Érase una vez, no hace mucho tiempo, que en un suburbio de la ciudad vivía Maruja, una madre soltera empleada por cuenta propia limpiando domicilios a familias de alto copete. Compartía vivienda con su hija Caperucita Rosa, así llamada en todo el barrio por su vistoso abrigo y capucha rosa (que lucía en las tardes de lluvia). Una tarde de otoño, la madre pidió a la hija que llevara una cesta con empanadas de verduras, fresas del bosque y vino tinto a casa de la abuelita, no porque considerara ello tarea propia de mujeres si no para mostrar respeto hacia la abuela centenaria que vivía independizada y alegre en el centro de la ciudad.
Así, Caperucita se enfundó el abrigo, cogió la cestita y emprendió el viaje a través de calles estrechas primero y de anchas avenidas después.
(Observad queridos lectores que esta familia ofrece sus excedentes alimentarios y cómo la niña sacrifica una partida en la Play para homenajear a la anciana que ya se encuentra en «la tercera edad»).
Por el barrio corría el rumor de que la ciudad se había convertido en algo peligroso, lleno de extranjeros y de gentes con otras costumbres.
—«Ten cuidado, no hables con desconocidos» —su madre ya le había advertido.
Caperucita había consultado en TikTok y con sus amigos/as del colegio, juntos habían llegado a la conclusión de que «eso son manías de viejos». Caperucita, animada por sus amigos y con la experiencia acumulada en sus escasos años de vida, pisó fuerte el asfalto y, mientras caía la noche, caminó decidida en busca de su abuela. Para calmar su sed, se detuvo en una fuente.
—¿Qué llevas en la cesta? —preguntó una voz grave, escondida en la sombra.
—Llevo viandas para mi abuelita que, a pesar de su edad avanzada, vive disfrutando alegría en su casa de la ciudad.
—Te veo lista y experta —dijo la voz— pero debes saber que estas calles son peligrosas para una «joven» como tú.
—No te escondas, te reconocí —respondió Caperucita—. ¡Eres el lobo! Eres insultante y machista. Perteneces a una minoría perseguida, el rechazo social que sufres te ha herido y lanzado a la marginalidad, te obliga a mendigar por calles y plazas en la noche; pero me apiado de ti. Solo verduras llevo y el vino tinto no te debe gustar; toma estas monedas y vete al bar, yo seguiré mi camino.
(¡Ay, queridos lectores! Observad aquí la generosidad de esta niña que es capaz de desprenderse de una moneda para dar limosna a un necesitado, acto poco frecuente hoy en día, necesitado que solo cuenta en su capital con las experiencias vividas).
Caperucita miró de nuevo su GPS en el móvil y —tras consultar largo rato— torció a la derecha. El GPS marca el camino más corto, pero ese camino más corto no siempre es el más seguro. El lobo, en su condición de marginado social no podía pagarse un móvil, así que, guiado por su experiencia, torció hacia la izquierda, atajó por un parque oscuro y, en un «plisplas», se presentó en casa de la abuelita. Subió al 7º piso sin ascensor, derribó la puerta principal y tiró abajo la puerta del cuarto de baño, allí encontró a la abuelita. Sin mediar palabra, «aquí te pillo, aquí te mato», y, sin desmenuzarla ni masticarla, se zampó a la abuela entera —craso error o gran acierto como veremos más tarde.
El lobo solo conservó la peluca de la abuela, las gafas y su inmensa nariz. Se puso la peluca y las gafas y —sin prejuicios respecto al correcto uso de la ropa masculina o femenina— se enfundó el camisón blanco de la abuela y se metió en la cama bajo dos mantas a cuadros rojos, blancos y marrones; luego bajó el volumen de la TV con el mando a distancia que había encima de la mesita de noche y esperó.
Al poco rato entró Caperucita Rosa por la puerta que había quedado abierta, con dulce voz anunció:
—Abuelita te traigo esta cestita que me preparó mamá, son delicatteses bajas en colesterol y bajas en sal y sin azúcar añadido; las preparó mamá para ti, ¡hoy es el día de tu cumpleaños!
—A-cer-cate que te vea hija mía —dijo el lobo.
—Sí abuelita, había olvidado que a tu edad ya eres una persona con la visión disminuida. Pero… ¡qué ojos tan grandes tienes!
—Sí, hija mía, mis ojos vieron y vivieron.
—Abuela, ¡que nariz tan grande tienes!
—Sí, hija mía, mi olfato me guió en esta vida.
—Vaya abuela ¡que buena dentadura tienes!
El lobo saltó de la cama y ambos se abrazaron; fue un abrazo fuerte que Caperucita siempre recuerda.
Sus gritos llegaron a los oídos de un operario del Servicio Público de Reciclaje de Residuos Urbanos —un «basurero», así se les llamaba antiguamente— que ejercía sus labores profesionales justo en esa zona. El operario llegó exhausto al piso 7º 2ª sin ascensor, entró por la puerta abierta y encontró los almohadones del sofá revueltos, varias prendas de mujer —íntimas— tiradas por el suelo o colgando de la lámpara del techo y un olor a incienso que atraía desde el oscuro dormitorio apenas iluminado en rojo. Solo un griterío —yo diría que eran aullidos— se oía sobre el fondo de blues mientras una neblina cubría toda la alcoba.
El operario, dispuesto a intervenir, alzó su capazo para remediar semejante escándalo. Pero, descubierto su gesto, tanto el lobo como Caperucita detuvieron su acto mirando furiosamente al operario, que se quedó pálido.
—¿Puede saberse a santo de qué interrumpe Ud. en nuestra vida privada? —inquirió Caperucita.
El lobo, deslumbrado por la elocuencia de la niña, se paralizó y sintió patadas en el estómago.
—¡Es Ud. un machista y un racista! —espetó Caperucita al operario—. ¿Acaso cree Ud. que las mujeres y los lobos no podemos resolver nuestros asuntos sin la ayuda de un hom—bre?
Momento que aprovechó la abuela para salir del estómago del lobo y, cogiendo el cesto, metió dentro al operario y a la niña y los tiró por la ventana. Cayeron ambos justo encima de un gran toldo de mobiliario urbano construido en tela de algodón ecológico dispuesta allí por las autoridades para ofrecer refugio climático y así reducir la temperatura media del planeta, justo cuando una pareja de metrosexuales tomaba la última copa con jugo de piña y melocotón antes de irse a dormir. La tela ecológica había sido tejida a mano con tanto cariño, que operario y niña rebotaron en ella tres veces hasta tomar impulso y ascender juntos a los cielos.
La abuela y el lobo se miraron dulcemente, acercaron sus cuerpos hasta que sus grandes narices toparon, se cogieron de las manos y caminaron amorosamente hacia la ventana abierta. En un descuido, la abuela recuperó su peluca y se peinó con el peine de hueso blanco, coqueteando. Al amanecer, ambos contemplaron el sol abrazados. Ahí terminaron su vida en soledad, así empezaron su larga vida en común. Fueron felices y comieron perdices.