Hace poco me hablaron del gesto que tuvo el tenista suizo Roger Federer con su rival alemán Alexander Zverev durante un partido de la Copa Hopman, en Australia, en 2017. Cuando Zverev ejecutó un saque, los jueces lo tomaron como inválido (Out) y el match se disponía a continuar. Para sorpresa de todos, Federer avisó al alemán que su tiro había estado «demasiado cerca», con lo que dio a entender a su contrincante que le convenía solicitar la revisión «Ojo de halcón». La verificación técnica comprobó que los jueces se habían equivocado y que el saque de Zverev era válido. Esto a Federer le significó perder el tanto, pero lo hizo como un verdadero caballero del Fair Play. Los fans aplaudieron la grandeza de su ídolo, que ya es conocido en el mundo del tenis por su intachable ética deportiva.

Desde mi óptica académica personal, la actitud del atleta me recuerda a otras actitudes similares, en tiempos y lugares distintos, que también han merecido la admiración de sus congéneres y alguna que otra reflexión filosófica. La acción de este tenista me remite, más allá de su persona en concreto, a tantas páginas que se han escrito sobre un aspecto esencial del ser humano que intento incluir siempre que puedo en el curso de Antropología filosófica que dicto en Uruguay, y que analizaré en los párrafos de este texto.

Es una experiencia compartida por muchos profesores que, al comenzar un curso nuevo o cuando deseamos aggiornar el que ya dictamos, dediquemos buenas horas a pensar cuáles son los temas realmente importantes para nuestra asignatura. Por importante me refiero a aquellos temas sin los cuales los alumnos no comprenderían a fondo el área de conocimiento de la que tratamos. Identificar estos tópicos nos permite luego diseñar un buen programa de curso, seleccionar la bibliografía adecuada y elegir recursos pedagógicos, entre otras cosas.

Como el objeto de estudio de la Antropología filosófica es el ser humano, una manera útil de encontrar los mencionados temas importantes es plantearnos: ¿qué preguntas se ha hecho y se hace el ser humano sobre sí mismo con más frecuencia a lo largo de la historia? Una de las preguntas que sin duda aparece en la lista es: ¿somos realmente libres?

Responder a esta cuestión es cada vez más desafiante si consideramos que los avances en las ciencias siguen indicando que el ser humano nace y se desarrolla en una red de elementos que existen antes de su voluntad y que influyen inexorablemente en él. En otras palabras, que la persona comienza a existir y crece entre las influencias de un contexto biológico y cultural que no fue elegido por ella. A saber, un determinado código genético, un temperamento, ciertas vivencias que se captan incluso desde el vientre materno, los valores que le inculcan los padres en la primera infancia, la calidad de educación formal que recibe, la religión del país de nacimiento, las debilidades o fortalezas de su cuerpo, su raza, su estructura psíquica, las experiencias tempranas y sus consecuencias en su mapa emocional...

En su libro Ética razonada, el profesor José Ramón Ayllón describe esta realidad como «libertad condicionada» o «libertad limitada». La persona, explica el autor, cuenta siempre con una triple limitación: una física, una psicológica y una moral1. El experto en filosofía de la mente Juan José Sanguineti, por citar otro ejemplo, advierte que es un error creer en una versión «angélica» de la libertad humana según la cual el ser humano es capaz de tomar decisiones de forma 100% libre. Esto sería desconocer el hecho de que, cuando decidimos, esas decisiones están siempre contaminadas por distintos factores como pueden ser presiones del ambiente, defectos en nuestra percepción, la educación que hemos recibido u otros. Este autor recomienda por eso hablar de una libertad humana «imperfecta»: «Las decisiones no surgen de la nada, sino de un sujeto dotado de ciertas condiciones»2.

En efecto, la medicina, la neurología3 y la psiquiatría identifican cada vez mejor la correlación neuronal y química que tienen las decisiones humanas. La manera en que funcionan nuestros cuerpos y nuestras mentes, y la innegable inserción que tiene la persona en una determinada cultura hacen difícil imaginar a un ser humano incontaminado de influjos que son ajenos a su voluntad y que lo predisponen en un sentido u otro en su día a día. Ya sean procesos cerebrales automáticos, predisposiciones genéticas familiares, estructuras emocionales o la impronta cultural del lugar en que hemos nacido, parecería que no somos más que el punto de confluencia de distintos rasgos identitarios que nunca hemos elegido. Y en este escenario, ¿qué libertad nos queda? ¿La pregunta sobre si somos o no libres, no resulta acaso una aporía insalvable enfrentados a los avances científicos que «descifran» la estructura de nuestras acciones?

La anécdota con la que comencé este texto trata de un deportista en un momento y lugar determinados, pero la esencia de su gesto remite a muchas otras anécdotas, algunas heroicas, que la literatura y la filosofía han guardado en su corazón. Las vivencias personales de Victor Frankl durante el holocausto, las de Inmaculée Ilibagiza durante la guerra civil de Rhuanda o las del mexicano Bosco Gutiérrez durante su secuestro, son solo algunos testimonios en primera persona que, mutatis mutandis, hablan de un tipo de libertad que trasciende (o más bien convive con) los elementos que nos condicionan. Frankl llama a este tipo de libertad libertad interior. Ella constituye una idea central de su famoso libro El hombre en busca de sentido y es también una pieza fundamental para la teoría de la logoterapia que él mismo funda.

«Entre estímulo y respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder para elegir nuestra respuesta. En nuestra respuesta radica nuestro crecimiento y nuestra libertad», indica Frankl en su texto, y resulta realmente increíble que el autor detrás de estas líneas sea el mismo que haya vivido la experiencia de un campo de exterminio nazi. Sabemos que allí, la libertad brillaba por su ausencia, no solo en lo que respecta a la libertad de acción (qué cosas podían o no hacer los presos), sino también en la libertad psicológica. Además de los castigos físicos, a los prisioneros se les impedía mantener su nombre, tener objetos de valor emocional o manifestar cualquier tipo de identidad digna. Lo único para lo cual eran libres era, en pocas palabras, ser. En términos de Frankl, en el campo de concentración contaban únicamente con la «existencia desnuda».

Por eso resulta sumamente extraño que Frankl afirme que en este contexto «siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna».

Luego de leer su obra entera, se entiende a qué tipo de elecciones se refiere Frankl. Podríamos llamarlas, quizás, elecciones morales, si consideramos los ejemplos que él destaca de sus compañeros reclusos. Uno de ellos es el caso del compañero con el que caminaba luego de ser liberados:

En una ocasión paseaba yo con un amigo camino del campo de concentración, cuando de pronto llegamos a un sembrado de espigas verdes. Automáticamente yo las evité, pero él me agarró del brazo y me arrastró hacia el sembrado. Yo balbucí algo referente a no tronchar las tiernas espigas. Se enfadó mucho conmigo, me lanzó una mirada airada y me gritó: «¡No me digas! ¿No nos han quitado bastante ellos a nosotros? ¿Mi mujer y mi hijo han muerto en la cámara de gas —por no mencionar las demás cosas— y tú me vas a prohibir que tronche unas pocas espigas de trigo?».

Los ejemplos positivos de libertad moral también abundan en el libro. Son los de prisioneros que de una u otra manera elijen no claudicar en el bien. Estaban los reclusos que iban de barracón en barracón consolando a los demás, aunque tuvieran derecho a deprimirse y dejarse vencer por la amargura; los que compartían su mínima ración de comida con otros; los que intentaban alivianar las cargas del campo con un poco de humor o de teatro. Fue incluso él mismo que, en una ocasión en la que planeaba huir, decidió quedarse para cuidar a los compañeros que lo necesitaban en la enfermería. Esta decisión resultó en un estado de profunda paz interior, según relata el autor, y posteriormente también lo salvó de la muerte. Pero incluso en los guardias Frankl identifica a aquellos que eligen no caer en un maltrato brutal, por más mínima que fuese esta abstención4.

En efecto, es el uso de la libertad para el bien o para el mal el criterio que a Frankl le parece el más adecuado para clasificar a las personas de un campo. Él cree inexacto afirmar que los prisioneros eran los buenos y los guardias los malvados, sin advertir ningún matiz. La escisión que él hace es entre los hombres «decentes» y los «indecentes»5; es decir, los que desde donde están (siendo víctimas o victimarios) deciden hacer el bien y los que deciden hacer el mal.

Por eso, las palabras con las que Frankl decide terminar su libro refieren a este tipo de libertad. Una libertad que consiste en elegir el bien y la dignidad desde las condicionantes inexorables que le acompañan y que, por más avances neurocientíficos que haya, seguirá siendo uno de los mayores misterios humanos:

El ser humano no es una cosa más entre otras cosas; las cosas se determinan unas a las otras; pero el hombre, en última instancia, es su propio determinante. Lo que llegue a ser -dentro de los límites de sus facultades y de su entorno- lo tiene que hacer por sí mismo. En los campos de concentración, por ejemplo, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, observábamos y éramos testigos de que algunos de nuestros camaradas actuaban como cerdos mientras que otros actuaban como santos. El hombre tiene dentro de sí ambas potencias; de sus decisiones y no de sus condiciones depende cuál de ellas se manifieste.

Nuestra generación es realista, pues hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios.

Notas

1 Explica el autor que tenemos una limitación física, porque nuestro cuerpo está sujeto a las leyes naturales que rigen el universo y a las características biológicas, como la genética, que rige a nuestro cuerpo en particular. Psicológica, porque cada uno tiene su propia estructura mental o experiencias personales que han dejado una particular huella emocional o, al menos, está sometido al vaivén de los sentimientos humanos. Y la limitación moral, por último, está en comprender que hay cosas que puedo hacer pero que no debo. José Ramón Ayllón, Ética razonada (2012), Palabra, pág. 24.
2 La cita se encuentra en el punto “3.2. La plataforma de la que surgen los actos decisorios” de la voz Libertad que elaboró Juan José Sanguineti para la enciclopedia filosófica online Philosophica (2019, Pontificia Universidad de la Santa Croce).
3 Agustina Lombardi, por su parte, reconoce cómo la neurociencia descifra cada vez mejor los procesos cerebrales que están implicados detrás de una acción humana determinada, pero pone en duda que estos avances científicos prueben que no somos libres. Agustina Lombardi, “¿Prueba la neurociencia que nuestras decisiones están predeterminadas?” en Quiénes somos. Cuestiones en torno al ser humano. M. Pérez de Laborda, C. Vanney y F. J. Soler (eds.). EUNSA, 2018.
4 Lo explica Frankl en el capítulo Psicología de los guardias del campamento. “En primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos en el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a aquellos que debían ejercer la función de «capos» y en la que es fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más brutales y egoístas los que tenían más probabilidades de sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía en el campo la selección positiva de los sádicos. Se armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas de’ duro bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos unos pocos minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una pequeña estufa que se cargaba con ramitas y virutas de madera. Pero siempre había algún capataz que sentía gran placer en privarnos de esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a las claras la satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar allí, sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la nieve. Cuando a las SS les molestaba determinada persona, siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y altamente especializado en la tortura sádica a quien se enviaba al desdichado prisionero. En tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo siempre creciente, habían sido testigos de los brutales métodos del campo. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter sádico, pero no impedían que otros las realizaran. En cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias había algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré únicamente al comandante del campo del que fui liberado. Después de la liberación —y sólo el médico del campo, que también era prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa fecha— me enteré de que dicho comandante había comprado en la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y había pagado de su propio bolsillo cantidades nada despreciables. Por lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un incidente interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él algunos de los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser liberados por las tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos húngaros escondieron al comandante en los bosques bávaros. [...] El prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho peor que todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los demás prisioneros a la más mínima falta, mientras que el comandante alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la mano contra ninguno de nosotros. Es evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue guardia del campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en términos generales, merecen que se les condene. Los límites entre estos grupos se superponen muchas veces y no debemos inclinarnos a simplificar las cosas asegurando que unos hombres eran unos ángeles y otros unos demonios. Lo cierto es que, tratándose de un capataz, el hecho de ser amable con los prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo es un gran logro, mientras que la vileza del prisionero que maltrata a sus propios compañeros merece condenación y desprecio en grado sumo.
5 Lo dice Frankl en el capítulo Psicología de los guardias del campamento: “De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que hay dos razas de hombres y en el mundo y nada más que dos: la raza de los hombres decentes y la raza de los indecentes. Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún grupo es de “pura raza” y, por ello, a veces se podía encontrar, entre los guardias, a alguna persona decente.
La vida en un campo de concentración abría de par en par el alma humana y saca a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender que en estas profundidades encontremos, una vez más, únicamente cualidades humanas que, en su naturaleza más íntima, eran una mezcla del bien y del mal? La escisión que separa el bien del mal, que atraviesa imaginariamente a todo ser humano, alcanza a las profundidades más hondas y se hizo manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en los campos de concentración.
Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizás mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.”