Cuídate mucho de relacionarte con un escritor, porque es muy probable que acabes apareciendo en sus obras. El sueño de cualquier narcisista que se precie: qué más se puede pedir que la vida eterna, aunque sea como personaje de ficción.
Ponemos por caso a Nancy Mitford: en sus libros va a estar siempre presente la urdimbre familiar, con todo lo que de auténtico y estrambótico tenía, pero también sus amistades y sus conquistas. Y ahí es adonde quería llegar.
Durante cerca de dos décadas, estuvo vinculada con el secretario del general De Gaulle, el cual nunca quiso estrechar lazos con una mujer que tenía una hermana íntima amiga de Hitler, otra fascista y otra comunista. Por ello, en un principio, hizo un amago de torcer el gesto cuando Nancy le comunicó su intención de dedicarle su libro, A la caza del amor, pero rápidamente aceptó de buena gana, obviando los pormenores. Eso sin contar con que ya estaba presente en la obra (y no solo en esa).
Pero esta es otra historia.
Nancy Mitford, descendiente de una familia aristocrática inglesa, tuvo una vida que mucho distó de lo que socialmente la hubiese correspondido. Novelista, biógrafa y articulista, estuvo relacionada con un gran número de personalidades influyentes del mundo del arte y de la cultura de principios del siglo XX; perteneciente al grupo Bright Young People, entre sus amistades contaban miembros tan reseñables como Evelyn Waugh. Abandona pronto sus raíces para trasladar su residencia a Francia, país por el que se interesa sobremanera, hasta el punto de que varias de sus obras versan sobre algunas de sus ilustres figuras. Una mujer moderna, elegante, hermosa, culta, interesante, con talento y sentido del humor.
Tras varias historias serias con tipos que se debatían entre la homosexualidad y el adulterio, conoce a Palewsky, con quien mantendrá una relación de varias décadas, sujeta a las veleidades del hombre por el que había dejado atrás su país, que nunca dejó de ser clandestina y que solo tocó a su fin cuando este contrajo matrimonio con otra mujer.
¿Qué pudo hacer que una mujer, a todas luces asombrosa, tomase tan malas decisiones con respecto a los hombres?
Otro caso que viene a colación es el de Frida Kahlo.
A las terribles circunstancias que marcaron su existencia, se tuvo que añadir la relación tormentosa con el que fue el hombre de su vida, Diego Rivera, un pintor que ya había comenzado su andadura sembrando hijos por el mundo. Si bien llegó a casarse con este hasta en dos ocasiones, no obstante, nunca dejó de padecer las constantes infidelidades (incluso con su propia hermana), que la sumían en la más absoluta depresión.
¿Por qué una mujer curtida en el dolor, con sobradas dotes artísticas, seguía atada a quien solo la prodigaba sufrimiento?
Será que ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio; contigo porque me matas, sin ti porque me muero.
También está Whitney Houston, aquella mujer de la que todos decían que estaba dotada con un don, que aún nos sigue erizando la piel cada vez que, tras unos instantes de pausa, suena ese chorro de voz gritando «And I will always love you». La que fuera la novia de América decidió embarcarse en un viaje a los infiernos con Bobby Brown, un chico malo como tantos de esos que nos gustan, o un poco peor (mientras anunciaban la noticia de su boda otra mujer anunciaba su embarazo; eso podía haber sido una pista).
Pasó de estar en las listas de éxitos a tirarse por la espiral de autodestrucción y protagonizar portadas con titulares vinculados con las drogas, la violencia doméstica y las infidelidades. Con aspecto demacrado y los dientes negros, confiesa en televisión que no consume crack porque es barato («crack is whack») en un intento bochornoso de limpiar su imagen.
Aquella cantante con un rostro precioso y la misma voz que la de los ángeles, con un futuro prometedor, había perdido por completo el rumbo de su vida. El único futuro que la esperaba era el de aparecer ahogada en una bañera.
Tal vez era eso a lo que se referían nuestras madres cuando nos avisaban de las compañías con las que íbamos.
Estos son algunos ejemplos de la vida real. Sin embargo, cabría mencionar a otro personaje que, aunque de ficción, está en el imaginario de todos (o, al menos, de buena parte de las mujeres de una determinada edad): Carrie Bradshaw, que pasa por una situación muy comparable a las anteriores, a excepción de los estragos de las drogas y demás penurias añadidas.
En su viaje por los territorios inhóspitos por los que ahora la hace transitar el amor, desde fuera, vemos a Mr. Big, un caprichoso seductor al que bien podría aplicársele el tópico de ni come ni deja comer. Va y viene a su antojo, sin compromiso, hasta que se ve atrapado en las redes del amor y opta por poner distancia, dejando a la pobre Carrie desolada.
Carrie le persigue insaciable, mientras nos da grandes consejos, como que una nunca puede salir de casa hecha una piltrafa, por si al destino le da por que os encontréis (una debería aplicarse esta máxima siempre que vea posibilidades de encontrarme con su ex, que vea lo que se ha perdido). A medida que transcurren los capítulos y, tras muchas vicisitudes, Mr. Big acabará sucumbiendo a los encantos de Carrie y regresará a sus brazos, esta vez ya para quedarse.
En cualquier caso, no fue suficiente con que al final comieran perdices. Cabe mencionar que, un tiempo después, hubo dos secuelas, quizás a modo de advertencia: queridas niñas, no os fieis de estos tipejos, porque os van a joder la vida de todas las maneras. O lo que mi tío hubiera dicho, que la cabra siempre tira al monte.
En la primera de ellas la deja plantada en el altar, y en la segunda decide que necesita tomarse unos días libres de la relación a la semana. Al final siempre acaba bien, pero, siendo crítico, cada vez cuesta más creérselo.
De nuevo la incógnita: ¿por qué una mujer triunfadora e independiente como Carrie persigue sin descanso a un hombre como ese?
Y lo curioso es que, después de todo, la moraleja vuelva a ser inténtalo todas las veces que haga falta, porque, si eres pertinaz, terminarás junto a tu príncipe azul. ¿En qué clase masocas nos hemos convertido?
Parece que todo tiene que ver con la evolución y el sistema de apego, que nos lleva a encapricharnos sin remedio de la persona que a veces menos nos conviene. La explicación evolutiva nos viene a decir que necesitamos de un compañero para sobrevivir frente a las adversidades, como sucedía en la era de las cavernas; lo malo es cuando esta elección se fundamenta en los traumas que no han sido resueltos.
Más adelante, Bowlby aportaría una explicación más completa relativa a los sistemas de apego y el modo en que los seres humanos tenemos a bien relacionarnos, con base en lo que ocurre en nuestro cerebro y en nuestros genes. Existen tres estilos de apego, que Amir Levine describe muy bien en su libro Maneras de amar: seguro (se siente cómodo con la intimidad en la pareja), evasivo (le incomoda la intimidad) y ansioso (ansía la intimidad); según sea la combinación de elementos, será la relación. Resumiéndolo mucho, el meollo de la cuestión está en cuando se cruzan el evasivo y el ansioso.
El origen de todo siempre radica en la infancia: la forma de relación con nuestros progenitores y cómo ellos han respondido a nuestras necesidades afectivas va a ser lo que determine cómo nos vincularemos con otros en nuestra vida adulta.
Los principios del apego lo que afirman es que las personas son dependientes en tanto sus necesidades no se ven satisfechas. Ante las carencias afectivas con las que hubieron de lidiar, el ansioso ha desarrollado una especial sensibilidad que le lleva a intentar retener a su lado a toda costa a la otra persona. Mientras, el evasivo, para no salir dañado, rehusará toda implicación afectiva.
En esto se basa el círculo vicioso que se establece sin remedio entre el evasivo y el ansioso, que puede llegar a durar un número indefinido de años y que, por mucho que se empeñen ambos en que funcione, nunca funcionará. La dinámica será siempre la misma: tras un periodo de luna de miel, cuando la intimidad se haga más patente, el evasivo saldrá corriendo en busca de su independencia. El ansioso, temeroso de perderlo, correrá tras él. El evasivo se agobiará aún más y romperá todo vínculo. El ansioso se volverá loco a expensas de una respuesta, hasta que se dé por vencido. Entonces, el evasivo regresará como si nada. Periodo de sosiego y vuelta a empezar.
Es posible que cada reconciliación sepa a piruleta, pero no es nada práctico mantenerse en una relación en la que cada una de las partes habla un lenguaje distinto, que cuando menos te lo esperas uno sale corriendo sin mirar atrás y el otro se queda llorando sin comprender lo que sucede, como un perpetuo habitante de las canciones de La Oreja de Van Gogh.
De los casos anteriores, el de Sexo en Nueva York, aunque perteneciente al mundo de la ficción, no puede reflejar más fielmente la realidad de lo que supone la relación del ansioso y el evasivo. Cuando estás metido hasta el cuello en una relación similar, que te mantiene atrapado desde hace años, de la que no sabes cómo salir, te parece que no es posible que eso les suceda a más personas. Pero no puede ser más de libro: si a Carrie también le pasa, eso me hace sentir un poco mejor.
La psicoanalista Mariela Michelena hace varios apuntes interesantes en sus libros, vinculados con los pensamientos irracionales que actúan como motor en estas relaciones: estamos dispuestas a convertir cualquier sapo que nos pasa por delante en el príncipe azul, nos obcecamos en sacar a la luz unas supuestas cualidades que, aunque no hemos visto, sabemos que existen. Pero lo certero es que «si parece gato, es gato».
No debemos abanderarnos como salvadoras de nadie, ni hacernos cargo o justificar los traumas de otro. En lugar de eso, tenemos que lidiar con nuestra propia herida narcisista para, de una vez por todas, salir del círculo vicioso de las relaciones tóxicas en busca de la verdadera felicidad.
Solución: en primer lugar, ser consciente del problema. No es nuestra culpa topar con la persona equivocada; sí lo es cuando decidimos quedarnos, pese a lo imposible de la ecuación.
En esta línea, algunas lecturas pueden ayudar en la ardua tarea de recuperar el control de nuestra vida. Estos son algunos títulos reseñables:
- Mariela Michelena: Mujeres malqueridas.
- Amir Levine: Maneras de amar.
- Lucía Etxebarría: Ya no sufro por amor.
- María Escaplez: Me quiero. Te quiero.
Por otro lado, canalizar las emociones a través de la escritura puede resultar una forma de terapia muy efectiva. El solo hecho de plasmar sobre el papel la historia que llevamos dentro, nos ayuda a que las heridas cicatricen.
A través del lenguaje, se materializan los hechos, adquiere significado la realidad; la narrativa genera un proceso psicológico que permite la organización y transformación del pensamiento.
Los escritores llevan haciéndolo desde siempre y, más recientemente, está el caso de Shakira: la que en su día cantaba lo del «Waka-Waka», hoy nos deleita con sintonías formadas por las miserias restantes de lo que fuera su intimidad conyugal.
No obstante, aunque no es preciso llegar a este punto, todo el mundo debería estar al tanto de que compartir la vida con un artista tiene sus riesgos; a nadie debería extrañarle. Es una forma creativa de justicia poética.
Ya lo cantaba Juan Perro: «Si declaras la guerra a mi corazón y me haces daño te convierto en canción».