La dictadura debía cumplir, en 1974, con el otorgamiento del Premio Nacional de Literatura. En 1973 no hubo discernimiento del galardón, por razones conocidas. En cambio, hubo escritores represaliados, torturados y rumbo al largo exilio. Entre ellos, el poeta chilote Aristóteles España, nuestro querido Tote, que recibió el atroz privilegio de ser el más joven de los prisioneros políticos en la Isla Dawson, cuando aún no cumplía los 17 años de edad. Aristóteles jamás bajó la cabeza ni pidió clemencia a sus verdugos de uniforme, pese a las recomendaciones de sus compañeros de cautiverio. Así, las secuelas de los apremios y torturas recibidos marcarían su existencia para siempre.
Jorge Teillier nos contó una de sus notables anécdotas, ocurrida el 13 de septiembre de 1973, cerca de la medianoche. Jorge, en compañía de unos amigos, permanecía en un departamento del barrio Bellavista. Ninguno de ellos se había enterado del terrible suceso del 11 de septiembre; desconectados e inadvertidos por completo del mundo circundante.
El poeta de Lautaro abandonó el lugar, para dirigirse a su casa. Las calles estaban vacías, escaseaba la luz y un frío penetrante calaba el alma de Santiago del Nuevo Extremo. Jorge caminó, rumbo a Plaza Italia. Vestía jeans y una polera, lucía en extremo desgreñado y barbón, con el pelo revuelto; sí, semejaba un pordiosero o un temible revolucionario salido de una fantasmal trinchera de la Izquierda. Cuando cruzaba la esquina de calle Pío Nono, apareció una patrulla militar. Lo pusieron de espaldas contra la pared, exigiéndole su identificación. El poeta no llevaba nada encima. Dijo su nombre, tartamudeando. Los milicos le apuntaron con sus fusiles.
En aquellas horas trágicas —recordemos— si te sorprendían en la calle durante el toque de queda, eras muerto seguro… Una luz brilló en la cabeza de Teillier, la porfiada llama de la memoria; metió su mano en el bolsillo trasero del pantalón. Sí, ahí estaba, arrugado y seboso, su carné de socio de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech); lo extrajo, temblando y se lo pasó al joven oficial. Éste reaccionó: —Ah, vos soi escritor huevón… ¿Y qué mierda andai haciendo a esta hora en la calle?
Lo condujeron a su domicilio. Después de narrar la historia, Jorge extraía la deteriorada tarjeta de identificación gremial y literaria, diciendo: —Este carné me salvó la vida… ¿Cómo no voy a querer a la Sociedad de Escritores de Chile?
En 1974 hubo Premio Nacional de Literatura. Recayó en Sady Zañartu, escritor costumbrista que elaboró una producción estética de escuela decimonónica, alejada de la circunstancia histórica y social en la que vivió. Literatura memoriosa, con sesgo histórico y resabios de ese patriotismo bélico y nostálgico que la burguesía acomodada de este país hizo suyo, como expresión de nacionalismo territorial, aun presente en sectores de la Derecha más ñoña que entiende a la nación chilena como una hacienda agrícola propiedad de su patrimonio privado. Memoria Chilena, de la Biblioteca Nacional, ofrece la reseña cuyos párrafos más significativos reproducimos:
—En sus novelas retrató las costumbres de las épocas que evoca, muchas de éstas con un reconocido tinte poético, como en las que se inserta en la tradición de la llamada «novela histórica». Los temas que trata se relacionan con la época colonial y más cercanos a la «historia novelada» o «biografía histórica», donde abundan las descripciones de las épocas que narra o bien las costumbres que allí se muestran.
—Sady Zañartu nació el año 1893 en la ciudad de Tal-Tal. Ya en Santiago, estudió en el Internado Nacional Barros Arana, Instituto de Aplicación e Instituto Nacional. En su carrera como periodista, colaboró en algunos diarios y en revistas como Zig-Zag, donde se desempeñó como director entre los años 1925 y 1928, y también en los diarios: La Nación, Los Tiempos y El Sur de Concepción, además de las revistas Atenea de la Universidad de Concepción y En Viaje, esta última, importante publicación mensual de los Ferrocarriles del Estado.
Era, para la Junta Militar gobernante, el más adecuado de los candidatos; su obra y su vida no constituían ninguna amenaza contra el nuevo orden, donde aún Pinochet no había agarrado, como único patrón de barco, el gobernalle del Estado.
Sady Zañartu recibió el premio más apetecido de nuestras letras a los 81 años. Suele decirse que este es un galardón de carácter geriátrico, pues la mayoría de los premiados accede a él para disfrutarlo en breve espacio de tiempo.
Zañartu sobrevivió ocho años más en su posesión. Era un asiduo socio del Pen Club de Chile, cuyos miembros, en las décadas de los 70 y 80, se mostraron proclives y aun simpatizantes declarados de la dictadura, quizá para contrastarse con la Sech, a la que se acusaba de «proselitismo político», por defender la libertad de expresión y exigir justicia para los escritores desaparecidos bajo la garra de los servicios de seguridad.
A partir de 1974, el Premio iba a entregarse cada dos años, y no anualmente, como fuera antes del golpe. Esta disminución arbitraria podemos entenderla como una economía de recursos públicos y también como la constatación de que, en la literatura, sobre todo, a la Derecha le escasean figuras de prestigio, aun cuando pueda atraerlas a sus filas por medio de jugosas prebendas. Hasta hoy, pues, siguen campeando los años pares y nada hace prever un cambio.
Al cumplirse cuarenta años de la asonada militar, en el 2013, el diario El País, de España, publicó un interesante artículo sobre el acontecer literario durante el régimen de facto que aherrojó la patria de Gabriela y Pablo:
—Tratándose de Chile, no hay que extrañarse de que la poesía presente una riquísima veta de reflexión y trabajo de la memoria respecto del golpe y la dictadura. José Ángel Cuevas es uno de los poetas que ha tomado esa línea desde sus recuerdos del golpe hasta el deslavado presente de la política. Rodrigo Lira, que se suicidó en 1981, a los 32 años, dejó atrás una colección de poemas entre los que destaca «4 trescientos sesenta y cincos y un trescientos sesenta y seis de onces», críptico título que captura de manera magistral los cinco primeros años —sin ninguna referencia concreta— de la dictadura militar.
—Juan Luis Martínez incluyó en La nueva novela un poema que podría emparentarse con Casa tomada, el cuento de Julio Cortázar, pero que en realidad es una muy sutil y sobria manera de referirse a los detenidos desaparecidos.
—En este ámbito el libro cumbre es, sin duda, Canto a mi amor desaparecido, de Raúl Zurita, un poemario donde la fuerza épica de la poesía del autor alcanza sus máximas cumbres en la evocación y lamento por esos cuerpos torturados y asesinados condenados además a perderse en el fondo del mar o en tumbas ignotas donde se les niega a sus cercanos hasta el consuelo del recuerdo y el homenaje. Enrique Lihn y Diego Maquieira son otros poetas que, desde la ironía o el esperpento, en libros como París, situación irregular o La Tirana, retrataron magistralmente la sofocante atmósfera del Chile de la dictadura.