Todos estamos familiarizados con los tres poderes clásicos del Estado desarrollados por Montesquieu: legislativo, ejecutivo y judicial. El cuarto, se ha establecido a nivel mundial, lo constituye la prensa y medios de comunicación, libres e independientes, aclaremos, para no confundir con la existente en dictaduras o al servicio de intereses económicos. Dentro del llamado excepcionalismo chileno, podríamos decir hoy que luego de más de tres décadas de vida democrática, que no ha sido posible desmontar un quinto poder que se instaló al término de la dictadura militar: las fuerzas armadas y Carabineros. Hasta hoy cuentan con una autonomía, independencia y privilegios inentendibles en los países democráticos. En Chile gozan de un régimen exclusivo de pensiones, de justicia, de salud o incluso poder de veto para determinar qué sitios pueden ser declarados de memoria o mantener en museos y regimientos placas conmemorativas con el nombre de Augusto Pinochet. Incluso el actual comandante en jefe del ejército asistió a rendir respeto a un ex general que se suicidó al conocer la condena unánime del más alto tribunal por asesinato y violaciones a los derechos humanos. ¿Qué mensaje entrega el comandante en jefe con su presencia a las fuerzas armadas y en particular a las jóvenes generaciones de oficiales?
Este quinto poder se consolidó a lo largo de los 17 años de régimen militar y si bien se redujo en parte, con el inicio de una interminable transición, podemos recordar que el dictador continuó como comandante en jefe del ejército, amenazó con acabar con el estado de derecho y asumió como senador designado. Cuando se dio a conocer el Informe Rettig sobre las violaciones a los derechos humanos, en 1991, Pinochet señaló: «el Ejército de Chile, ciertamente no ve razón alguna para pedir perdón por haber tomado parte en esta patriótica labor». Finalmente murió en 2006 sin haberse sentado en el banquillo de los tribunales. El régimen democrático tuvo que esperar 15 años, hasta que el expresidente Ricardo Lagos pudiera aprobar, en 2005, las 58 reformas constitucionales que pusieron fin a la inamovilidad de los comandantes en jefe de las fuerzas armadas y Carabineros, el término de los senadores designados y vitalicios, o que las fuerzas armadas fueran los únicos garantes de la institucionalidad, entre muchas otras.
Transcurrido 50 años del 11 de septiembre de 1973, la fecha continúa dividiendo a los chilenos. Contrariamente a lo que se pueda pensar, las heridas del quiebre de la democracia, la muerte del presidente Salvador Allende, el término del sueño utópico de la Unidad Popular y la instauración de una dictadura militar, continúan generado una fuerte división en la sociedad. La encuesta de la consultora MORI, efectuada en mayo pasado, mostró que un 36% de las personas justifican hoy el golpe de Estado encabezado por Augusto Pinochet. Por otro lado, más del 60% de los encuestados lo califica como un dictador y corrupto por los millones de dólares que acumulaba en cuentas bancarias en el extranjero. Los partidos políticos de derecha siguen defendiendo la intervención militar inicial y el quebrantamiento de la democracia, pero paulatinamente se han ido distanciando de las violaciones a los derechos humanos cometidos por la dictadura en los 17 años sucesivos. La izquierda ha reivindicado la figura de Allende, su legado y los sueños de un proyecto que ofrecía transitar al socialismo de manera inédita en la historia, a través de la vía electoral, con democracia y bajo un sistema político multipartidista, «con empanadas y vino tinto», como le gustaba señalar, demostrando tener plena conciencia de poner en marcha un proyecto único y de trascendencia histórica.
¿Era posible ese proyecto sin tener una sólida mayoría? Los hechos demostraron que no. La Unidad Popular triunfó en 1970 con el 36,62% de los votos. En las elecciones municipales de 1971, obtuvo el 50,3%, y en las últimas efectuadas en marzo de 1973, alcanzó el 44,23%. Para la mayoría electoral se requerían los votos de la Democracia Cristina, que se acercaba al 30%. Sin embargo, no fue posible esa «unidad del pueblo» por la polarización de la sociedad que dividió al país producto de la extrema izquierda maximalista, por un lado, así como de la extrema derecha fascista que contó con el apoyo total del gobierno de Estados Unidos, que encabezaba el presidente Richard Nixon, como lo han demostrado los documentos desclasificados de la CIA. La participación estadounidense va mucho más allá de lo que se pensaba. Esto se conoce hoy gracias a la «paradoja de Washington», que primero complotó, financió y derribó un gobierno democrático y 30 años después comenzó paulatinamente a develar cómo lo hizo.
Los 17 años de la dictadura de Pinochet siguen presentes en la política contingente de Chile por dos motivos: la búsqueda de los 1.092 detenidos desaparecidos cuyos familiares no descansarán hasta encontrar sus restos, saber cómo fueron ejecutados y quiénes los responsables para que enfrenten la justicia. El otro es por qué las fuerzas armadas y carabineros nunca han asumido, como instituciones, su responsabilidad en el rompimiento de la democracia en 1973 y haber faltado al juramento a la Constitución que debían respetar. Nadie ha negado que Chile vivía un momento de grave crisis política y económica, pero para la historia quedó establecido que había caminos constitucionales que no se respetaron. ¿Era necesario que los aviones de guerra bombardearan el palacio de la Moneda y la residencia oficial donde se encontraba la esposa del presidente Allende? Se iniciaron desde el primer día las ejecuciones sumarias; los asesinatos y desapariciones que continuaron por 17 años, aunque las torturas en la Armada habían comenzado meses antes con suboficiales que se oponían a un golpe de Estado. El «nunca más», pronunciado por el comandante en jefe del ejército en 2003, general Emilio Cheyre, fue el primer reconocimiento parcial -30 años después- de los horrores cometidos: «El Ejército de Chile tomó la dura, pero irreversible decisión de asumir las responsabilidades que como institución le caben en todos los hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado».
Sin embargo, nunca llegó la colaboración para encontrar y conocer el destino de los desaparecidos. Luego, hubo que esperar hasta el año 2022, para que otro excomandante en jefe del ejército, el general Ricardo Martínez, fuera más allá y responsabilizara directamente a Pinochet por las violaciones a los derechos humanos y en particular por el asesinato en Buenos Aires de su predecesor, el general Carlos Prats y su esposa. Hace unos días, ya en retiro, el general Martínez, publicó el libro titulado Un ejército de todos donde responsabiliza directamente a Pinochet como lo acaba de reafirmar en una entrevista donde señaló: «Creo firmemente, con mi formación, y con mi paso de más de 46 años en el Ejército de Chile, que la responsabilidad de todo lo que ocurrió la tiene el comandante en jefe de la época, el general Augusto Pinochet». Es la primera vez que ello ocurre, causando malestar en sectores de las fuerzas armadas que lo acusaron inmediatamente de traidor. ¿Y las otras instituciones? La Fuerza Aérea, la Armada y Carabineros, ¿qué han dicho luego de 33 años desde el término de la dictadura? Nada.
Así las cosas, la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado muestra que la sociedad chilena continúa dividida, tal vez más que hace unos años atrás, con partidos de derecha que siguen justificando el golpe militar y con fuerzas armadas y Carabineros, que guardan absoluto silencio de su responsabilidad. Nada cambiará en el panorama político chileno mientras estos últimos no asuman plenamente y de manera conjunta -tal como actuaron al dar el golpe militar- la responsabilidad de sus instituciones en el quebrantamiento de la democracia, los horrores cometidos, colaboren en la búsqueda de los desaparecidos y desacralicen definitivamente la figura del dictador Augusto Pinochet.