...sed astutos como serpientes...
(Mateo 10:16)
Mal. Culpa. Sufrimiento. Maldad. Tentación. Vergüenza. Pecado. Venganza. Lo indebido. El remordimiento... Una red de sutiles hilos se teje sobre la existencia humana conformando esa turbidez que llamamos, genéricamente, «lo que está mal», y que por estarlo nos hace sentir mal... o sentir que somos malos.
Pero lo que está mal lo está sólo para nosotros: no hay maldad en el Universo. Nada -desde un quark hasta un súper cúmulo de galaxias- está fuera de un orden que todo lo prevé y destina. No hay león que se sienta culpable por matar cebras ni cebras que se arrepientan de haber comido pastos. Es una nube de turbidez que emerge de un volcán que sólo arde en la conciencia humana. A nivel profano, el mal no es una cosa: es una estrategia cognitiva para estabilizar el complejo comportamiento del Hombre, especialmente a escala social. Pero incluso la conciencia del bien y del mal varía de persona a persona y de contexto en contexto. El asunto parece concentrarse en un principio volitivo: el libre albedrío del Hombre, el cual conecta lo profano con lo sagrado. El león que mata no tiene un principio volitivo análogo al humano, que puede elegir las dos sendas que se le abren en su autoconciencia y que puede incluir hasta el dejarse morir de hambre por no matar para comer.
El yo genera al tú y es allí donde el recto y amoral camino de la biología se bifurca y complejiza. Desde el ateísmo, la distinción entre «bien» y «mal» (se exigen aquí comillas) permite la posibilidad de la supervivencia y mejorar la adaptabilidad humana: no hay conexión con nada que reconcentre bien o mal por fuera del Hombre. Esto es: no hay dios. Desde la sacralidad del cristianismo, el judaísmo o el islamismo se predica no intentar sobreponerse a la divinidad porque «está mal» desafiar al dios en ello y este mismo relativismo moral es aplicado desde doctrinas como el budismo, hinduismo o taoísmo, para quienes la condición de «bueno» o «malo» no son conflictos morales per se, sino conductas naturales a seguir que definen bien y mal en un contexto de efectos que debemos aprender a no buscar para beneficio propio y de nuestro grupo.
Nuestros modelos más próximos
La cristiandad primera comenzó a abandonar el patrón de complementariedad bien/mal a partir de, aproximadamente, el siglo IV cuando el cristianismo original -que tenía a sus diferentes obispados en un orden de igualdad- comenzó a mixturar autoridad eclesiástica con anhelo de poder seglar: el obispado de Roma se autoproclamaba la máxima autoridad y se fue acercando al actual modelo político eclesiástico. A partir de allí, se dieron las consabidas rebeliones de otros obispados que fueron marcando diferentes cismas, aunque bajo el mismo modelo de pretendidas supremacías episcopales para beneficio de las arcas de cada obispo.
En épocas paleotestamentarias, la serpiente era tanto el veneno del Hombre como su remedio. El enfrentamiento entre la serpiente reptante, la de Eva y Adán, y la que se elevaba en el báculo de Moisés (para salvarnos de las reptantes), son muestras de un elemento maligno que era a la vez su propio remedio. Pero esta tendencia a ser, a la vez, causa de muerte y de vida y que acompañó al símbolo de la serpiente desde sus orígenes, se fue perfilando en lóbregos textos desde el siglo XI al XIII, en una segregación de lo oscuro respecto de lo luminoso... algo que, en nuestra tradición y mitología actuales, tomamos como natural: que la sombra es enemiga y no complemento de la luz. (Ver Elogio de la oscuridad). Recordando a Jung: si no nos dejan sucumbir al mal, terminaremos sucumbiendo al bien. Aplicar el neti, neti del yoga: ni esto ni lo otro... el justo medio budista.
La llegada del barroco, al mismo tiempo, expresaba la falta de fe ante los ideales imperialistas de Europa y una negatividad de base, consecuencia de crisis ideológicas. El barroco en todas sus expresiones abandonó la paz clásica del manierismo (finales del Renacimiento) y restregó los ojos del Occidente con la arena de una retórica desenfrenada acerca del bien distanciándose del mal.
El catolicismo captó esta fórmula mental sin comprender que él había sido la propia causa del cisma protestante de Occidente que se metía con la virginidad a ultranza de María o la autoridad papal. Europa desde los siglos XV y XVI se encontraba en medio de turbulencias político/religiosas provocadas por la interacción entre la reforma y la contrarreforma, y al mismo tiempo entre la estética renacentista y el estilo barroco expresándose en fachadas de piedra y retablos dorados recargados con diversos elementos decorativos que exaltaban la presencia de Dios a través de imágenes realistas y efectos ópticos, pero que, al mismo tiempo -y con la misma sobrecarga- empujaban a Satanás hacia las profundidades del Infierno… Infierno que, inevitablemente, se refugiaba en los mismos embrollos que tejen a diario nuestras serpientes… en términos del zen: las serpientes de nuestros intestinos y de nuestro cerebro. El poder seglar de los obispados y los frentes políticos que abrían los protestantes, disociaron definitivamente las ideas del bien y del mal: el mal -que Orígenes creía reconciliable con el Bien- no puede ya encontrar su contraparte.
Lo diabólico
Para la teosofía, Satanás no es un espíritu de destrucción: no hay maldad en el Universo. Nuestra imagen del diablo, por su lado, responde a la vieja iconografía griega del dios Pan. Decía Goethe que Satanás era parte de la potencia «que todavía trabaja para el bien, aunque parezca enfermo». ¿Cómo conoceríamos el bien de un dios si no fuera por el mal que él mismo permite... o induce? En este sentido, Satanás es el karma hindú: la consecuencia de acciones inarmónicas que afectan el balance cósmico del todo y en el que estamos enredados por nuestra autoconciencia. E incluso, es más que eso: es la tentación como fundamento que fortalece nuestra musculatura espiritual.
Los Misterios celebrados en el antiguo Egipto, incluían un espíritu maléfico: Seth -de donde deriva el nombre Satán- que provoca la muerte de Osiris. Seth era rojo y derivó en el diablo de la iconografía moderna. Seth era el mundo material, «el suelo de la tentación fortificante del Hombre, y también el entorno en el que se gana la inmortalidad» (Manly Hall). Seth o Satanás es la oportunidad divina de la autodisciplina, del auto control; del gnóthi seautón: llevándonos al mundo de la ignorancia del sí mismo -que creemos dualidad- a la esfera de lo divinal: el Uno. El mal está en separar mal y bien de su mutua complementariedad.
La arquitectura quiso llevarnos a ese Uno divino segregándonos del mal, pero desde el barroquismo de la altura edilicia también, e inevitablemente, crecieron las profundidades satánicas. Del estático y complaciente Renacimiento, el catolicismo apeló a una retórica sobrecargada de imágenes directas proselitistas, con Cristos sangrantes; santos en éxtasis y una dinámica de líneas que, muy a pesar del plano consciente, repetía, en mobiliario y arquitectura, las curvas serpentinas que llevan a la serpiente y a su infierno. Occidente perdió de vista la dualidad de la serpiente: expresando en horizontalidad reptante lo complementario a la serpiente eréctil y fecundante y sólo ocupando la dimensión del cadáver: etimológicamente, el caído.
Por su lado, la educación actual prepara para la luz imposible pero no para las tinieblas y los tentáculos que nos tientan. No vivimos nuestra caída ni le hablamos a nuestra muerte, siendo que todos seremos esa serpiente reptante; ese fragmento de vida que menta al cadáver humano y que es representado para espantar al pecador anunciando el karma de la mala conducta y acercando a la memoria la tiniebla que quiere exorcizar. El joven rebelde y maleducado de la escuela, todavía tiene algo de la sabiduría integradora del bien y el mal, porque no vive pendiente del pecado ajeno (el que entre mansos vive, más cerca del pecado vive, al estar pendiente de él). Pero la rebeldía -esa sabia savia que desde bajo tierra nutre a sus flores- será sistemáticamente aplastada y se le quitará el poder creativo. El joven educado convivirá con las dos fuerzas, pero nadie le enseñará a combinarlas para que se haga sabio: o se domestica o «fracasará en la vida», se le sermonea... y así nunca florece. Nuestra mente es dual para poder ser única y como pasa en toda estructura dual, reprimiendo una de sus dimensiones, la otra igualmente emergerá... pero como patología: será la hibris, la desmesura de un triste superhombre moribundo, inútilmente bueno y colgando de su propia cruz o cayendo en su propia Icaria, por haber, como Ícaro, acechando sólo la luz, sólo el bien.
Esa sombra complementaria que permitía distinguir el perfil de la luz, se transformó en enemiga de la luz... algo impensable en arte y en el arte de pensar... y hasta en el arte de amar: el silencio y la ausencia son el marco complementario que permite desarrollar en plenitud el perfil del ser amado.
Dragones, luces y tinieblas
Los dragones han sido símbolos del mal por ser reptiles, y del bien con sus alas en Asia y Europa, o plumas en América. Era el vigilante, el dérkomai (etimología de «dragón»): la serpiente antigua que vigila, recuperada en los vigilantes del templo masónico... es el ama de los misterios de la vida y de la muerte, la gran iniciadora, símbolo de los conocimientos ocultos y luz alternativamente eclipsada y fulminante.
Pero con el tiempo, su virtud celestial se perdió y sus alas se hicieron las de un horrible y gigantesco murciélago, habitante nocturno de indefensas pesadillas… El «Dragón» que mata Siegfried, Fafnir, sintetizaba en su sangre al cuerpo de reptil con el alado, y tal cualidad daba la inmortalidad... como la sangre del lejano héroe judío nacido de madre mortal y padre divinal: Cristo ¡Si hasta nuestro cuerpo vivo y erecto y la serpiente cadavérica, reptante, se sintetizan en la cruz!
Es que ese intestino cerebral de lo nocturno es siempre tortuoso y se entremezcla con la rectitud del rayo lumínico como veneno de revelación, porque mientras la tiniebla es cósmica, la luz es individual (aunque lucha es por hacerse universal): y cuanto más fuerte y directa es la luz más nítida es nuestra sombra… Si hasta el propio Zeus, el brillante olímpico, lanzaba sus serpentinos rayos desde la más negra nube y su hija, la brillante Atenea, la luminosa razón que preformó nuestro actual modo de pensar occidental, tenía entre sus atributos a la lechuza para poder ver en la noche del pensamiento. Así, nuestro reprimido Occidente, con sus dragones cajoneados desde los primeros siglos, comenzó a soltar su «veneno» de tiniebla.
El pintor alemán Caspar David Friedrich -uno de los artistas «malditos» del siglo XVIII- nos dijo: «Deja salir a la luz lo que has visto en tu noche». Gustave Courbet confesó: «Veo con demasiada claridad, tendría que reventarme un ojo». André Bretón en su Manifiesto surrealista afirmaba en forma tajante: «Yo creo en la resolución futura de estos dos estados, en apariencia tan contradictorios, que son el sueño y la realidad…». Hoy, los sueños amplían la vigilia del pensador que despierta. No se trata de buscar el mal, sino de valorar la plenitud del bien.
Finalmente, ese Occidente de luz racional tuvo que sacar este pedestre héroe que fue Freud (judío como el Cristo), para desarrollar una terapéutica (la serpiente de Asclepios, dios de la Medicina) que intentara reconciliar nuestra luz exigida desde la matriz positivista a ultranza de Occidente, con nuestra tiniebla maldita reprimida por los siglos y los modelos mentales impuestos, en última instancia, por la Iglesia Católica y sus gobiernos seglares.
Cuando el Dante se pregunta: «¡Oh gente humana, para volar nacida! ¿por qué al menor soplo caes vencida?», tenemos una respuesta de la que aún podríamos servirnos: «porque somos dragones que herimos al planeta con nuestros vientres, pero que buscamos ser dioses con nuestras alas... tal como aquella legendaria serpiente nos lo había prometido».