El premio otorgado al lingüista doctor Oroz levantó polvareda en Chile, por lo menos en el constreñido y vigilado ámbito de la literatura. En la Casa del Escritor, en los meses previos, se habían agitado las postulaciones y candidaturas de varios colegas. Yo concurría entonces como virtual oyente a la Sociedad de Escritores, y pese a que cargaba en mis espaldas treinta y seis febreros, recién comenzaba a incursionar en los círculos de poetas, escribas y pendolistas.
La designación de Rodolfo Oroz como Premio Nacional de Literatura el año 1978, se transformó en un convulsionado episodio, tras el cual se elevaron voces airadas de diversas instituciones, en especial de nuestro gremio, la Sech, presidida entonces por el maestro Luis Sánchez Latorre, Filebo.
Cabe señalar que la Sociedad de Escritores de Chile había tomado la decisión, por acuerdo unánime de su directorio, de ausentarse de la votación celebrada el día 25 de agosto de 1978, en procura de recabar su nulidad, como dura y explícita protesta. Filebo, en las páginas de la revista Qué pasa, daba cuenta de su posición y la de sus colegas:
En mayo de este año, la Sociedad de Escritores de Chile manifestó su intención de marginarse del jurado si no se introducían ciertas reformas a la ley que reglamentaba la concesión del premio. La elección del viernes, después de la repentina modificación de las normas respectivas, que determinó que el premio sería otorgado ‘por simple mayoría y con el número de miembros que asista a la reunión’ —lo que permitía otorgarlo a pesar de la marginación de la Sech—, provocó incertidumbre y diversas reacciones en el mundo de las letras.
El problema, según Filebo y los suyos, nacía de la intención de importantes miembros de la Academia Chilena de la Lengua en promover y respaldar a su propio director, el profesor y lingüista Rodolfo Oroz Scheibe como candidato al Premio por el año 1978. Sánchez Latorre calificó de indecorosa aquella propuesta, donde la Academia aparecía como juez y parte en la resolución.
Además, un amplio sector de la crítica especializada expresó su molestia, asociando derechamente aquella decisión con la intencionalidad política del gobierno militar (Dictadura) y su interferencia ampliada al quehacer artístico y, en este caso, literario de la nación.
Frente al impasse, la Sociedad de Escritores procedió a retirar a su representante de las deliberaciones. El Ministerio de Educación, con un golpe de timón autoritario, promulgó un decreto que establecía la elección del Premio Nacional de Literatura por simple mayoría y con el número de miembros que concurriera a la reunión. La SECH, como tantas veces, quedaba excluida por la burocracia estatal.
Rodolfo Oroz, muy orondo, se quedó con un premio que debiera ser otorgado a la creación literaria y no a los estudios lingüísticos, por bien escritos que estén. (Declaro mi afición a la gramática y a la filología, pero se trata de disciplinas propedéuticas y no creativas).
Sánchez Latorre, en un artículo de Las Últimas Noticias, declaró, respondiendo al doctor Oroz sus latos argumentos de haber recibido un premio legítimo y bien ganado:
El doctor Oroz obtuvo un premio que correspondía hasta hace poco y en buena lid a los escritores. Quiera Dios que su confusión no nos confunda. Excusemos, desde luego, su destemplado ataque a los ‘ociosos que escriben novelitas y cuentecitos’. Pero, doctor Oroz, ¡si ésta es la literatura: la que se escribe en ‘novelitas y cuentecitos’!
La escritora Sara Vial, con su pluma directa y fustigante, opinó:
La noticia, pues, no debió tomarnos por sorpresa, dado el mar de fondo que la precedió. Había razones para sospechar que se produciría la debacle. La Sociedad de Escritores, ausente del jurado por primera vez en la historia de casi medio siglo de literatura premiada; los escritores obligados a enviar sus currículums como crédulos estudiantes que esperan la omnipotencia de una voz celestial que los ‘alce’ a la consagración oficial; la necesidad de buscar instituciones de prestigio para que ‘avalen’ a los más afortunados, etcétera. ¿Qué se podía esperar?
Por su parte, Ignacio Valente (José Miguel Ibáñez Langlois) arremetía desde las páginas de El Mercurio (las mismas donde hoy es todo obsecuencia con el Poder):
Si no comienza ahora mismo un proceso de rectificación en la materia es de temer que dicho premio, antes rodeado de cierta mínima aureola de justicia –a pesar de lo discutible de todos los fallos en este orden de cosas– y hoy bastante desprestigiado, pierda el poco prestigio que aún le queda entre escritores, lectores y gentes de letras.