Hace un tiempo, mientras leía la cautivante novela Tocar el fuego, la segunda de la tetralogía del extinto y prestigioso escritor mexicano Eraclio Zepeda —conformada, además, en su orden, por los atractivos y telúricos títulos Las grandes lluvias, Sobre esta tierra y Viento del siglo—, me llevé una grata sorpresa.

Antes de referirme a ella, cabe acotar que las cuatro obras están ambientadas en la región de Chiapas del siglo XIX, por cuyos paisajes y gentes siento un gran afecto pues, en mi primer viaje fuera del país, en 1975, permanecí mes y medio en San Cristóbal de las Casas y en Tapachula, tomando un curso latinoamericano de control biológico de plagas agrícolas. Fue en esa ocasión que me percaté de cuán cerca estuvo de Centroamérica —en la geopolítica de dicho siglo— el territorio del Soconusco, en Chiapas, lo cual Zepeda reafirma en su novela sin recurrir a artilugios historicistas, sino con un delicioso regusto a terruño chiapaneco.

A propósito de Zepeda —quien siempre usó un frondoso mostacho—, hay una simpática anécdota del famoso escritor uruguayo Eduardo Galeano, en esa obra tan plena de humanidad que es El libro de los abrazos. Narra Galeano que, durante la filmación de la película México insurgente, Zepeda encarnó de manera muy convincente a Pancho Villa, tras lo cual narra que:

Estaban en plena filmación de esa película, en un pueblito cualquiera, y la gente participaba en todo lo que ocurría, de muy natural manera, sin que el director [Paul Leduc] tuviera arte ni parte. Hacía medio siglo que Pancho Villa había muerto, pero a nadie le sorprendió que se apareciera por allí. Una noche, después de una intensa jornada de trabajo, unas cuantas mujeres se reunieron ante la casa donde Eraclio dormía, y le pidieron que intercediera por los presos. A la mañana siguiente, bien tempranito, él fue a hablar con el alcalde. «Tenía que venir el general Villa, para que se hiciera Justicia», comentó la gente.

De Zepeda, desde mis tiempos de estudiante de entomología en California yo conocía un extenso poema intitulado Asela, de poderosas metáforas sensuales y eróticas. Se inicia con los versos «Eres la mar profunda habitada de sorpresas: hay peces extraños en tu vientre, sueños de marino en la baranda, viejos navíos sepultados en el fondo», para continuar con estas sugestivas imágenes: «En el centro que vibra con las olas guardas un nido brutal de tiburones, una perla que se agita entre mis labios, un banco de coral bajo el delirio». El poema culmina con un enfático y certero verso: «Este amor tiene más furias que el mar».

Ahora bien, hace no muchos años, mientras buscaba alguna información por Internet, me topé con la dirección electrónica de Zepeda, y le escribí, con poca esperanza de recibir respuesta. Sin embargo, humilde y llano como era, la réplica de Laco —como le decían— fue pronta, gentil y rebosante de espontáneo humor. Nuestro intercambio culminó con un simpático mensaje suyo intitulado «De Laco para Luko», en el cual me contó de esa saga autobiográfica de cuatro libros, que por entonces estaba en gestación. Después perdimos contacto, y no supe de él sino cuando me enteré de su muerte en 2015, a los 78 años, en su natal Tuxtla Gutiérrez, ciudad que también conocí en mi primera visita a México.

No obstante, hace pocos años, en un viaje de trabajo a Guadalajara, tuve la fortuna de toparme con sus cuatro novelas. Alborozado, las bajé de inmediato de aquel estante de la bella y surtida librería del Fondo de Cultura Económica. Y tiempo después, cuando llegó el momento propicio, las devoré de un solo tirón, como se lee lo que provoca adicción.

La grata sorpresa

Hecha esta larga digresión, retorno a la sorpresa que me provocó un pasaje de Tocar el fuego, por la inesperada mención que Zepeda hace de Costa Rica, a propósito de la historia de un peculiar personaje de la época colonial.

En efecto, él dedica el capítulo XVIII a un médico alemán de origen judío, quien, acusado de ser hereje, fue enviado a lomo de mula desde Cartago —nuestra capital de entonces— hasta México, debidamente escoltado, para ser juzgado por un tribunal de la Santa Inquisición. Y, aunque en ningún momento menciona su nombre, toda la narración me hizo evocar viejas lecturas acerca de un curioso individuo, pero no alemán, sino italiano, de apellido Corti. Intrigado, al día siguiente hurgué en mi biblioteca y en mis archivos digitales, y me di cuenta de que había acertado en mi sospecha inicial: se trataba del mismísimo Corti.

Del milanés Esteban Corti Rocca —a quien también le decían Curti o Curtí— se han publicado varios artículos en nuestro medio, todos basados en el texto La causa del Dr. Esteban Corti (a) Curti, del escritor guatemalteco Manuel Valladares Rubio (1869-1927), cuyo seudónimo era «El Doctor Fences Redish». Amigo de nuestros notables intelectuales Cleto González Víquez y Ricardo Fernández Guardia, por ello mismo tuvo la deferencia de publicar su artículo en nuestro país, a inicios de 1925, en la Revista de Costa Rica, dirigida por don José Francisco (Paco) Trejos, padre del recordado científico Alfonso Trejos Willis. Es pertinente indicar que dicho artículo está precedido por una esclarecedora carta acerca de la génesis de este, la cual Valladares envió en julio de 1924 al historiador mexicano Francisco Fernández del Castillo, que fue quien lo indujo a estudiar la vida de Corti.

En mi caso, todo cuanto conocía de Corti provenía de esa deliciosa autobiografía llamada Los azules días, del inmenso Joaquín Gutiérrez Mangel. Asimismo, años después leí el artículo «Semblanza del Dr. Esteban Corti», del prestigioso médico Manuel Aguilar Bonilla —quien acompañó como vicepresidente de la república a don José Figueres Ferrer, entre 1970 y 1974—, en el cual, con gran habilidad literaria, se refiere a Corti no solo como médico, sino que también en otros aspectos de su tempestuosa vida. En todo caso, conviene rescatar que Aguilar no juzga a Corti como un curandero, un charlatán o un impostor en materia médica. Por el contrario, afirma que, formado en la Universidad de Pavía bajo la égida del connotado médico Giovanni Batista Borsieri, «indudablemente tuvo una adecuada educación médica y vastos conocimientos para la época».

En años recientes, el recordado amigo Emilio Obando Cairol digitalizó e insertó en su portal Genearcas el extenso artículo de Manuel Valladares, y lo complementó con valiosos datos genealógicos, a los que recurriremos posteriormente. Debo confesar que la lectura del texto de Valladares no se me hizo sencilla, pues está escrito en un español alambicado, además de que, por tramos, cuesta captar la secuencia en que algunos hechos ocurrieron. No obstante, es realmente excelente en cuanto a la abundancia de detalles en cuanto a acontecimientos y personajes.

Por ejemplo, de la fisonomía de Corti se cuenta con una descripción pormenorizada, que reza así:

Alto más de dos varas, pernilargo, grueso de cuerpo y bien robusto, blanco de color, frente espaciosa, carilleno, de facciones abultadas, pelirrojo, barbicerrado, nariz aguileña y alargada, ojos negros y encarnizados, y un tanto picajoso de viruelas. Vestía por lo regular en América, cuando poseía algo de morusa, debido a sus servicios profesionales, casaca de terciopelo azul, chupa de tela de oro, calzón de terciopelo negro, medias de seda, zapato bajo, hebillas y charreteras de plata y camisa con vuelos, portando reloj de primera con su castellana o cadena al estilo de la época.

Asimismo, políglota como era, además del italiano, dominaba el francés y el inglés, mas no el español —por confesión propia—, pero quizás lo dijo por conveniencia, para evitarse ciertos líos.

La turbulenta vida de Corti

No voy a repetir lo que está narrado ahí de manera prolija —pues el lector lo puede consultar fácilmente—, sino a destacar algunos aspectos que me parecen interesantes en cuanto a ciertas contradicciones entre lo narrado por Zepeda en Tocar el fuego, y el texto de Valladares, que es veraz, pues proviene de fuentes totalmente fidedignas.

La primera, y más que clara, es que Corti no era alemán, sino italiano. Se sabe que nació en Lomazzo, Milán, el 5 de julio de 1753 y, además, hay información sobre su familia.

En cuanto a la segunda, Zepeda relata que Corti arribó por su cuenta a Cartago y que, recién llegado, se enteró de que el hijo del gobernador —cuyo nombre no menciona— estaba enfermo. Al tanto de esta situación, se apersonó a la casa de este, para tratar de curar al infante. Ya en su lecho, «auscultó el cuerpo del niño e indicó unas pócimas y la manera de prepararlas. En menos de dos semanas el niño corría por las calles, jugando con sus amigos». En consecuencia, tal fue la confianza que se ganó ante esta familia, que a Corti lo invitaron a ser el padrino de bautizo del niño, algo grandecito ya —lo cual no había ocurrido antes por falta de curas, algo difícil de creer en la que entonces era la capital de Costa Rica—, e incluso tiempo después hasta le dieron posada en su casa.

En realidad, todo esto es infundado, pues Valladares relata que Corti no llegó solo a Costa Rica, sino con el propio gobernador, José Vásquez y Téllez, a quien conoció en Madrid, cuando este recién había sido nombrado como tal. Antes había vivido en Barcelona, donde con varios compinches dejó una turbia huella de aventuras médicas y amorosas, así como de opiniones heréticas, que lo pusieron en la implacable mira de los gendarmes del Santo Oficio de la Inquisición. A él y a Vásquez los unió el hecho de que, en una providencial oportunidad, Corti «curó tan bien a la señora [María Francisca] Marchena y Vargas Machuca, esposa del Gobernador, que por nada de la vida dejara este de llevarse a Corti a su lado». Es decir, la curada fue la esposa y no el hijo, y ello ocurrió en España, y no en Costa Rica.

Después de partir de Cádiz, y tras una breve estadía en Cartagena, Colombia, donde Corti no dejó pasar la oportunidad para engrosar el ya de por sí apetecible expediente que le preparaba el Santo Oficio, ambos se instalaron en Cartago en noviembre de 1790. Pero Corti no residió en la casa del gobernador, como lo afirma Zepeda. Por el contrario, Valladares especifica que «vivió Curtí el primer tiempo en casa de cierta viuda, doña Joaquina López del Corral, que tenía hijas de buen ver, núbiles y un tanto fáciles».

En dicha casa o pensión familiar también residió su compinche Manuel Marchena y Vargas Machuca —cuñado del gobernador—, y juntos «trazaron la seducción de las muchachas, que a pocos envites rindieron la fortaleza de sus virtudes». Su amigo terminó casado con una de ellas, ante lo cual Corti acotó: «Habrá visto tal tonto, que se va a sujetar a una sola mujer, pudiendo tener cuantas quisiera», expresión que le costó cara, pues sería aprovechada después por quienes lo acusaron por contravenir «la Fe, buenas costumbres y rectitud moral». Ya en Barcelona él se había jactado de haber despojado de la virginidad a nueve doncellas, lo cual quedó debidamente consignado en los registros del Santo Oficio.

Ahora bien, al margen de lo referido por Zepeda en Tocar el fuego —aunque volveremos a otros aspectos posteriormente—, lo cierto es que Corti fue muy bien acogido en la anodina Cartago. Por ejemplo, todos los días almorzaba o cenaba en la casa del gobernador, alternaba con los ciudadanos más educados o influyentes, y ejercía con solvencia su profesión, lo que le deparó una amplia clientela. Sin embargo, en palabras de Valladares:

Carecía absolutamente de todo tacto social, y sus caprichos y prevenciones, la irrespetuosidad que gastaba, las irreverencias en que a sabiendas incurría, el afán de contrariar a sus interlocutores y el de adquirir notoriedad por sus extravagancias, sus modales grotescos y garambainas [gesticulaciones] ridículas, todo hizo que a su alrededor se alzaran enemistades que le fueron funestas y escándalos que dieron al traste con sus prosperidades.

A estos juicios, Valladares —quien lo defiende por sus atributos como médico— agrega que era «vanidoso en extremo», «jactancioso y presumido», «murmurador y ligero en sus juicios, suelto de lengua, procaz en las expresiones, y afanoso de llamar la atención». Además, acota que poco a poco «se deslizó por la desvergüenza hasta hundirse en el cinismo, resbaló miserablemente hasta la truhanería y lo ridículo, hízose odioso por sus pesaderías y gracejadas, y se enajenó la voluntad de gentes que le hubiesen valido en la adversidad».

En resumen, empezó a meterse en líos, así como a enredarse una y otra vez, hasta caer en un auténtico abismo. Fue por ello por lo que, aunque tenía menos de un año de residir en Cartago, ya en septiembre de 1791 se tramitaba una primera queja ante el comisario del Santo Oficio en Granada, Nicaragua. Pero eso no atemorizó ni hizo escarmentar a Corti. Más bien, pocos meses después, el 13 de febrero de 1792, se presentó una denuncia formal contra él ante el cura Ramón Azofeifa Hidalgo, en su condición de Comisario del Santo Oficio en Cartago, quien, durante las tres semanas subsiguientes, entrevistó a numerosas personas. Al fin de cuentas, después de estas jornadas de interrogatorios realmente maratónicos, se le acusó:

Por los delitos de herejía con escándalo de gente sencilla; proposiciones heréticas al negar que la lujuria fuese pecado y al sostener la licitud del concubio con cualquiera mujer; al afirmar que el mundo es «ab aeterno» y al despreciar los sacramentos; blasfemias contra la dignidad pontificia y contra los misterios religiosos.

No obstante, puesto que en aquel entonces los trámites eran sumamente engorrosos y dilatados, aunque Azofeifa acogió la denuncia, «dos años pasaron del recibo de las diligencias instruidas en Cartago a la acusación provisional, de fecha 18 de marzo de 1794», según lo acota el genealogista Obando. Al parecer, tan extensa demora fue propiciada en parte por el gobernador Vásquez y Téllez, amigo incondicional de Corti. Sin embargo, no valió de mucho, pues al atardecer del 4 de junio de 1794 el milanés era capturado y encarcelado, a la vez que se le incautaron sus bienes —que no eran de poca cuantía— mientras se le juzgaba en México, hacia donde debía partir pronto.

El periplo de Cartago a México

Muy a su disgusto, el gobernador fue intimado a colaborar, y tuvo que aportar la escolta militar que vigilaría a su amigo y protegido Corti durante el recorrido por el territorio de la provincia de Costa Rica. Además, según Valladares, al prisionero se le facilitó una montura con su cobertor, así como «las medicinas escogidas por el detenido y las bestias de silla y de carga necesarias, así como bastimentos y comistrajos para las primeras jornadas hasta los lindes de la jurisdicción de la Comisaría». Además, «se le empacó ropa suficiente, interior y exterior, y aun piezas de buen parecer y relativo lujo; chocolate, embutidos, útiles de aseo y objetos de uso indispensable». Completados los preparativos logísticos y, sin más tardanza, la comitiva partió.

Al respecto, en el célebre Álbum de Figueroa, obra del no menos irreverente José María Figueroa Oreamuno, hay un dibujo —trazado de oídas, obviamente, pues este nació en 1820—, en cuya leyenda consta lo siguiente:

Conducen escoltado al gran médico Dn. Esteban Curti, para entregarlo a la inquisición de México, remitido bajo partida de registro por el Santo Oficio de Cartago. La tradición cuenta muchas cosas admirables de la habilidad del insigne Doctor Curti, quien probablemente lo era en medicina, cirugía, farmacia, física, química, historia natural y prestidigitación. Una persona dotada de tales conocimientos, entre un pueblo ignorante y fanático como el de Cartago, no podía pasar desapercibida a la inquisición, la cual se encargó de instruirle un proceso.

Eso sí, el dibujo no es veraz en cuanto a que sus guardianes fueran a pie, pues la escabrosa ruta de Cartago a México se extendía por más de 500 leguas; por las vías actuales, es de 2558 km, demoledora para ser recorrida a pie.

En síntesis, según Valladares, Corti iba relativamente cómodo. En tal sentido, Zepeda exagera de manera desmesurada en Tocar el fuego, al indicar que salió con una cruz a cuestas. Esto es absurdo, pues Corti hubiera muerto de camino, sin ser enjuiciado. Uno puede pensar que lo que hace Zepeda es recurrir a una licencia literaria —de esas que permiten manipular a placer los hechos, personajes, paisajes y fechas—, pues el suyo no es un libro de historia, sino una novela, donde la ficción puede campear sin límites.

Eso sí, ese pasaje del capítulo es muy simpático y hasta hilarante en algunos diálogos, muy propios de la socarrona prosa de Zepeda. Por ejemplo, en una discusión entre el gobernador Vásquez y Téllez y su secretario Ismael, el primero se opone a que el prisionero, además de cargar la cruz, deba ir descalzo. Y, ante la argumentación de este, le replica: «Ni madres, Ismaelillo. Mi compadre conserva sus zapatos y además se crea un fondo de repuesto para cuando los rompa en el camino. ¡En Costa Rica no hay descalzos!». Asimismo, más adelante, al percatarse de que un miembro de la escolta le dio un latigazo a Corti en la espalda, el gobernador respondió airado: «¡Ora cabrón! ¡Cuidado! Ni vos sos romano, ni este judío es nazareno».

Ahora bien, para retornar al rumbo de la inhumana travesía de Cartago hasta México, el 20 de junio Corti fue entregado a las autoridades de Villa Nueva (San José) y al día siguiente, en relevo, a la de Villa Hermosa (Alajuela). Dos semanas después, el 3 de julio, llegaba a Bagaces, Guanacaste, y el día 12 ingresaba a Rivas, Nicaragua, para continuar hacia Granada, donde la comitiva arribó el 25 de julio.

Taimado, como era, Corti se valió de sus conocimientos médicos para empezar a simular una seria enfermedad, lo cual haría de manera recurrente cada vez que la situación se le complicaba, como se verá después. A eso sumó un envidiable don de gentes, para ganarse a las autoridades granadinas. Y lo hizo tan bien que, a puros ardides —que incluían dilatadas consultas por carta a los oficiantes de la Inquisición en México y España—, supo agenciárselas para permanecer en Granada por tres meses, hasta el 28 de septiembre, cuando debió partir hacia León. Ahí le volvió a funcionar su estratagema, orientada a evitar su ingreso a México, donde ya no tendría salvación. Tanto apoyo recibía que, sin haber llegado siquiera a Guatemala, todos deseaban que se le juzgara ahí, para que no tuviera que abandonar el Reino de Guatemala; además, había corrido la voz acerca de su reputación de médico, lo que le permitió ejercer su profesión de manera informal, e incluso granjearse una considerable clientela.

Como sus dolencias no cedían y la época lluviosa estaba en lo peor, eso le favoreció, pues permitió retrasar su envío a México hasta febrero del año siguiente. Fue entonces cuando ingresó a El Salvador, donde recorrió San Miguel, San Vicente y Sonsonate, para después avanzar por la costa Pacífica de Guatemala y encaminarse hacia la capital del Reino el 8 de abril de 1795:

En buena salud, fortalecido y con la mejor disposición del mundo. Tanto hallábase brioso su espíritu, que, contra lo esperado, pidió espontáneamente continuar el viaje a México, esperando salir airosa y prontamente de la prueba a que fuese sujetado.

A pesar de su petición de viajar de una vez a México para saldar cuentas, estuvo doce días en Guatemala donde, una vez más, se ganó la simpatía de numerosos ciudadanos. Tan es así —y eso parece surrealista—, que el propio comisario del Santo Oficio, Manuel Antonio Cortés, ordenó al custodio Domingo Tomé «conducir al reo sin prisiones ni aparto, pero sin permitirle curar en el camino ni pernoctar por su cuenta ni entrar en casa alguna o hablar con alguien, sino a presencia del conductor». Y, una vez en el temido territorio mexicano, lo que recibió Corti fueron numerosas atenciones de parte de las autoridades, «pues cada uno procuraba hacer suave y benigna la situación del caminante».

Permaneció cinco días en Tehuantepec, para enrumbarse hacia Oaxaca el 27 de mayo, donde fue entregado a la autoridad el 1 de junio, es decir, casi un año después de haber salido de Cartago. Tras de una semana de reposo ahí, arribó a Puebla el día 18, donde «permaneció como si no fuera tal preso por delitos de Fe». Su conductor informaría después «que el reo rezaba el rosario fervorosamente y el Oficio Parvo de Nuestra Señora, cumpliendo con el precepto de la Santa Misa, y que se mostró siempre muy humilde y conforme, confiando en su inocencia y en la pronta libertad que habría de obtener».

Cabe hacer aquí un paréntesis en el relato, para referir la sarcástica y colorida forma en que —según el novelista Zepeda—, Corti fue recibido en territorio mexicano. Describe que, en los pueblos, «hombres, mujeres y niños rodeaban a la partida militar tocando tambores y flautas de carrizo, bailando pasos de burlas alrededor del judío, a quien insultaban mientras disparaban cohetes voladores», a lo cual se sumó la quema de muñecos de cartón que representaban al traidor Judas Iscariote. Eso sí, algunas personas misericordiosas le llevaban naranjas, mangos, tortillas y agua en calabaza, pero no podía sujetarlos, por la cruz que cargaba a cuestas. Por el contrario, en un descanso permitido en la Poza del Cura, en el río Sabinal, un hombre hasta le llevó cochito o cerdo al horno, para así mortificar al supuesto judío, pero quedó perplejo al presenciar al cautivo devorar al instante tan apetecible platillo chiapaneco. El cura de la localidad le aclaró que «ellos no comen cochi, igual que los musulmanes, los de Mahoma. Pero con el hambre de semanas, lo come con gran gusto».

Hacia la cueva del ogro

Días después, concluía el extenso y fatigoso periplo de Corti, al ser entregado por fin a las autoridades en México, la capital de Nueva España. Con tantas ansias lo esperaban los inquisidores, que no tardaron en asignarle el calabozo 16, en una cárcel secreta. Ahí permanecería recluido por largos e ingratos siete meses, hasta que se presentara la acusación formal, lo cual no ocurrió sino hasta el 29 de enero de 1796. Y esta fue lapidaria, pues se le calificó de «verdadero y pertinaz hereje; apóstata, secuaz de Voltaire, Rousseau y demás libertinos que ha leído», así como de «sedicioso fautor de los enemigos de la Iglesia y del Estado; impío, extremadamente escandaloso; blasfemo, heretical, temerario, perjuro, católico fingido; falso y diminuto confidente». Para culminar, se le inculpaba por «pirroniano absoluto, impostor y calumniante, amigo de los jacobinos insurgentes de Francia, falaz, embustero, convicto, negativo y obstinado». ¿Alguito más?

Como si Corti no estuviera ya agobiado, el cansino y cruel proceso de acusaciones, defensas y contraacusaciones demoró una barbaridad de tiempo, al punto de que «se llamaron autos en definitiva el 11 de octubre de 1797», es decir, casi 21 meses después de estar él encarcelado. Peor aún, se anunció que el castigo a imponerle no se definiría sino hasta marzo de 1798. Fue ese momento en que se detectó que Corti estaba seriamente enfermo, y que incluso podría fallecer. Por tanto, le dieron un tiempito, y la sentencia se pospuso para el sábado 24 de marzo.

Finalmente, se le sometió a un tétrico acto, para el cual se le atavió con «hábito de penitente, con soga al cuello, mordaza en la boca, coroza y sambenito de media aspa»; la coroza o capirote era un gorro cónico y alto, de cartón y recubierto de tela, mientras que el sambenito era una especie de chaleco largo y abierto, como un peto. Así, inerme, desvalido y humillado, escuchó las lúgubres voces que, presididas por Juan de Mier y Villar —Inquisidor Decano del Santo Oficio de la Nueva España—, le anunciaron que se le desterraba de América para siempre y que se le trasladaría a España, para después llevarlo «a presidios de África, por tiempo y espacio de ocho años». Asimismo, se le comunicó que, debido a su deplorable estado de salud, por un tiempo se le permitiría permanecer en libertad, pero dentro de las instalaciones del Convento de Carmelitas, en Puebla.

Sagaz como pocos, Corti supo aprovecharse de ese recinto y de su fama para ejercer la medicina, lo cual convirtió el inmueble casi en un hospital. Irónicamente, inducidos por la buena voluntad del prior del convento, algunos inquisidores ablandaron ciertas medidas, para que él pudiera continuar en su actividad médica, pues las filas de enfermos eran realmente largas. Empero, como había sucedido en Barcelona años antes, quienes se vinieron encima de Corti fueron los médicos agremiados en el Protomedicato de la ciudad, pues sentían que estaban perdiendo su clientela. ¡Ya era agosto, y Corti estaba haciendo su agosto, pues el dinero obtenido iba para sus arcas!

La presión de los médicos fructificó, y el 13 de agosto Corti fue enviado al puerto de Veracruz, para su remisión definitiva a España. Sin embargo, al llegar el día 18 a Puebla y ser recluido en el convento de Nuestra Señora del Carmen, los hechos se repitieron. Su bien ganada fama de médico había corrido más rápido que el fuego, lo cual convirtió este claustro en una especie de tianguis o mercado, dada la cantidad de gente que acudía en busca del sorprendente médico milanés. Incluso en varias ocasiones se le permitió salir de ese recinto, para ir a aliviar el dolor de enfermos que estaban postrados en sus casas.

Como es de suponer, hubo nuevas quejas, así como intensas presiones ante el Tribunal del Santo Oficio, pues los médicos veían alarmados la merma en sus clientelas. Sin embargo, emergió una figura providencial, el Dr. Mariano José Franquis de Atienza y Palacios, quien era «eclesiástico de grandes merecimientos y de médico anciano reputado el mejor de su tiempo», quien «se hacía lenguas de su colega, elogiándole calurosamente, al extremo de asentar que se sometería a sus enseñanzas, a permitírselo su edad octogenaria». Fue así como más bien se le acogió en un centro de salud —ya no un convento—, el Real Hospital de San Pedro, regentado por el connotado clérigo y médico Ignacio Antonio Doménech. Al laborar en un hospital, esto le permitía ahora salir de sus paredes con bastante libertad, por lo que Corti volvió a sus andanzas de amores volátiles y juicios irreverentes e imprudentes.

Por tanto, retornaron las presiones, lo cual obligó a Doménech a cortarle movilidad, para lo cual lo degradó de médico a enfermero, de modo que se limitara a efectuar curaciones menores, sin salir de ahí. Aceptó el puesto, y fue tan eficiente que «en un par de semanas despejó su enfermería, curando a todos, aun a algunos declarados incurables». ¡No había nada que detuviera a Corti! Irónicamente…, ¡hasta el obispo era paciente suyo! Tan apreciado e imprescindible era, que algunos vecinos acaudalados incluso ofrecieron una donación de 10,000 pesos al erario de la Corona Española, con tal de que se le permitiera a Corti permanecer en Puebla y ejercer su profesión sin restricciones. Sin embargo, tras efectuar las consultas pertinentes en España, esto no fue aceptado, y se decidió trasladarlo a Veracruz, pero al amparo de la oscuridad de la madrugada, y con mucho sigilo. Ello ocurrió el 13 de marzo de 1799, es decir, un año después de haber sido sentenciado.

Ahora bien, al llegar a Jalapa, Corti se valió de su astucia, para autoinfligirse una enfermedad asociada con la gota o artritis; esta fue una treta que le había dado buenos réditos en su paso por Nicaragua, y que —según sospechas de Valladares—, también empleó durante su encarcelamiento previo en México. Estacionado ahí por cuatro meses, volvió a ejercer la medicina con buen suceso, así como a sus crónicas conductas de blasfemo y mujeriego. Pero, cuando ya la situación era insoportable para sus enemigos, y se decidió enviarlo a la fortaleza de San Juan de Ulúa, en Veracruz, lo afectó una supuesta pulmonía. Esto le permitió ganarse algunos meses. Por tanto, no fue sino el 17 de diciembre que, por fin, llegó a Veracruz, donde diez días después subió al navío de guerra San Pedro Alcántara, donde permaneció a bordo por más de un mes.

El destino que no fue

Cuando el buque zarpó, el 19 de enero de 1800, se enrumbó hacia La Habana, Cuba, donde debía hacer una escala. No obstante, las condiciones borrascosas del mar Caribe impedían continuar hacia Cádiz, por lo que el capitán Antonio Alcalá Galiano decidió retornar a Veracruz, pero dejó a Corti recluido en el Convento de La Merced. ¡¡¡Para qué lo hizo!!!

Es cierto que volvió a ejercer su profesión y que curaba «por medios médicos naturales, con gran caridad hacia los enfermos y liberalidad con los pobres», según Fray Francisco Tamariz, guardián de ese recinto, además de que «se ha conducido con regularidad en lo tocante a piedad y discreción, oyendo misa, rezando el rosario y otras devociones frecuentemente y mostrándose respetuoso en la iglesia y con los eclesiásticos». No obstante, gracias a la secreta complicidad de los vigías, «quebrantaba la clausura a toda hora y aun en las altas de la noche salía a devaneos y picos pardos [visita a prostíbulos], y que con varias mujeres de su clientela se extremó torpemente, al punto de que cierto marido de poco aguante iba a matarle por las insolencias y solicitaciones del médico». De veras que parece hecho a la medida de Corti el refrán «genio y figura hasta la sepultura».

Durante su reclusión en ese convento, se estaba a la espera de que en cualquier momento anclara algún barco español, para que lo transportara a Cádiz. Sin embargo, «siempre caía la coincidencia especial de que al presentarse un buque aparecía o se recrudecía el ataque de gota de Corti», por lo que las autoridades se compadecían de él. En tales condiciones, «el Juez de Arribadas no estimaba humano lanzarlo al mar en tan peligroso estado de salud, que afortunadamente al levarse anclas se tornaba en bienestar». Es decir, ido el barco, la salud de Corti retornaba a la normalidad y, por supuesto, él a sus correrías.

Así ocurrió una y otra vez, hasta que un día las autoridades no se dejaron embaucar más. Era el 27 de noviembre de 1802, y la decisión era terminante: enfermo o no, Corti tendría que partir hacia España. Sin embargo, cuando lo buscaron, no estaba, y nunca más se supo de él, excepto por un testimonio muy posterior, que indicaba que «se sabe que está el prófugo en la isla de La Providencia, posesión inglesa en el Canal de las Bahamas, desde donde sigue recetando a sus clientes de La Habana».

Estuviera donde estuviera, lo cierto es que a Corti le había tomado poco más de diez años librarse para siempre de las tenebrosas garras de la Santa Inquisición. Sí, la misma irracional y brutal entidad que cobraba caro las disensiones en materia de fe, dogmas y doctrinas, y que había perseguido con tanta saña a Galileo Galilei —a un altísimo costo para su salud— y llevado a la hoguera a Giordano Bruno, ambos connotados astrónomos.

Se ignora por completo el periplo de Corti tras su evasión, aunque es posible que se instalara en EE. UU., pues el célebre historiador Ricardo Fernández Guardia pudo averiguar que falleció en Filadelfia, Pensilvania, en 1825, cuando frisaba los 72 años. Esto es realmente sorprendente, no solo porque la expectativa de vida era bastante baja en aquel entonces, además de que él —más allá de las enfermedades que hábilmente simulaba— sufrió serias penalidades durante el decenio en que fue estuvo bajo la tutela de los gendarmes del Santo Oficio.

Para concluir esta sección, es pertinente retornar a Zepeda y la novela Tocar el fuego, pues su versión acerca del final de Corti es completamente diferente de la hasta aquí descrita.

Al respecto, lo que él narra no es de su cosecha —aunque de seguro condimentó el relato con algo de su picardía—, sino que proviene de la tradición oral local. Y lo refiere en un pasaje de la novela ambientado en un tramo del camino entre Puebla y México, en las inmediaciones del villorrio de Río Frío, cuando cuatro viandantes cabalgaban por ahí y a uno de ellos, Ezequiel Urbina, le solicitaron que contara esa leyenda, para hacer más llevadera la pesada travesía.

En efecto, narra él que, en el siglo XVIII, Río Frío era un pueblito de sesteo para transeúntes que viajaban de México a Veracruz y viceversa, de modo que había albergues para la gente, al igual que establos, comida y agua para las bestias de carga. Por tanto, valiéndose de esto, había bandas de malhechores que, bien informados por espías del pueblo acerca de las riquezas que trasegaban algunos viajeros, los emboscaban y los asaltaban con facilidad.

Fue así como un día, enterados «del viaje del judío que venía a pie desde Costa Rica, supieron que el prisionero era médico y lo llevaban a morir a México», por lo que atacaron a la escolta del reo, mataron a dos de ellos, y los demás se rindieron. Hecho esto, «los asaltantes se acercaron al prisionero, lo liberaron de la cruz, le dieron de beber un pulque curado, le pusieron el sombrero de uno de los escoltas muertos, lo montaron en su caballo y partieron a su campamento. Desde entonces el médico judío se quedó curando a los bandidos que le salvaron la vida».

De esta narración se colige que Corti se asentó para siempre en la guarida de los salteadores de caminos, desde donde les procuraba auxilio médico, cuando alguno lo necesitaba. Obviamente, esta versión no coincide del todo con la realidad, relatada de manera prolija por el varias veces citado Valladares. Sin embargo, es un buen ejemplo del poder de la tradición oral —siempre cambiante— para distorsionar y perpetuar hechos ocurridos en la vida real.

La huella de Corti en Costa Rica

A pesar de su extensión —por lo cual pido disculpas a los pacientes lectores que han tenido el ánimo de llegar hasta aquí—, este relato no puede concluir sin aludir a la huella dejada por el médico milanés en nuestro país. Y fue de tipo genético.

Harto conocido por su liviandad en amores —en lo cual Valladares detalla más de lo que yo incluí en este escarceo—, y en una época en que no había medios sencillos para el control de la natalidad, es muy posible que Corti dejara hijos en varios de los países por donde transitó. Por ejemplo, en el caso de Cartago, y al referirse a su llegada en 1790, un autor costarricense describe que:

Al poco tiempo Curti [Corti] logró un calificado prestigio como médico, en sus visitas a pacientes, principalmente del sexo débil, visitas que aumentaban cuando los maridos andaban revisando sus cacaotales en Matina o matando indios en Talamanca.

Para continuar expresando que:

Si las sábanas hablaran, se vería que la descendencia de Curti llena muchos folios de nuestros archivos, como lo prueban, para comenzar, todos los que llevan entre nosotros el apellido Iglesias (con I latina o Y griega), escogido en aquellos tiempos para insinuar gran religiosidad.

Dicho autor es ni más ni menos que el recordado y entrañable —ya citado— Joaquín Gutiérrez Mangel, quien en su libro Los azules días dedica un par de páginas a Corti, escritas con gracia y humor, como lo sabía hacer él. Al final del capítulo, tras narrar algunas de las peripecias de Corti, exclama: «Paz a tus restos, ¡querido y pícaro tatarabuelo! Si un día me sobraran un par de añitos me encantaría escribir completa tu biografía». ¡Así que nuestro gran novelista, poeta, ensayista, periodista, traductor, profesor universitario, ajedrecista y prominente militante comunista, era tataranieto del médico milanés! En efecto, él mismo indica que su bisabuela Ramona Yglesias Llorente, casada con Francisco de Paula Gutiérrez Peñamonge, era hija de Joaquín Yglesias, hijo de Corti.

Al respecto, el genealogista Obando profundizó en este asunto, basado en información irrefutable, aportada por el ya citado José María Figueroa Oreamuno, así como por el reputado genealogista Norberto Castro Tosi, al igual que en sus propias pesquisas.

En consecuencia, se sabe que Joaquín Nicolás Yglesias, dejado «expósito a las puertas de doña Juana María Yglesias», nació el 5 de noviembre de 1794 y fue bautizado tres días después; en aquella época era algo común que se dejara a un recién nacido expuesto o desamparado frente a la puerta de una casa, para que lo adoptaran sus habitantes, aunque también era una treta para ocultar o disimular que realmente era hijo de alguno de los habitantes de esa casa. Al hacer cuentas, se percibe que el infante Joaquín fue engendrado a inicios de febrero, en las semanas previas a que Corti fuera acusado por primera vez, pues esto ocurrió a mediados de marzo. Por tanto, cuando él partió, a mediados de junio, Juana María tenía poco más de cuatro meses de embarazo, de lo cual es de suponer que se enteró, pero —según consta en una declaración ante el Tribunal del Santo Oficio— negó tener hijos. Podría pensarse que lo hizo porque Joaquín Nicolás aún no había nacido o, lo que es más probable, para no agravar más su de por sí complicada situación ante los inquisidores.

Ahora bien, al fin de cuentas, el niño alcanzó la adultez y, tras su matrimonio con Petronila Llorente Lafuente, diseminó los genes de Corti en una prole de once hijos, que darían origen a vastas descendencias, comprendidas en familias como los Gutiérrez Braun, Gutiérrez Ross, Castro Gutiérrez, Yglesias Castro, Tinoco Yglesias, Yglesias Tinoco, etc., las cuales a su vez se han multiplicado a lo largo del tiempo, de modo que los genes de Corti circulan hasta hoy entre nosotros, en expresidentes de la República, magistrados, ministros y diputados, así como en destacados médicos, ingenieros, científicos, literatos, intelectuales, abogados, educadores, artistas, etc., algunos de ellos buenos amigos míos.

Palabras finales

Para concluir, es claro que la vida de Corti representa una novela en sí misma, y en la que, sin duda, la realidad supera por mucho cualquier esfuerzo de ficción. Al respecto, el tantas veces citado escritor Manuel Valladares advertía que:

El desdichado protagonista de esa historia inquisitorial tiene lineamientos especiales que no le presentaría desairado en las páginas de una novela picaresca, en cuanto al escenario de sus aventuras, variedad de vida, altibajos de la suerte, enemigos que le dañaran y personajes que le protegieran. No le falta más que ánimos y carácter, y un tanto de mayor ingenio y travesura, que por lo tocante a la audacia y embelecos, despreocupación y maña, poco tiene que envidiar a tipos creados para entretenimiento y solaz de horas perdidas.

Por fortuna, mientras escribía este artículo, me percaté de que, con el título Las ínsulas extrañas, ya en 1986 el amigo Alfonso Chase —laureado poeta y novelista—, había publicado algunos adelantos de una novela sobre Corti en el suplemento «Áncora», del diario La Nación. En estos días le consulté, y me respondió que sigue trabajando en ella, a la espera de terminarla el próximo año. A juzgar por la calidad de los avances que Alfonso nos compartió, no dudo que será una obra magnífica.

Por ello, espero que el presente artículo sea una especie de abrebocas, que nos prepare el paladar para deleitarnos con ese anhelado manjar literario que, de seguro, será exquisito.