«¿Dónde están todos?», preguntó Enrico Fermi una tarde en el verano de 1950, cuando el asunto de la vida extraterrestre salió a relucir durante una comida junto a otros personajes igual de eminentes como él.
No preguntaba por la simple vida animal —o meramente molecular— en otros mundos. Su interés estaba en la sofisticada e inteligente, en la que es capaz de manipular la materia, pensar filosofía y producir arte y literatura. Hizo la pregunta al aire, luego de que se barajaran todas las variables sobre el tamaño y las escalas de tiempo transcurridas desde el inicio del universo, que por aquel entonces se estimaba incluso más joven y pequeño de lo que se estima hoy. «¿Dónde están todos?», preguntó Fermi de nuevo, y Emil Konopinski, quien años antes había confirmado con números que las detonaciones de armas nucleares no incinerarían la atmosfera de la Tierra, se encogió de hombros y sorbió su café. Edward Teller, también en la misma mesa, se limitó a decir: quién sabe. Luego guardó silencio, y continuó con sus ensoñaciones belicosas, más brillantes que todos los fuegos del sol. No por nada se le conoce como el padre de la bomba de hidrógeno.
Llama la atención que en un universo con una esfera observable de unos 4.1x1032 años luz cúbicos, lleno de estrellas y, se deduce, con las condiciones adecuadas para la vida inteligente, aún no se tengan noticias de nadie. También es interesante notar que la paradoja de Fermi esté vinculada a hombres que con mucho esmero —e incluso celo— desgraciaron con armas de destrucción masiva a un mundo de por sí ya desgraciado. Si la respuesta a los misterios ya está implícita en las condiciones en las que se hace la pregunta, como creen algunas tradiciones místicas, entonces Enrico Fermi solo hubiera tenido que mirar a sus compañeros de mesa para así aclarar las dudas. ¿Dónde están todos? Tal vez bajo los escombros y las cenizas radioactivas de su propia locura.
Que la supuesta ausencia de contacto con vida extraterrestre se deba a que cementerios planetarios giran alrededor de las estrellas es una de las soluciones más comunes que se dan a la paradoja de Fermi. ¿Cómo sería de otra forma, si nosotros mismos, quienes se supone somos la especie dominante de este planeta, estamos a la merced de reyes y caciques, de señores de la guerra y sus compinches de la banca y el laboratorio, gente que está más que dispuesta a recurrir a medidas apocalípticas con tal de engrosar el bien propio, arrebatar una tierra, adueñarse de recursos, o instaurar explotaciones económicas? En el tiempo que ha pasado desde el inicio del presente conflicto entre Rusia y Ucrania, se les ha calentado la cabeza a muchos cabecillas de Estado y las fuerzas armadas, gente ridícula que no ha tenido inhibiciones en decir que, de llegarse a esos extremos, sería posible sobrevivir un intercambio de ojivas nucleares entre las potencias. Una bravuconada sin sustento que ignora todas las complejidades físicas, químicas y biológicas de un sistema vivo e interconectado, como lo es la Tierra, y que se ha enroscado en las pasiones de más de un corazón.
La aniquilación masiva por medio de intercambios nucleares es el caballito de batalla del pensamiento apocalíptico proyectado hacia silencio de nuestra galaxia y más allá, pero solo por ser el más común. También por ser el único del que se tiene experiencia. Otras formas de destrucción tecnológica en masa son posibles, muchas de ellas descritas por autores de ciencia ficción, otras por teóricos profesionales cuya nómina mensual depende de eso. La mayoría de ellas, es posible, más allá de los alcances actuales de nuestra imaginación, vinculada como está al progreso científico de nuestro tiempo, e incapaz de imaginar las catástrofes que la tecnología del futuro pueda generar. Sea lo que sea, no es complicado suponer que el progreso tecnológico, llegado a cierto punto, pueda suponer el fin de las pretensiones de una especie demasiado inteligente para su propio bien.
O puede ser que no. Como ocurre siempre que se habla «del otro», la aparente falta de vida inteligente más allá de nuestro planeta, así como las fatalidades con las que se justifica su ausencia, pueden obedecer más bien a nuestra capacidad de proyectarnos a nosotros mismos sobre todas las cosas. Que los humanos nos entreguemos con gusto a la barbarie despreocupada en nombre de Dios y Estado, y en el proceso exterminemos a nuestra propia especie, no significa que así sea en el grueso del universo. Existen otras razones menos derrotistas por las que nuestros expertos son incapaces de encontrar a sus semejantes de otros mundos. Tal vez debido a esta misma capacidad nuestra de proyectarnos sobre los demás.
Aunque los criterios de búsqueda del proyecto SETI se han ampliado en las últimas tres o cuatro décadas para abarcar tecnomarcadores y el estudio de actividad química en las atmósferas de exoplanetas, la carta por la que casi todos los interesados apuestan sigue siendo la detección de señales de radio. Pretender que alguien ajeno del todo a nuestra condición terrestre enviará mensajes cifrados en ondas electromagnéticas, y que los científicos estarán ahí para decodificarlas, es una buena postal de los tiempos ingenuos en los que aún nos encontramos. ¿Qué hace pensar que una civilización inteligente y avanzada, poseedora de tecnología y buenas intenciones —se asume— se molestará en jugar al teléfono con nosotros? «Buscar una señal de radio extraterrestre», mencionó una vez Terence McKenna, «es una suposición tan vinculada a nuestra cultura como lo sería buscar un buen restaurante italiano por toda la galaxia». El extraterrestre puede estar ahí afuera, justo enfrente de los telescopios, pero sus maneras y formas pueden ser tan diferentes a las nuestras, que seremos siempre incapaces de reconocerlas. O tal vez solo nos parecerían demasiado extrañas y ridículas para considerarlas ciertas.
Según el mito de origen de la paradoja de Fermi, todo el asunto resultó de una conversación sobre platillos voladores. En ese entonces, la prensa de los Estados Unidos, América Latina y Europa escribía mucho al respecto, por lo que era normal que todo el mundo, desde el más humilde hasta el más brillante, tuviera algo que decir. Aunque por aquellos años el fenómeno de los ovnis, como hoy se entienden, tenía poco tiempo desde que el piloto Kenneth Arnold reportara sus avistamientos en 1947, lo cierto es que las personas han visto señales y prodigios en el cielo desde la prehistoria. Es posible que incluso desde mucho antes, en las brumas anteriores al advenimiento de nuestra especie.
Los que se han molestado en investigar la historia de los ovnis más allá de la fantochería, las falsedades, y las patentes mentiras que se dicen por fama o lucro, se han encontrado con un fenómeno que parece una mezcla entre folclore, psicología y auténticas rarezas. Uno que no solo está construido de tramas contradictorias y complejidades, sino también poseso de un pedigrí que ha evolucionado de la misma manera como lo ha hecho nuestra percepción sobre la sociedad y la tecnología. Que hoy existan quienes gustan hablar de la cuestión como si de visitantes de otros mundos se tratase es lo que resulta de vivir en una era influenciada por la ciencia ficción. Pero en el siglo diecinueve se hablaba de aparatosas máquinas voladoras sobre Europa y los Estados Unidos, operadas por hombres en uniformes extravagantes, y ya en siglos aún más anteriores se hablaba de embarcaciones venidas de Magonia, arriba en las nubes. Cada interpretación aderezada con los sabores de su espacio y su tiempo, y cada una de ellas embetunada de las extrañezas que caracterizan a lo que sea de lo que la gente habla cuando habla de luces inteligentes que ven en el cielo.
Nueve años después de que Fermi charlara con Konopinski y Teller sobre la ausencia de extraterrestres y la presencia de platillos voladores, Carl Jung publicó un pequeño libro sobre el asunto. El platillo volador y todo lo que se le asociaba, para él, era una imagen proyectada por el inconsciente colectivo; una representación simbólica de los arquetipos que definen a la psique humana, así como reflejo de la incertidumbre por la modernidad tecnológica en la que la humanidad comenzaba a adentrarse. El ovni, entonces, sería un hecho verídico capaz de ser observado por más de una persona, pero su naturaleza, según Jung, no sería material, sino psíquica. Una proyección de las estructuras mentales que subyacen al ser, y revestida de las sensibilidades de la era espacial, de la misma manera como se cubrió de motivos religiosos y mitológicos en épocas pretéritas.
Pero tiene su dimensión terrena y práctica. El engaño y la verdad a medias también son parte del combustible que energiza al platillo volador, así como son parte del condimento de la geopolítica y la psicología en masas. Sabido es que las agencias de inteligencia y las fuerzas militares han utilizado el gusto de la gente por el platillo volador como herramienta para la manipulación de percepciones. Gran parte del folclore moderno alrededor de los ovnis es producto de auténtico marketing hecho por la CIA y el Pentágono; de agentes que se han infiltrado en los grupos y convenciones de interesados por la ufología; de insiders que confiesan a guionistas y directores de cine sobre lo que supuestamente ocurre en instalaciones secretas en desiertos y montañas, mientras más extravagante sea la historia, mucho mejor. Maquinaciones de espías y generales viejos a los que les conviene que la gente curiosa salga de noche a buscar naves extraterrestres, en lugar de inmiscuirse en auténticos proyectos de armamento secreto. O cosas peores.
Si hay algo que debería aprenderse de la locura de los últimos años, es que las estructuras que definen a nuestra civilización, desde lo religioso y lo estatal, pasando por lo científico y lo económico, no son tan rectas como parecen. En parte, por estar a manos de simples mortales llenos de pasiones. Cada uno dispuesto a vender a su madre con tal de arraigarse al control del pensamiento, imponer la voluntad o ganar algo de prestigio. La mentira y la manipulación son herramientas tan válidas como cualquier otra para lograrlo.
Las cosas no tienen por qué ser reales para causar una influencia tangible, y llama la atención notar que la oficialía estadounidense, esa que desde los años cincuenta denunciaba como falsos o erróneos todos los reportes sobre actividad extraña en el cielo, sea la misma que hoy en día —desde finales de 2017 pero sobre todo a partir del verano de 2020— comienza a admitir ante la prensa la realidad y el misterio de un fenómeno que tal vez tiene menos que ver con las estrellas y más con lo que ocurre, como apuntó Jung, en nuestro espacio interior. Como si no tuviéramos suficiente con los efectos secundarios de una pandemia mal gestionada. O la erosión de la libertad de opinión. O la inminente superficialidad de miles de personas cuyos trabajos serán automatizados por la inteligencia artificial. O el creciente entrometimiento del Estado en nuestra vida privada a través de teléfonos, redes sociales, y otras vanidades. O una guerra al este de Europa que puede salirse de control. O la cada vez más polarizada división política que ya causa estragos entre amigos y familiares, y cuyas flamas a los medios les encanta echar gasolina. O cualquier otra de las pequeñas y grandes molestias de corte social y tecnológico que perfilan a los 2020 como la década en la que la vida en la Tierra, finalmente, comienza a parecerse a una extraña novela de ciencia ficción.
Para quienes han esperado revelaciones sobre la supuesta presencia de naves de otros mundos en la Tierra, este es el momento que han deseado durante años. Para quienes intentamos encontrar sentido a este sueño, se trata de una curiosidad más en una vida volátil y compleja. Pero para un ilusionista, acostumbrado a ganarse el pan en la calle y los escenarios, esto no es más que una distracción jugosa. Una manera de dirigir la atención del público más allá de las maquinaciones detrás del truco.