Antes de referirnos a esta ejemplar mujer, que dejara una indeleble huella en nuestra historia —aunque poco reconocida—, es pertinente recordar que, aunque los países centroamericanos lograron su independencia de España en 1821, su vecina Cuba permaneció avasallada por 77 años más. Alcanzada en 1898, su independencia implicó un alto costo en sangre, dolor y vidas, como sucedió durante la muy cruenta «Guerra Grande» o «Guerra de los Diez Años», ocurrida entre 1868 y 1878, y en la que, a su vez, emergieron ideólogos, conductores y próceres de la estatura de Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Ignacio Agramonte y José Martí.
A pesar de la distancia geográfica, tales hechos y personajes no fueron ajenos a Costa Rica. Más bien, nuestro país apoyó de varias maneras a algunos de esos luchadores por la libertad, y lo hizo con acciones muy concretas, lejos de la retórica o las declaraciones vacuas, tan comunes en el mundo de la diplomacia internacional.
Tan es así, que en 1891 el presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón respaldó una propuesta muy concreta de Maceo: establecer una colonia agrícola con cien familias cubanas en Limón, desde donde se podría apoyar en términos logísticos al movimiento insurgente. Enterado de este proyecto, Gaspar Ortuño Ors —cónsul de España— intervino y presionó para abortarlo, lo que forzó a nuestro gobierno a variar el plan original. Al final, la colonia debió instalarse no en el Caribe, sino muy lejos, más bien en la vertiente del Pacífico, en Mansión de Nicoya, cerca de una hacienda del propio presidente Rodríguez.
Con sus miembros dedicados a la siembra de varios cultivos, y aunque al final no llegaron tantas familias, el asentamiento fue dirigido por el propio Maceo, quien residió en dicho sitio entre 1891 y 1895. Ahí incluso recibió dos veces a José Martí, en 1893 y 1894, para planear acciones en Cuba. El corajudo e indomable Maceo retornó a su patria a inicios de abril de 1895, para impulsar las actividades insurreccionales, pero caería el 7 de diciembre de 1896. Años antes se había librado de morir cuando, el sábado 10 de noviembre de 1894, al salir del Teatro Variedades, en nuestra capital, fue atacado y herido por una turba de españoles.
Debemos al amigo periodista e historiador Armando Vargas Araya el rescate de gran parte de esa fértil coyuntura de hermandad, plasmada en sus libros El código de Maceo, Idearium maceísta y La huella imborrable, este último alusivo a las visitas de Martí.
Un hecho a resaltar es que, en ese contexto de fraternidad y lucha por la libertad, nuestra ciudadanía se involucró de varias maneras. Además de la publicación del periódico El Pabellón Cubano, se fundaron 15 clubes o filiales, no solo en varias ciudades del Valle Central, sino que también en lugares tan distantes como Puntarenas, Nicoya, Limón y Matina. Como una curiosidad, desde Naranjo —mi terruño natal—, con apenas 19 años, mi tía abuela Fidelina (Lela) Rodríguez Rojas no solo participó en actividades de apoyo a la causa cubana, sino que incluso publicó un poema intitulado A Cuba poco antes de la muerte de Maceo. Dicho poema, suscrito con el pseudónimo Eda, y que aparece completo en mi artículo «Tía Lela, poetisa naranjeña» (Nuestro País, 14-VI-10), culminaba con la estrofa:
Vive y triunfa, tierra de intrépidos hijos; y si algo es el ardiente entusiasmo que siento en mi pecho de mujer, recibidlo en mis frases humildes; que entre tanto te miraré complacida surgir del fondo oscuro de la esclavitud, para aspirar el aura grata de la libertad.
En síntesis, en el país había gran efervescencia en favor de esa epopeya libertaria, promovida por las acciones de varias familias cubanas que el gobierno había acogido en nuestro país, firme y consecuente con su inveterada tradición del derecho al asilo político. Y una de esas familias, y de las más activas, fueron los López-Calleja.
De hecho, ya para 1868 estaban aquí los genearcas de esa estirpe, los asturianos Juan López-Calleja Menéndez de San Pedro y María Isabel Pereira Falcón, a quienes se sumó un numeroso séquito, que incluía hijos, nietos, parientes cercanos y hasta sirvientes, pues disfrutaban de una alta posición económica y social en Nuevitas, Camagüey, sobre todo como productores de azúcar y dueños de un hostal. Es importante destacar que la familia decidió emigrar, al ser víctimas de la incautación de sus propiedades, debido a su comprometida adhesión a la causa independentista y antiesclavista, lo cual además pagaron con la vida de miembros de la familia. Ya en Costa Rica, se integraron a nuestra sociedad tan rápido que, para agosto de 1868, su hija Julia —casi adolescente— contraía nupcias con Francisco Quesada Esquivel, ciudadano de buena posición social y económica, que al año siguiente se convertiría en socio del farmacéutico polaco Emilio Moraczewski, dueño de la Botica Francesa, poco después de fundada esta.
Conviene destacar que, más tarde, para 1873, arribaba al país el valiente Francisco López-Calleja Pereira, quien había permanecido luchando en Cuba. Viudo desde el año anterior, lo acompañaba su pequeña Amparo, nacida el 7 de agosto de 1870 de su unión con Trinidad Basulto Aguiar. Esta dama había enviudado de su hermano Juan Bautista, con quien procreó a los jóvenes Aurelio y Alfredo, llegados a Costa Rica con sus abuelos, en 1868; es decir, ellos eran hermanos de Amparo por parte de madre y primos por parte de padre.
Ahora bien, dos decenios después, tras vivir su infancia y adolescencia aquí, ya convertida en adulta, con 23 años Amparo regresaba de estudiar alta cocina en EE. UU., rebosante de inteligencia, sensibilidad y hermosura. Disputada, debido a tan atractivos atributos, dos años después, el 8 de mayo de 1895, subía al altar de la mano del por entonces propietario de la Botica Francesa, José Cástulo Zeledón Porras, descrito por el cura que los casó como «soltero, boticario, de cuarenta y nueve años de edad», es decir, un solterón que casi duplicaba la edad de ella. La recepción se realizó en una hermosa mansión ubicada frente al costado norte de La Sabana —a la par de donde por muchos años estuvo el Conservatorio Castella—, perteneciente al ya citado Francisco Quesada, tío político de la novia y exdueño de la Botica Francesa. Años después, esa morada sería adquirida por los recién casados.
Por fortuna, existen varios testimonios escritos acerca de los aportes de ambos, de personas que los trataron de cerca. Uno es la compilación de artículos intitulada Homenaje a Don José C. Zeledón (1924), en la que aparecen semblanzas escritas por el naturalista Anastasio Alfaro González, el ornitólogo Robert Ridgway —amigo de por vida, desde que se conocieron y alternaron en el Instituto Smithsoniano, en Washington— y el agricultor turrialbeño Juan Gómez Álvarez, amigo entrañable no solo de José Cástulo, sino que también de don Chico —el padre de Amparo—, quien tuvo grandes haciendas en la zona, como Coliblanco y Bonilla. Asimismo, Fausto Coto Montero, quien fue administrador de la Botica Francesa, publicó el folleto Homenaje a Doña Amparo de Zeledón (1951). Toda esa información, más otra derivada de nuestras propias pesquisas, está sintetizada en el libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX, dado que José Cástulo se formó como ornitólogo gracias al médico y naturalista alemán Alexander von Frantzius.
Durante los 28 años que duró este matrimonio, segado por la muerte repentina de él durante un viaje a Italia cuando frisaba los 77 años —al cual aludimos en el reciente artículo «José Cástulo Zeledón, a un siglo de su muerte» (Meer, 13-VIII-2023)—, fueron innumerables las muestras de bondad, compasión, caridad, humanitarismo y solidaridad con las que se prodigó la pareja. En palabras de su colega Robert Ridgway, José Cástulo:
Nunca gastó sus recursos en ostentación ni lujo, que detestaba; siempre en propósitos laudables, porque consideraba el dinero tan solo como el medio de llevar a cabo algo útil.
Por ejemplo, puesto que no tuvieron hijos, adoptaron y mantuvieron a tres sobrinas de Amparo, al igual que al niño Miguel Ángel Castro Acuña, quien padecía de parálisis cerebral.
Las acciones filantrópicas de ella las sintetizaba Fausto Coto con las siguientes palabras:
Los niños y los viejos fueron las paralelas entre las cuales discurrieron sin desmayos —cortos ni grandes—, los maravillosos afanes de su vida. Ello explica las actividades que absorbieron todas sus horas: la orientación de los niños, la dignificación de la mujer en las disciplinas del trabajo hogareño y el alivio de los viejos desvalidos.
Al respecto, como lo manifesté en mi reciente artículo sobre José Cástulo, en los dos negocios que le permitieron convertirse en un acaudalado empresario —la Botica Francesa y la Compañía Industrial El Laberinto—, se contrataba de manera prioritaria a ancianos, viudas, madres solas y niños huérfanos, bajo la aspiración que él denominaba «la república de los pobres». Es decir, José Cástulo y Amparo concebían la caridad no como auxiliar con limosnas a los desvalidos, sino ofreciéndoles empleo en sus empresas, con la convicción de que el trabajo ennoblece a la persona, a la vez que le permite desarrollar sus capacidades plenas.
No obstante, Amparo fue mucho más allá, como lo documenta Coto. En tal sentido, no solo fue generosa con su dinero, sino que además destinó mucho de su tiempo, energía y esfuerzos al impulso de numerosas acciones de bien social, siempre en favor de los más débiles.
De ello da fe su involucramiento como presidenta de la filial costarricense de La Gota de Leche, una entidad internacional nacida en Francia para garantizar la lactancia a infantes cuyas madres no podían amamantarlos. También lo fue de la Casa de Refugio, que era un orfelinato para niñas. Asimismo, sin que sus ideas fueran debidamente comprendidas y apoyadas, participó en el Patronato Nacional de la Infancia, pues concebía que «los derechos del niño como centro de toda la organización social», al igual que expresaba que el Reformatorio de Menores debía alejarse de un concepto casi carcelario, para convertirse en «un gran centro de educación muy bien conectado con la sociedad, para la readaptación posterior de sus egresados». Remarcaba que entes como estos debían contar con pediatras y psiquiatras, para entender bien las causas del abandono y así enfrentar de raíz esta lacra.
En el plano de la salud, propuso construir un hospital para infantes, separado de el de adultos, pues ellos «necesitan ambiente de niños, médicos y enfermeras propios, colores, juguetes, jardines, música». Y no era retórica vacía —¡eso jamás en ella, que era una mujer de acción y de realizaciones!—, sino que incluso ofreció donar un terreno y aportar fondos para empezar a levantarlo, pero su propuesta no fue comprendida ni apoyada. Además, por si no bastara con estas iniciativas, donó dinero para el Sanatorio de Niños Tuberculosos, y financió la construcción de una sala de curaciones específica para mujeres, dentro del Asilo de Viejos.
A estas iniciativas se sumó el indeclinable y firme apoyo al padre Domingo Soldatti con el hospicio de huérfanos que, fundado en Cartago en 1907, dio origen a la Escuela de Artes y Oficios, la cual se convirtió después en el Colegio Vocacional de Artes y Oficios (COVAO). Es decir, Amparo convergía en la visión de los sacerdotes salesianos, en cuanto a dignificar a esos muchachitos abandonados mediante el desarrollo de sus potencialidades, para que pudieran insertarse a la sociedad y realizarse a plenitud como seres humanos. Igualmente, apoyó a Soldatti cuando estableció una Escuela de Artes y Oficios en la capital. Tan estrecho fue su vínculo con la obra salesiana —fundada por San Juan Bosco—, que fue justamente en una visita al Hospicio de Huérfanos de los Padres Salesianos, con sede en Turín, Italia, que José Cástulo sufrió el derrame que lo llevó a la muerte, el 16 de julio de 1923.
Ahora bien, todo este impresionante y admirable caudal de obras filantrópicas no eclipsa, sino que más bien realza, la dimensión política del actuar de Amparo, quien en la sufrida Cuba había bebido de los pechos de su madre Trinidad el amor por la libertad.
Por tanto, fiel a la tradición familiar, siempre se mantuvo muy activa en la lucha por la independencia de su patria natal. Fue así como, desde muy joven, después de fungir como vocal, en 1897 resultó electa presidenta del club Cuba y Costa Rica, en cuya junta directiva participaban también otras parientes. Además, dos meses antes de ese nombramiento, en su primera casa —localizada en el casco capitalino—, se había realizado una espléndida velada, con cena, baile, orquestas y declamación de poemas, la cual permitió recaudar copiosos fondos para la causa cubana.
Muchos años después, ya avezada en lides políticas, cuando su patria adoptiva se vio presa de la arbitrariedad y los desplantes de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados —el primero como desleal militar golpista del presidente Alfredo González Flores, y el segundo como secretario de Guerra y Marina—, no dudó un minuto en enfrentarse a tan pérfida tiranía. Y ahí estuvo también su esposo José Cástulo, para apoyarla sin reservas.
Fue entonces cuando la mansión de La Sabana se convirtió en una especie de centro de operaciones contra la dictadura, donde se efectuaban reuniones clandestinas, e incluso sirvió de refugio al connotado periodista e intelectual José María (Billo) Zeledón Brenes, primo segundo de José Cástulo, autor de la letra del Himno Nacional, y bravío adversario del régimen golpista. De esos aciagos días, el biógrafo Fausto Coto, diría de Amparo que:
Valiente, bella como una estatua de la libertad con la tea inextinguible en la mano, se enlistó entre los valientes y con ellos manejó las armas y alzó el arma de su espíritu hecho fragua de rayos, hasta dar con la tiranía en los suelos; sufrió vejámenes, perdió dineros grandes, lloró de ira muchas veces en el tremendo viacrucis liberador, pero venció.
Convertido en trizas el ignominioso régimen de los Tinoco, el líder revolucionario Julio Acosta García venció de manera arrolladora en las elecciones de 1920, como candidato del Partido Constitucional. Y aunque José Cástulo —hombre muy querido y admirado por el pueblo— fue electo como primer diputado por San José, renunció pronto, para transferir su curul a Billo Zeledón. En realidad, a él no le interesaba el poder, sino el bienestar de la patria.
En síntesis, como lo expresé en mi libro Trópico agreste al referirme a Amparo y José Cástulo:
Cuesta detectar dónde se iniciaban las acciones de uno y terminaban las del otro o, para decirlo de otra manera, había plena complementariedad entre ellos, así como absoluta coherencia entre lo que predicaban y lo que practicaban. Ellos no solo tuvieron iniciativa, buenas ideas y empuje, a pesar de numerosos escollos que debieron superar, sino que también destinaron buena parte de su capital a concretar sus anhelos.
Ahora bien, hay una dimensión que conviene aclarar de nuevo —pues ya lo hice en dicho libro, y de manera más amplia—, y es que, aunque José Cástulo fue sin duda nuestro primer naturalista, es infundado afirmar que Amparo fuera nuestra primera naturalista. Es cierto que ella apoyó a su esposo siempre, e incluso fue integrante de la junta directiva del Museo Nacional después de que él murió, pero no lo acompañaba en sus giras al campo, y tampoco efectuó investigaciones biológicas de ningún tipo.
Pareciera que la confusión proviene de que, como son plantas tan hermosas y a ella le encantaba la jardinería, tuvo una inmensa colección de orquídeas vivas en su casa. Sin embargo, ella no las recolectaba ni les daba mantenimiento, pues de esto se encargaban el suizo Adolphe Tonduz y el alsaciano Carlos Wercklé, quienes eran notables botánicos, pero padecían de dipsomanía, lo que les impedía mantener un trabajo constante, de modo que, para ayudarles, ella los había contratado como jardineros. Fue por esto por lo que —como lo ha sustentado el orquideólogo Carlos Ossenbach Sauter—, Tonduz le envió al famoso taxónomo alemán Rudolf Schlechter un gran lote de ejemplares de orquídeas, en el que éste halló más de 60 especies nuevas para la ciencia y, entonces, por gratitud hacia ella, decidió bautizar varias con su nombre, como lo fueron Amparoa costaricensis —hoy llamada Rhynchostele beloglossa—, Epidendrum amparoanum y Maxillaria amparoana.
Para concluir, se dice que, desencantada por la situación del país, un día partió para siempre hacia Honduras, donde se involucró activamente en su amada obra salesiana, regentada allá por el sacerdote José de la Cruz Turcios y Barahona, futuro arzobispo de Tegucigalpa. Su deceso ocurrió el 20 de abril de 1951, próxima a completar los 81 años.
Inhumada en el cementerio de Comayagüela —no muy lejos de la capital—, años después sus restos fueron repatriados, y hoy yacen en el Cementerio General de Cartago. Aunque poco conocido, su fecundo ejemplo permanece latente en nuestros anales históricos, como una inextinguible fuente de inspiración para quienes luchen por la libertad, en favor de los desvalidos y contra todo aquello que atente contra la dignidad del ser humano.