Hace exactamente un siglo, a mediados de julio de 1923, la sociedad costarricense fue conmocionada con una inesperada y lúgubre noticia. En efecto, en una época en que ya había teléfonos en el país, e incluso era posible enviar telegramas o cables internacionales, un aciago día llegó uno desde Italia, con el siguiente mensaje: «Turín 17.- Zeledón, San José, Costa Rica. José sufrió ataque apoplejía día 3, falleció el 16; cadáver embalsamado, ley impide transporte estación calurosa. Corvetti y Costa presentes. Esperen cartas. Amparo».
¡Había fallecido el dilecto ciudadano José Cástulo Zeledón Porras, y lejos de la patria! El cable lo suscribía su esposa, la cubana Amparo López-Calleja Basulto, con quien había emprendido un viaje para conocer Europa, él con 77 y ella a punto de cumplir 53 años. Asimismo, en ausencia de hijos por los cuales velar, por varios años habían contribuido en numerosas obras y acciones de filantropía, y orientado sus afectos hacia los niños pobres, lo cual los acercó a la comunidad salesiana, cuya misión es la educación y santificación de la juventud desprotegida. Por tanto, durante su visita a Italia se habían propuesto conocer el Hospicio de Huérfanos de los Padres Salesianos, con sede en Turín.
Para entonces José Cástulo era un solvente empresario en varios ramos. Se había iniciado en 1873 como administrador de la Botica Francesa, localizada por entonces al costado sur del Parque Central, donde por muchos años estuvo el edificio del Banco de Crédito Agrícola. Gracias a los ahorros que acumuló, pudo adquirirla en 1890 para, con su socio Federico Hermann Gottfried y los conocimientos farmacéuticos de Juan Antonio Fittye Brauns —ambos costarricenses, pero de padres alemanes—, darle una inusitada proyección, al punto de desarrollar casi 360 marcas propias, que incluían medicinas para personas y animales, cosméticos, perfumes, pastas dentífricas, etc.
Dos decenios después, ya afianzado económicamente, en 1910 fundó con Julio Alvarado Rodríguez la Compañía Industrial El Laberinto —al sur del casco capitalino, donde hoy está la Fábrica Nacional de Trofeos—, que era un complejo de fábricas de jabones, tejas y telas, más un aserradero. Según su entrañable amigo turrialbeño, Juan Gómez Álvarez —abuelo de los recordados botánicos Luis Diego Gómez Pignataro y Jorge Gómez Laurito—, este proyecto tenía un propósito altruista más que comercial, pues aspiraba a que se convirtiera en lo que José Cástulo llamaba «la república de los pobres», al emplear a ancianos, viudas, madres solas y niños huérfanos.
Es pertinente destacar que José Cástulo también incursionó en el mundo de la política, pero solo con fines de servicio y genuinamente patrióticos, como debería ser. En efecto, en 1920 encabezó la papeleta de diputados del Partido Constitucional, por San José. Ello ocurrió cuando, tras la caída de la oprobiosa dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados, contra la cual luchó de manera valiente y frontal junto con su esposa Amparo —extraordinaria mujer, acerca de la cual escribiré un próximo artículo—, el mencionado partido llevó al poder al líder opositor Julio Acosta García. A pesar de que no estaba muy bien de salud, José Cástulo quizás aceptó la postulación debido al bien ganado prestigio que tenía entre el pueblo, pero renunció el propio día en que inició labores el Congreso, y fue sustituido por el destacado intelectual José María (Billo) Zeledón Brenes, primo segundo suyo.
Por cierto, para entonces Billo —de notables destrezas como escritor— era administrador de la Botica Francesa, pero años antes, por necesidades económicas, había desempeñado labores bastante modestas ahí. Narra él mismo que, con 26 años por entonces:
Una noche, como a las ocho, estaba yo ocupado en embotellar uno de los muchos preparados de aquella Botica, cuando recibí una llamada del Ministerio de Instrucción Pública. Cambié mi ropa de trabajo y acudí al llamado. Era para notificarme que mi composición había sido premiada por el jurado […]. Ello ocurrió el 24 de agosto de 1903.
Fue así cómo, en un acto discreto, pero muy significativo, esa noche se oficializó la letra del Himno Nacional de Costa Rica, cuya partitura había sido compuesta por Manuel María Gutiérrez Flores medio siglo antes, en 1854.
Para retornar al fallecimiento de José Cástulo, sufrió un desmayo el 3 de julio, mientras visitaba el ya citado hospicio y, una vez internado en el Hospital San Juan de Dios, se le diagnosticó una apoplejía o derrame cerebral. Semana y media después expiró, a pesar de los cuidados de varios médicos, entre los que figuró su amigo Giulio Corvetti Ferrabiago, quien había residido en Costa Rica. A continuación, se debió embalsamar su cuerpo, que debía permanecer en Italia, pues era verano en Europa y, además, no se podía garantizar su integridad durante la travesía hasta Costa Rica. Por tanto, había que esperar una ocasión más propicia, y fue así como, casi un semestre después, su cadáver fue transportado hasta Puerto Limón, donde arribó el 18 de diciembre. Su inhumación se efectuó dos días después en el Cementerio General, en un conmovedor y concurrido acto.
De esta manera, se cerraba el círculo, y concluía la travesía vital de este magnánimo caballero, que pudo haber sido un ciudadano más, pero no lo fue. Veamos por qué.
Nacido en Los Anonos —en el actual cantón de Escazú—, y después residente exactamente detrás de la Catedral Metropolitana, todo empezó un día de 1862, cuando, con apenas 16 años, su padre se propuso conseguirle empleo. Y, quizás porque desde su infancia había mostrado interés por la naturaleza, y por las aves en particular, lo llevó a la botica del médico Alexander von Frantzius. Llegado al país a inicios de 1854 junto con su colega Karl Hoffmann, ambos alemanes eran naturalistas, y a von Frantzius los grupos que más le interesaban eran las aves y los mamíferos, de los cuales nos legaría dos invaluables catálogos años después.
Cabe acotar que José Cástulo provenía de un hogar de clase media, fundado por Manuel José Zeledón Mora y María del Carmen Porras Vargas, quienes procrearon once hijos. Además de poseer algunas fincas de café, su padre fue gobernador de San José por casi 30 años. Asimismo, su familia tenía importantes vínculos políticos, pues su padre era sobrino de Juan Mora Fernández —nuestro primer jefe de Estado—, mientras que su mamá era prima tercera de la madre del prócer Juan Rafael (Juanito) Mora Porras.
Visto ahora en retrospectiva, el día en que don Manuel llegó con su muchacho al umbral de la botica de von Frantzius, estaba a tan solo un paso de introducirlo en un recinto que marcaría su vida para siempre pues, si bien funcionaba como un punto de venta de medicinas, en realidad fue mucho más que eso para el talentoso mozalbete. Esto es así porque José Cástulo no se limitó a fungir como un simple dependiente, sino que se interesó mucho en los especímenes de aves y mamíferos que su jefe embalsamaba, para enviarlos a museos en el extranjero. Y, poco a poco, su patrono se metamorfoseó en tutor y mentor, no solo para instruirlo en las artes de la taxidermia, sino que también para acrecentar su vocación por el estudio de los animales y, más importante aún, para enseñarle a razonar y a actuar como un científico.
Al respecto, los antecedentes y credenciales de von Frantzius eran excepcionales, como lo documentamos en detalle en el libro, Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX. Por una parte, había sido discípulo de connotados científicos, como el zoólogo y fisiólogo Carl Theodor von Siebold, el anatomista y antropólogo Johann Ecker, el morfólogo y fisiólogo Johannes Müller, y el patólogo humano Rudolf Virchow, que fue el proponente de la teoría celular. Además, ya graduado, fue compañero de trabajo de los fisiólogos Jan Evangelista Purkinje y Johann Czermak, así como del químico Robert Bunsen y el físico Gustav Kirchhoff. Para culminar, cuando llegó a Costa Rica portaba una carta de recomendación dirigida al presidente don Juanito Mora por Alexander von Humboldt, el más grande naturalista de la época, cuyo inmenso legado científico pervive hasta hoy.
En síntesis, como lo manifestamos en el artículo «José Cástulo Zeledón, primer naturalista costarricense» (Revista de Ciencias Ambientales. Vol. 52(1), 2018), en esa relación cotidiana:
Sin percatarse, José Cástulo recibía a diario las enseñanzas de un serio e inquieto científico, que traía consigo, ya destilados, no solo conocimientos innovadores, sino que también el fruto de conversaciones, discusiones, debates, etc. en torno al quehacer científico. Fueron seis años de rica interacción entre mentor y discípulo, quien al lado suyo y de manera casi inadvertida se transformó de imberbe adolescente en adulto.
No obstante, lamentablemente, tan grata y profunda relación formativa se tronchó de súbito, pues a inicios de mayo de 1868 falleció la esposa de von Frantzius y, bastante enfermo él también, decidió retornar a Alemania para siempre. Esto ponía en aprietos a su pupilo, quien «después de mi partida, se vería obligado a buscarse un puesto de aprendiz de comerciante, con lo cual ya no tendría ni la oportunidad ni el tiempo de seguir con sus estudios y colecciones, como lo ha hecho hasta ahora conmigo», según lo manifestó en una carta a Spencer F. Baird, subdirector del Instituto Smithsoniano, en Washington, con quien mantenía contacto epistolar desde 1862.
Sin embargo, por fortuna, von Frantzius y Baird supieron aquilatar el potencial de José Cástulo, y entendieron a cabalidad que él podría realizarlo y completarlo en tan prestigiosa entidad que, aunque no es una universidad, es un centro de altísimo nivel científico. Por tanto, había que buscar la manera de financiarle una pasantía, por unos dos años. Al final, acordaron que von Frantzius cubriría los US$ 250 del viaje, y que Baird exploraría alguna fuente para su manutención, quizás como ayudante de investigación. Así ocurrió, y la noche del 13 de junio von Frantzius y José Cástulo zarpaban de Puntarenas hacia Panamá y después viajaban hasta Washington, donde el primero dejó al jovencito y continuó hacia Alemania.
Fue así como, con apenas 22 años, y proveniente del entorno aldeano de San José, de pronto José Cástulo se vio inmerso en la vorágine de la capital de EE. UU. Presa del inevitable mal de patria, y con algunos conocimientos del idioma inglés, poco a poco empezó a desplegar sus habilidades, gracias al padrinazgo y el afecto de Baird, del reputado ornitólogo John Cassin —quien murió poco después—, y de su compañero Robert Ridgway, cuatro años menor que él, quien a partir de entonces se convertiría en su gran amigo, de por vida.
Ahí permanecería no dos, sino cuatro años, dedicado de lleno al estudio de las aves. En realidad, no tenía prisa alguna por regresar, pues en Costa Rica no hallaría trabajo, dado que en la Universidad de Santo Tomás no había carreras relacionadas con las ciencias naturales, además de que aún no existía el Museo Nacional.
Mientras se debatía en cavilaciones acerca de su futuro, por azares del destino, de súbito apareció una oportunidad providencial. En efecto, tras la apertura del ferrocarril al Atlántico, el gobierno del general Tomás Guardia Gutiérrez se proponía organizar una expedición a la vasta e ignota región de Talamanca, para buscar yacimientos de oro y carbón, al igual que a inventariar plantas y animales con potencial económico o comercial. Y fue así como, encabezada por el geólogo estadounidense William More Gabb, se le ofreció el puesto de zoólogo a José Cástulo, el cual, por supuesto, aceptó, pues sabía mucho de aves, bastante de mamíferos, y algo de otros grupos faunísticos.
Repatriado a fines de 1872, ya el 26 de febrero de 1873 se unía a los demás expedicionarios, para enrumbarse hacia la enigmática Talamanca. Sin embargo, tristemente, para él todo no fue más que un espejismo. Además de que la malaria afectó al grupo muy pronto, empezaron los conflictos con Gabb, de quien diría que «no se pudo haber hallado peor hombre, avaro al extremo, caprichoso, y sin la menor disposición ni aptitud para fungir como jefe». En consecuencia, a pesar de su humildad, compañerismo y carácter sereno, no toleró las viarazas de Gabb, y decidió renunciar en junio.
A partir de entonces, con 27 años, sin trabajo y enfermo de malaria —cuyas secuelas lo afectarían por el resto de su vida— se instaló en la capital, sin saber qué hacer de su vida. No obstante, tanto se le respetaba que, muy pronto, ya en agosto se le contrataba como administrador de la Botica Francesa, fundada en 1869 por el farmacéutico polaco Emilio Moraczewski, y por entonces propiedad del empresario Francisco Quesada Esquivel. ¡Quién habría de imaginar que un joven formado en el campo de la ornitología lograría impulsar con tanto éxito ese negocio! Creo que el hecho de ser bilingüe, más su claridad de pensamiento y sus capacidades analíticas —pulidas durante su estadía en el Instituto Smithsoniano—, así como otros atributos personales, le permitieron dar tan insospechado salto.
Ahora bien, para fortuna de nuestras ciencias biológicas, sus ocupaciones de administrador no le extinguieron ese fuego interno que von Frantzius había detectado y avivado en él. Y fue así como, a pesar del serio agobio y desgaste provocados por la malaria, cada vez que podía emprendía excursiones para recolectar aves y mamíferos, o compraba especímenes y los embalsamaba, con la destreza que lo caracterizaba. Aún más, de su propio bolsillo financió nada menos que cinco pasantías en el Instituto Smithsoniano, para comparar sus nuevos especímenes con los de las colecciones ahí presentes.
Asimismo, un hecho a resaltar es que cuando, gracias a las reformas impulsadas por el gobierno liberal de Bernardo Soto Alfaro, se planteó la idea de crear el Museo Nacional, José Cástulo actuó como intermediario para que su futuro director, el joven Anastasio Alfaro González, efectuara una pasantía de seis meses en el Instituto Smithsoniano —costeada por nuestro gobierno—, en cuanto al funcionamiento y administración de museos. Además, ya fundado dicho ente, en mayo de 1887, él fue integrante de su primera Junta Administrativa, y de diversas maneras colaboró en sus actividades. Una de ellas fue la venta de su invaluable colección de aves —de 1090 especímenes, y en la que estaban representadas unas 400 especies, debidamente clasificadas—, para que dicho ente pudiera empezar a funcionar; las vendió por 1500 pesos, un monto más bien simbólico quizás, pues él era sumamente generoso.
Sobre esto último, debe destacarse que, una vez convertido en un acaudalado empresario, actuó como un verdadero mecenas de jóvenes naturalistas, como el propio Anastasio Alfaro y José Fidel Tristán, así como de algunos extranjeros. Por ejemplo, en dos ocasiones financió de su bolsillo los pasajes de barco y la estadía de su entrañable amigo Ridgway, para que recolectara ampliamente en el país y enriqueciera las colecciones del Instituto Smithsoniano, además de que arriesgó a prestarle un monto alto de dinero para que pudiera publicar su valioso libro, Color standards and color nomenclature, el cual alcanzó tal éxito, que permitió recuperar los costos.
A propósito de libros, es pertinente aquí una digresión, para indicar que en lo único que José Cástulo se mostró parco, fue como escritor, a pesar de que redactaba de manera excelente en español e inglés. En realidad, a su haber hay apenas tres publicaciones estrictamente científicas: Catalogue of the birds of Costa Rica, indicating those species of which the United States National Museum possesses specimens from that country (1885), Descripción de una especie nueva de gallina de monte (1888) y Catálogo de las aves de Costa Rica (1888). A éstas se suma un capítulo intitulado «Reino Animal» (1886), en el libro Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos de Costa Rica, editado por Joaquín Bernardo Calvo Mora. Es decir, quizás por recato, timidez o falta de tiempo, nos privó de relatos de viaje y remembranzas, al igual que de biografías de científicos con los que alternó, como los que escribieron los naturalistas Alfaro, Tristán y Ottón Jiménez Luthmer, todos de pluma exquisita. Pero, bueno… ¡nadie es perfecto!
Para concluir, y a manera de síntesis, debe reafirmarse que, gracias a su preclara inteligencia, iniciativa y empeño, así como a la intervención oportuna, visionaria y solidaria de von Frantzius y Baird, José Cástulo se convirtió en nuestro primer naturalista y, sin egoísmo alguno, también sirvió de puente, a la vez que de gozne, para que el legado de los naturalistas pioneros —el danés Anders Oersted y los alemanes Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius— se acrecentara con los aportes posteriores de los naturalistas suizos reclutados como parte de la Reforma Liberal, como Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz.
Eso, sin lugar a duda, lo inmortaliza en los anales históricos de nuestras ciencias biológicas, y conviene recordarlo y reafirmarlo hoy, al conmemorar el centenario de su partida.