Isamu Noguchi (1904-1988) ha sido reconocido tras su muerte como uno de los diseñadores y escultores emblemáticos del siglo XX por su integración de elementos de la estética japonesa tradicional con movimientos modernistas y posmodernistas en el diseño, la escultura y las artes escénicas.
De trasfondo familiar inestable, navegó los espacios inciertos entre distintos mundos. Fue tanto un artista estadounidense, como japonés y europeo, aunque nunca se sintió completamente aceptado en ninguna cultura, excepto en México según sus palabras.
Su obra se nutrió del cubismo, del surrealismo y el minimalismo. No obstante, encontramos semejanzas con sus maestros Brancusi, Giacometti y Calder, entre otros, a lo largo de su producción que fue eclipsada por su éxito como diseñador.
No obstante, en Europa, las obras de Isamu Noguchi se consideraron por mucho tiempo como demasiado comerciales y no lo suficientemente artísticas, pese a que trató temas sociales y societarios a lo largo de su vida. La combinación de escultura y diseño produjo un rechazo tácito de críticos y curadores a ambos lados del océano Atlántico hasta los sesenta, particularmente por su exitosa labor diseñando muebles de lujo para fabricantes como Hermann Miller y Knoll.
En retrospectiva, fue hasta 1968, cuando había cumplido 64 años, que empezó a tener mayor visibilidad y reconocimiento como artista merced a su primera retrospectiva en el Museo Whitney de Nueva York.
Casi todas las muestras posteriores en un formato de tributo u homenaje se ocuparon de aspectos específicos de su carrera, como la escultura y el diseño, especialmente en los Estados Unidos.
Por ello, resulta relevante para el análisis crítico e histórico la exposición retrospectiva itinerante de la obra de Noguchi cuyo periplo inició en el Centro Barbican de Londres (septiembre 30, 2021-enero 23, 2022), continuó luego en el Museo Ludwig de Colonia, Alemania (marzo 31-julio 22, 2022), siguió en el Centro Paul Klee, de Berna, Suiza, (septiembre 23, 2022 a enero 8, 2023), y finalmente cerró en el Museo Metropolitano de arte moderno, contemporáneo y marginal de Lille, Francia (LaM) (marzo 15-julio 2, 2023).
Con ligeras diferencias en el montaje y la curaduría de un museo a otro en su tránsito por Londres, Colonia, Berna y, finalmente, Lille, se trata de una exhibición retrospectiva espacialmente armoniosa, diseñada con buen gusto, cálida en su iluminación, donde los objetos trabajados principalmente en piedra, cerámica y bronce han sido dispuestos ornamentalmente para crear una experiencia que evoca por su levedad tanto silencio como aburrimiento.
La precisión del silencio
Silencio y aburrimiento son conceptos filosóficos y creativos que acuden inmediatamente a la mente del crítico al navegar la amplia retrospectiva que por espacio de casi tres años transitó por Europa sintetizando más de cinco décadas de producción de Isamu Noguchi.
Vivimos en una sociedad sonora donde abunda el disonante ruido multisensorial —las voces, el transporte, la música distante, los sonidos de las calles. De hecho, aunque muchos nos quejemos del ruido, este es la fértil cuna de las ideas, la convivencia y el arte.
El silencio, en cambio, es un recurso que empleamos como herramienta cuando creamos. El ruido y el silencio no son una dualidad de opuestos como algunos piensan, ya que ambos se prestan mutuamente elementos. Por ello, nadie puede experimentar completamente el silencio. Aún dentro de una cámara a prueba de ruidos, como apuntó el famoso músico John Cage, el primer ruido que podemos notar es el rugido sordo de nuestra corriente sanguínea, el segundo es el sonido agudo de nuestro sistema nervioso en operación expresado como un zumbido en los oídos.
En un momento de su carrera, cuando se sentía irritado por el creciente escrutinio de su obra, el pintor Mark Rothko dejó de proveer declaraciones y títulos argumentando que «El silencio es tan preciso». En contexto explicó:
Cuando era más joven, el arte era algo solitario. Sin galerías, sin coleccionistas, sin críticos, sin dinero. Sin embargo, fue una época dorada, porque entonces no teníamos nada que perder y una visión que ganar. Hoy no es exactamente lo mismo. Es un tiempo con toneladas de palabrería, actividad y consumo. No me aventuraré a discutir qué condición es mejor para el mundo en general. Pero sí sé que muchos de los que son impulsados a esta vida están buscando desesperadamente esos espacios de silencio donde puedan arraigarse y crecer.
El silencio tiene que ver con el espacio y puede ser estructurado para crear ritmo, conmover, evocar deleite o amor. Isamu Noguchi, como su mentor Constantin Brancusi, crea silencio en el espacio físico con esculturas que emanan quietud nacida tanto de la posición filosófica del artista como del material que utiliza para su expresión como en el caso de En silencio, caminando, escultura en mármol de 1970.
Conscientemente, Noguchi participaba de la posición de Rothko y evitaba casi siempre las cédulas con información sobre sus obras. Las pocas veces que los curadores las han mantenido como algunas obras exhibidas en la presente retrospectiva, suelen provocar malentendidos. Es mejor apreciar sus producciones sin descripciones curatoriales reduciendo el ruido semántico.
Somos adictos al ruido y nos cuesta abrazar el silencio porque este último es disruptivo e incómodo. La solución más común que hemos encontrado en la vida como en el arte para romper nuestra adicción es aceptar dos conceptos aparentemente opuestos: aburrimiento y asombro.
El primero puede inspirarnos si aprendemos a aprovechar ese tiempo por ejemplo para soñar, particularmente cuando somos creativos. En cuanto al asombro se produce cuando experimentamos el silencio y el aburrimiento. En otras palabras, tanto el silencio como el aburrimiento pueden ser estados fértiles para la creatividad en ambos extremos de la producción artística: quien comunica y quien aprecia.
Sin embargo, esto depende de la capacidad del artista para comunicar mediante un silencio que evoque sustancia en sus obras. Un artista que no tiene tiempo para procesar ideas, experiencias, y emociones produce por lo general un silencio estéril. Es una de las diferencias claves entre reproducir pastiches y crear algo nuevo e impactante.
Viene a colación un interesante conversatorio mantenido por el teólogo dominico Mathew Fox y la maestra budista Lama Tsomo en el 2020. En palabras de la Lama Tsomo:
Todo asombro nos vuelve silenciosos y, por lo tanto, todas las experiencias de asombro son un rápido viaje de regreso a ningún sonido, ninguna palabra, a la nada.
Por su parte Mathew Fox declaró que:
Toda creatividad surge de un encuentro con el silencio. Y cuando usted piensa sobre lo que es una experiencia de asombro…esta te calla.
Este prolegómeno es crucial para contextualizar el concepto del silencio que caracteriza la obra de Noguchi y cómo opera su levedad conceptual y espiritual sobre el espectador entrenado. Si estamos buscando un arte verdadero que surja de un conocimiento profundo y nos confronte o nos ponga a pensar, con su verdad, no lo encontraremos con frecuencia en Noguchi.
Cuando recorremos la muestra ningún objeto nos impacta particularmente, no hay en ellos energía emocional o psicológica, solo llegamos a experimentar el progreso de una trayectoria creativa de obras inteligentes pero inofensivas. Y aquí emerge el tema del aburrimiento. No me refiero al concepto del ocio, sino más bien a la vaguedad y el carácter elusivo de la mayoría de sus obras.
Escultura ¿aburrida?
Charles Baudelaire abrió toda una veta sobre esto cuando preguntó «¿Por qué la escultura es aburrida?» en 1846 respondiendo que a este género tridimensional le falta la autoridad de la pintura y la arquitectura que dejan claro cuál es su respectiva posición mientras la escultura «presenta demasiadas caras a la vez» al espectador lo que hace fatalmente dependiente la obra en tercera dimensión de las circunstancias de su exhibición.
En el caso de las obras de madurez de Noguchi, es claro que el aburrimiento no surge de sus facetas según el lugar de exhibición, sino de su concepto y factura o como el mismo responde con una interrogante de su propia cosecha:
Pero ¿cuál es el punto de suave sin duro o peso sin levedad?... En Japón la filosofía del valor relativo de las cosas es llevada tan lejos que en la ceremonia para servir el té emplean una pequeña tela que manejan como si fuera la cosa más liviana en el mundo. Cosas ligeras son manejadas como si fueran pesadas, cosas pesadas como si no tuviera peso —de esta manera uno encuentra un control casi completo sobre la naturaleza en lugar de ser dominado por ella.
En otras palabras, para Noguchi el arte consiste en tratar las cosas conceptualmente sean objetos o espacios con levedad, para él la falta de sustancia que denota su obra, aun la de madurez, refleja levedad.
No que no haya sido una persona creativa e interesante, pero sus obras no nos invitan a mirarlas por mucho tiempo; es como si carecieran de sustancia o realidad. A pesar de su postura de izquierda y preocupaciones ideológicas progresistas, su obra, generalmente pulida y bien compuesta, carece de sentido de urgencia. De hecho, siempre encontró difícil trasladar el enojo y el temor ante la injusticia a sus objetos. Al final, siempre le ganaba la forma y la superficie de estos.
La exhibición, que viene acompañada de recursos documentales sobre su vida, fotografías y videos de distintos momentos de su carrera, parece girar alrededor del poder de una analogía, el playground o campo de juegos para infantes.
En un video aparece sentado sobre uno de los juegos de un parque conversando con su mentor, el arquitecto Buckminster Fuller, declarando cómo le han interesado toda su vida esos espacios que satisfacían su utópica creencia en el poder de la escultura para mejorar la vida.
Vida de rechazos
Noguchi nació en Los Angeles, EE. UU. en 1904, de madre estadounidense-irlandesa, Leonie Gilmour, quien era educadora y editora, y de padre japonés, Yone Noguchi, quien era poeta y educador.
Este último abandonó a la familia antes de que naciera el niño. Sin embargo, en 1906 la madre se trasladó a Japón con él para que pudiera conocer el arte y la cultura del país que veneraba. Allí no se integró totalmente por su mestizaje ni tuvo amistades duraderas, por lo que lo ingresó a un centro educativo jesuita de donde partió en 1918 a La Porte, Indiana, EE. UU., para asistir a un internado y continuar su educación multicultural.
Poco después de la secundaria, se convirtió en aprendiz del escultor Gutzon Borglum —autor de las efigies de cuatro presidentes de los Estados Unidos en el Monte Rushmore— quien creía que Noguchi no tenía el talento para triunfar como artista.
Devastado por la desaprobación de su mentor, Noguchi descuidó su pasión por el arte durante algún tiempo. En 1923, decidió convertirse en estudiante de premedicina y se matriculó en la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York. Reconociendo que la medicina no era su verdadera pasión, se transfirió a la Escuela de Arte Leonardo da Vinci, donde pronto el escultor Onorio Ruotolo reconoció su talento que le permitió sostenerse haciendo sus primeros bustos de retratos.
En 1926, Noguchi vio una exposición en Nueva York de la obra de Constantin Brancusi que cambió profundamente su dirección artística. Por ello aplicó a una beca John Simon Guggenheim, para estudiar en París aduciendo que quería alcanzar a «ver la naturaleza a través de los ojos de la naturaleza y… utilizar la escultura para interpretar oriente para occidente».
Con la beca viajó a París en 1927 y buscó a Brancusi para trabajar en su estudio. A pesar de que el escultor rumano no aceptaba discípulos, le permitió trabajar con él por seis meses. Inspirándose en las formas y la filosofía del veterano artista, Noguchi adoptó el modernismo y la abstracción, infundiendo a sus piezas altamente acabadas una expresividad lírica y emocional, y un aura de misterio.
Piezas como Globular de 1928 hacen eco de la sensualidad metálica del art déco curvilíneo del maestro. Esto establece un patrón en la producción del joven Noguchi que se mantuvo tal vez demasiado fiel a los pioneros modernistas.
Abstracción sin sustancia
En la obra Recuerdos de Brancusi publicada en 1976, Noguchi compartió que el escultor rumano le dijo una vez:
«Tú perteneces a esta nueva generación que irá directamente a la abstracción sin tener que liberarse a sí misma de la naturaleza como lo que ha tenido que hacer la mía». No supe cómo interpretar esto. ¿Era la abstracción pura realmente una forma de progreso?
El cuestionamiento sobre la abstracción pura lo acompañará en su carrera, aunque no se distanciará completamente de la forma humana como evidencian en la muestra obras como Niña china de 1930.
Durante su estadía en París, Noguchi conoció a Alexander Calder y Alberto Giacometti, donde apreció y practicó el arte abstracto, descubriendo nuevas representaciones de formas y formas. Del primero adoptó su caprichosa alegría, escondiendo por ejemplo luces eléctricas en piezas colgantes y de pared, creando paisajes lunares misteriosos.
Del segundo, intentó encapsular en jaulas o estructuras piezas escultóricas colgantes que describían la tensión existencial. Un ejemplo que resume ambas influencias es Infante lunar de 1944. Una obra tridimensional mixta con componentes eléctricos, madera y magnesita.
Agradecido de estar en París durante la década de 1920, pudo presenciar el surgimiento del surrealismo. El movimiento influyó mucho en el trabajo de Noguchi y fue una forma de interpretar las imágenes derivadas de los sueños durante un estado de inconsciencia.
En la década de 1930, Noguchi comenzó a expandir su práctica, experimentando con esculturas, arquitectura paisajista y muebles con base en una amplia gama de materiales, como papel, metal, piedra, madera y loza. Empieza entonces a declarar que:
Todo es escultura. Cualquier material, cualquier idea con impedimento nacido en el espacio, lo considero escultura.
Abrazando todos los objetos e influencias, Noguchi logró convertir los materiales comunes en arte, desarrollando nuevas formas y figuras. A las formas radicalmente simplificadas que aprendió de Brancusi sumó la filosofía de Fuller quien le mostró cómo el arte abstracto puede servir a la sociedad.
Tras regresar a la ciudad de Nueva York, empieza a viajar por Asia, México y Europa desde finales de la década de 1920 hasta la década de 1930, sobreviviendo gracias a encargos de diseño y escultura de retratos. Durante ese mismo período propuso obras de arquitectura paisajista y parques infantiles, y se cruzó y participó en colaboraciones con una amplia gama de luminarias.
Aprovechó cada encuentro creativo para generar amistades transaccionales y cambiar gradualmente el curso conceptual y técnico de su carrera hasta llegar a definirse como un escultor arquitectónico. No obstante, fue por excelencia un autor ecléctico que supo encontrar unidad en las disonancias de las distintas tradiciones culturales y artísticas de las que echó mano, particularmente, para el desarrollo de una obra escultórica de singular levedad por poco más de cinco décadas sin nunca convertirse en un productor de pastiches.
En su versátil producción, concretó esculturas con base en una gran variedad de materiales como piedra, bronce, basalto, aluminio, plástico y cerámica, así como realizó obras sobre papel, diseño de escenografías, lámparas, muebles y espacios públicos.
Reconciliación póstuma
Las condiciones de su nacimiento y crianza crearon una paradoja en términos de identidad cultural mestiza que explican su necesidad de viajar, en particular a Japón. A pesar de que sentía el rechazo de su padre, quería reconciliarse con él mediante creaciones que pretendían llevar la influencia oriental a su país natal.
Por ello, viaja en 1929 al continente asiático, pero recibe antes una misiva de su padre prohibiéndole usar el apellido paterno al entrar a Japón. Noguchi había cambiado su apellido del materno de Gilmour al paterno en 1927 para afirmarse en su naciente carrera como artista multicultural. Por ello, retrasa su llegada a Japón permaneciendo varios meses en China aprendiendo en Beijing con el pintor Qi Baishi.
Finalmente llega a Kioto en 1931 y es recibido por su tío Totato Takagi, sacerdote budista, que lo acerca a la filosofía zen y le permite trabajar varios meses para un ceramista. Allí es introducido a los jardines tradicionales zen que serán la base para sus ideas y proyectos futuros.
Me encuentro como un vagabundo en un mundo que rápidamente se va volviendo más pequeño. Artista, ciudadano americano, ciudadano del mundo, perteneciente a cualquier lugar, pero a ninguno (Noguchi, I., «Un estudio espacial», 1968).
Tendrá la oportunidad de reconciliarse con su pasado tras fallecer su padre en 1947. La Universidad de Keio en Tokio donde su padre enseñó por cuatro décadas le encargó el diseño de un monumento o memorial conmemorativo con base en un jardín de tres esculturas. Noguchi declaró después:
Me volqué en ello, considerándolo como mi acto de reconciliación personal para con mi padre y para el pueblo.
Es posible que Noguchi buscara combinar en cada proyecto, indistintamente de su valor artístico, ideas occidentales y japonesas tamizadas mediante un modernismo global propio como quieren hacernos creer los curadores en su catálogo de la retrospectiva.
La realidad es que la tensión emocional provocada por el reiterado rechazo paterno y profundo desarraigo cultural irresuelto terminan convirtiéndolo en un solitario que sublima las emociones asociadas alineándose estéticamente con la tendencia de artistas como Henry Moore y Ben Nicholson, para producir abstracciones hermosas, pero completamente dóciles derivadas de manera silenciosa de los originales europeos.
Las diez salas o secciones en que se ha organizado esta última estación de su retrospectiva en el Museo LaM de Lille, Francia, se adentran cronológicamente en el mundo de Noguchi. Tres de estas presentan selecciones de obras que expuso en galerías francesas entre 1930 y 1959, tratando de tender un puente multicultural entre oriente y occidente, entre lo figurativo y lo abstracto, entre lo crudo y lo refinado, entre estructura y deconstrucción, entre la modernidad y la artesanía, ente arte y diseño. Al final, Noguchi se queda en medio de dos aguas, entre artista y diseñador.
Esto es ilustrado por las figuras biomorficas y de tono surrealista en las salas del museo que resultan tímidas imitaciones de esculturas mucho más inquietantes creadas por Picasso y Giacometti. Por ello, no debe extrañar, que algunos críticos consideren que sus obras se verían muy bien en una residencia de lujo contemporánea. No obstante, si no hubiera sido un diseñador exitoso, su trabajo como escultor hubiera sido olvidado.
Entre dos aguas
Es cierto que Noguchi afirmó: «No soy un diseñador. Todo mi trabajo, mesas, así como esculturas, están concebidas fundamentalmente como problemas de forma», pero su atractivo como creador ha estribado en su habilidad para moverse entre la escultura, los muebles y los jardines, además de su labor escenográfica para 22 obras de danza moderna de Martha Graham.
Nos hemos acostumbrado a ver la historia modernismo del siglo XX como un período de revolución y resistencia, desde los dadaístas desafiando la Primera Guerra Mundial hasta Picasso exponiendo la barbarie del fascismo. Pero Noguchi revela otro lado del arte moderno: la producción de objetos abstractos y elegantes para embellecer los hogares de los ricos, ya se trate de esculturas o muebles.
No es que Noguchi haya ignorado los tiempos que le tocó vivir. En 1934 realizó una escultura llamada +Muerte (Figura linchada)* con la que protestó contra las muertes de afroamericanos en Estados Unidos por causa del racismo. Fue testigo directo de numerosos conflictos por la historia de sus progenitores. De hecho, en 1942 tras el ataque japonés a Pearl Harbor que allanó el camino para la participación estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, pidió voluntariamente ser internado en un sombrío campamento en Arizona donde miles de japoneses americanos habían sido reubicados.
Aunque su objetivo era ayudar mediante su conocimiento y habilidades artísticas a los internados, nuevamente fue rechazado por los presos que no lo reconocieron como un interlocutor culturalmente afín.
Una de las obras en la muestra realizada entre 1942 y 1943 titulada El mundo es una trinchera se esfuerza por comunicar la esperanza y la desesperación de un soldado atrincherado, con una bandera ondeando en una asta delgada sobre una base negra ahuecada.
Sin embargo, le resultó difícil traducir la ira y el miedo en sus objetos. Le ganó la partida su placer por la forma y la superficie: El mundo es una trinchera termina pareciendo una suerte de campo de golf atractivamente disparatado. Por otro lado, cuando trataba de ser serio se volvía empalagoso.
Su corazón estaba en el lugar correcto, pero su amor por la forma y el espacio estructurado como un jardín japonés le impedía comunicar ira o dolor.
Tras la guerra, pasó más tiempo en Japón y estableció una ingeniosa conexión con la tradición de las lámparas Akari cuando trabajó con una empresa de fabricación de faroles. Adaptó la artesanía tradicional nipona a esferas perfectas y formas libres consistentes con el arte abstracto occidental de mediados del siglo pasado.
Probablemente sean su mayor legado, pero un clásico del diseño no es lo mismo que una gran obra de arte. El público que ha asistido a la muestra ha podido conocer finalmente su obra artística más allá de sus famosas lámparas de papel Akari (l952), y de la mesa Coffee Table (1944). Esta última se convirtió en un clisé del diseño de interiores. Consistente de una superficie de vidrio con tres bordes, curva en las esquinas, descansa casualmente sobre un soporte de madera que luce como una escultura monumental desescalada.
Sus diseños de objetos domésticos son, sin embargo, el resultado de su exploración previa en el medio escultórico. De hecho, distintas lámparas creadas entre 1952 y 1954 con base en papel y bambú son reminiscentes de los cuernos del minotauro de Picasso, o la precaria delgadez de las figuras de pie creadas por Giacometti. Es claro que Noguchi disfrutaba lo que hacía operando con gran libertad creativa y financiera.
Metafísica utilitaria
Noguchi en síntesis fue un artista y un diseñador que prosperó en ambos ámbitos gracias a un espacio hecho posible por el arte abstracto de posguerra, caracterizado por la falta de especificidad de significados, comunicando un mensaje estético multicultural con un aura de iluminación casi metafísica que podía servir por igual a instituciones internacionales, corporaciones y museos que comisionaran su trabajo.
A pesar de retomar una y otra vez en sus parques, memoriales y esculturas elementos de la religión sintoísta, del budismo y del zen, entre otras, no fue un artista preocupado profundamente por lo temas espirituales. En una entrevista con la Revista Newsweek en 1985 precisó su posición sobre la dimensión espiritual y religiosa:
No soy partidario de ninguna religión, pero hay cierto respeto en lo que la religión promueve. Tal vez eso es lo que necesitamos ahora, compartir un impulso, algún acuerdo común de que algo vale la pena además de tener una casa cómoda. Puedes llamarlo religión. Puedes llamarlo arte. Es el espacio más allá.
Aunque estaba informado de los principios y prácticas filosóficas del zen, sus obras no eran el resultado de una profunda meditación que le llevaba a descubrir formas para su expresión. De hecho, aunque muchas de sus producciones incluían la palabra «meditación» o se justificaban como medios o espacios para invitar a meditar, no había en él una práctica espiritual consistente.
El zen, por ejemplo, enfatiza la importancia física de las cosas u objetos por sí mismos —por ejemplo, la vitalidad de una hermosa piedra que difícilmente ha sido tocada por la mano humana—, pero entraña el peligro de enamorarse de la mortal perfección o la simetría idealizada.
Noguchi tomó eclécticamente lo que le interesaba del zen, el sintoísmo, el budismo y otras filosofías sin intentar reconciliar, diluir o exacerbar las diferencias en sus producciones. Eso previno que hiciera pastiches, pero sumió una significativa parte de su producción en un perfeccionismo en la composición y la ejecución de las formas que evoca un silencio estéril.
Era una persona inteligente, optimista, solitaria, interesante y sensible, un viajero infatigable; un amigo transaccional siempre dispuesto a establecer relaciones con figuras prominentes; un promiscuo que no desaprovechaba las oportunidades, pero que casi nunca forjaba compromisos duraderos.
Tuvo además la visión de asegurar su lugar en la historia del arte, al ser el primer artista en diseñar y crear en vida un museo que perpetuara su memoria y legado.
Indistintamente de los variados y a veces contradictorios enfoques de historiadores, conservadores y comentaristas que han participado curando y escribiendo sobre la retrospectiva, a saber Rita Kersting (subdirectora del Museo Ludwig), Florence Ostende (conservadora del Centro Barbican) y Dakin Hart (conservador en jefe del Museo Noguchi), entre otros especialistas, todos parecen compartir un acuerdo tácito sobre no ocultar las obras comerciales del artista al presentarlas en cercanía a sus esculturas en piedra y madera.
Todo en armonía con la convicción mantenida por Noguchi de que el arte era un medio para mejorar la vida del ser humano, embellecerla y dotarla de maravilla. De hecho, lo concebía como una conexión con el universo y con la gente, no como un objeto venerable. Si sus cualidades interdisciplinarias y transculturales lo penalizaron en el pasado, hoy son de interés para historiadores, curadores y comentaristas.
Otro esfuerzo que no pasa desapercibido en la retórica curatorial es sintonizar al artista y su obra con la vena del multiculturalismo y el discurso anticolonial, nuevamente en boga, del cual Noguchi se benefició desde su primera muestra importante en el MOMA en 1946, «Catorce artistas americanos», en la que la curadora Dorothy Miller lo incluyó para compensar públicamente el trato a los japoneses-americanos durante la segunda guerra.
Sus formas orgánicas y suavemente sinuosas no ocuparon las paredes de las galerías, sino que salieron al mundo: los jardines, juegos de niños, escenografías y vestuarios de teatro y objetos en las casas de la gente común.
Es una obra, en resumen, dominada filosóficamente tanto por el silencio como por el aburrimiento que provoca en una sociedad adicta al ruido, donde esperamos del artista, además de excelente oficio técnico y una indagatoria disciplinada, sustancia conceptual que confronte mediante la obra de arte.