionando por tanto más de seis millones de muertes, es producto de esos descontroles.
La Organización Mundial de la Salud —OMS— lo había anticipado, y sigue mostrando el desastre en juego, con consecuencias sobre la salud humana. En palabras de su director, Tedros Adhanom Ghebreyesus:
La historia nos muestra que no será la última pandemia… La pandemia reveló los estrechos vínculos entre la salud de las personas, los animales y el planeta… Todos los esfuerzos para mejorar los sistemas sanitarios resultarán insuficientes si no van acompañados de una crítica de la relación entre los seres humanos y los animales, así como de la amenaza existencial que representa el cambio climático, que está convirtiendo la Tierra en un lugar más difícil para vivir.
En ese orden de ideas, la ahora finalizada pandemia de COVID-19 nos muestra varias cosas:
Que el Antropoceno (o Capitaloceno) es ya una realidad. La acción humana sin planificación, basada en el lucro empresarial, está haciendo estragos. Solo como ejemplo: las Islas Maldivas, en el océano Índico, con sus 500,000 habitantes (actualmente un paraíso turístico), están condenadas a desaparecer bajo las aguas oceánicas en un par de décadas si continúa la ebullición global y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares. Lo tragicómico es que sus habitantes no han vertido prácticamente un gramo de agentes contaminantes, porque en las islas casi no hay vehículos automotores ni industrias contaminantes, solo pescadores artesanales. El descalabro en la relación con el medio ambiente permitió la aparición de este nuevo germen del SARS CoV-2, y podrá seguir permitiendo nuevas catástrofes si no se cambia el rumbo. Solo una visión ecosocialista puede hacerlo.
El neoliberalismo, como nueva forma que ha ido tomando el capitalismo global, es un criminal atentado contra la humanidad. Con su prédica de hiper privatización de absolutamente todo, dejó los sistemas públicos de salud en total deterioro. La aparición de este nuevo virus se transformó en una peligrosa pandemia porque los servicios sanitarios privados no pueden atender una crisis sanitaria de tal magnitud. Cuba —aunque la prensa comercial no lo mencione—, con un planteo socialista de salud pública, pasó la pandemia en mucho mejores condiciones que las potencias capitalistas, al igual que los países que mantuvieron una estructura sanitaria estatal bien organizada: China, Vietnam, Noruega, Corea del Sur.
El capitalismo reinante en el mundo sigue siendo absolutamente injusto, egocéntrico y hedonista, desligado por completo de valores solidarios. Lo demuestra la forma en que se manejó la vacunación. Por un lado, las grandes compañías farmacéuticas hicieron de eso un increíble negocio, dejando de lado a las grandes mayorías de los empobrecidos países del Sur que no podían pagar gigantescas sumas de dinero. Además, el espíritu acumulador que generó este modelo hizo que potencias capitalistas acapararan dos, tres o cuatro veces más dosis de las necesarias, mientras que el Tercer Mundo languidecía, todo lo cual demuestra que, en este marco, estamos más cerca del exterminio masivo que de una verdadera comunidad de pueblos fraternos. La llamada cooperación internacional o los mecenazgos de poderosas fundaciones caritativas solo refuerzan la sumisión de unos y el poderío de otros.
Los encierros provocados por la pandemia abrieron paso a una «nueva normalidad», basada crecientemente en el llamado teletrabajo. Ahora bien: ese mundo digital que ya se abrió y parece sin retorno, de momento no favorece a las grandes mayorías. Trabajar desde casa ¿es un triunfo popular? ¿Cómo se formarán los sindicatos entonces? ¿O en la «nueva normalidad» eso ya no cabe? Parece que estamos cada vez más desconectados, aunque pasemos el día «conectados» a algún ingenio de inteligencia artificial. Las tecnologías digitales, fabulosas sin duda, pueden servir para dar saltos en la historia; o también, como pareciera perfilarse de momento, para que los grandes poderes controlen más y mejor. Si la tecnología no está al servicio de los pueblos, no sirve.
Antropoceno, Capitaloceno o como lo llamemos, el modelo de interacción actual del ser humano con la naturaleza es inviable. Hay que cambiarlo.