Para María y Jordi, con cariño.
Hace poco más de cuatro semanas, pasé algunos días en Belmonte de San José —en el Bajo Aragón— para poder dar un adelanto a un proyecto con el que he estado peleando desde los días de la pandemia, o tal vez más. Decir que mi objetivo era acelerar mi ritmo natural de trabajo y, así, ver pronto un fin a lo que parece interminable, no hace justicia a las intenciones más complejas detrás de mi estancia, pero es una manera de entender las razones que me llevaron hasta ahí. Es una villa de 136 habitantes, con una extensión que apenas roza los 34 kilómetros cuadrados, asentado todo junto al río Mezquín, y en medio de un silencio cuya profundidad es difícil de entender para quienes hacemos vida en las grandes ciudades.
El suyo es un silencio sobre el que parece como si todas las casas y edificios públicos, plaza y calles se hubieran construido. Por los adoquines de los callejones se escuchan algunas risas o pasos, y tan solo un poco de fiesta algunas noches. La campana de su iglesia recuerda la hora cada treinta minutos y, si se guardan las palabras y se presta atención, también pueden escucharse los murmullos de la vida silvestre que entra y sale por sus portales. Sobre todo, el canto de los pájaros, en especial de los vencejos, que en estas épocas del año parecen ser los únicos que cruzan el cielo.
Sus materiales principales son la piedra y la madera, y estos a su vez crujen de vez en cuando con el paso de las horas. Como deben de crujir las construcciones y los muebles a los que ha dignificado el tiempo. Una dignidad como la que se encuentra en la casona en la que hice mi estancia. Se puede encontrar en línea como La Casa de Belmonte, aunque ermita para escritores sería una manera más acertada de referirse a ella. O al menos así lo fue en la temporada breve que pasé ahí. Pues, aunque por lo general se encuentra habitada por autores de toda clase que buscan un espacio tranquilo en dónde trabajar, durante esas semanas la tuve para mí solo. Con su tres plantas y abundancia de habitaciones, de las cuales la mía fue de las más espaciosas y privilegiadas. Con su terraza con vistas a la iglesia. Con su biblioteca y sus pasillos. Con Pez y Ratón, los dos gatos que cuidan de todo el conjunto, y cuya presencia ahí es parecida a la de los fantasmas curiosos.
Sobre las sutilezas en la personalidad de Pez y Ratón no puedo decir mucho, salvo que el primero me quiso y el segundo pasó de mí. Es difícil saber quién es quién si se les mira de pasada, pero cualquiera que se detenga a estudiarlos se percatará de que a Ratón le hace falta la cola. Según me dijo María Ruiz, quien regenta todo el proyecto desde hace unos dos o tres años, son un par de chicos callejeros a los que ella y Jordi Gallen —su marido— salvaron de un mal destino. Entre los mimos de María y la comodidad de un espacio lleno de atmósfera y libros, la vida dentro de la casona les ha sentado bien. Mientras que Pez es envalentonado y toma confianza luego de unas horas, Ratón es tímido y un poco arisco. Ambos se mueven por la casona con total libertad. Rascan sus paredes y brincan por las escaleras. Llaman de una esquina a otra e, incluso, piden que se les preste atención. Se asomaban con cautela a la biblioteca todas las noches, cuando me sentaba a leer después de un día entero de escritura y paseos.
De paseos, pues no todos podemos mantener el juicio a base de escritura. Belmonte de San José, la urbanización, se recorre en unos minutos, y es posible hacerlo sin toparse con una sola persona, según momento del día y circunstancia. Un paseo por sus calles puede tomar incluso un par de horas, si se tiene la voluntad de detenerse a estudiar algunos de sus detalles arquitectónicos e históricos. Pero hay otros mundos más allá de las murallas, y el paisaje alrededor, dueño de cierta aridez, es muy benévolo en estas épocas. La villa está rodeada por montes que dan buenas vistas y rutas de senderismo que son una manera muy efectiva de mantenerse en forma y con un esfuerzo mínimo. Aunque varían en intensidad, no son senderos complicados de andar y son un buen ejercicio luego de una jornada larga de escritura sin tregua ante el escritorio. En compañía de nadie más, salvo uno mismo.
Es fácil encontrar estas rutas y se llega a ellas con un poco de intuición, aunque existe también la señalización suficiente para quienes puedan tener problemas en leer el paisaje. Todos los días, sin excepción, a eso de las siete de la tarde, salía de la casona y me iba a merodear por esos lugares. Era una franja horaria ideal para mí, pues, aunque pasaba la mayor parte de las horas escribiendo en mi habitación, no me molestaba pasar otras tantas dentro de mi cabeza mientras caminara entre aquellas piedras y coníferas.
Como bien ocurre en muchas ocasiones, el salir a dar un paseo, ejercitarse, sudar y batallar un poco, me servía como un tónico para liberar los bloqueos que asolan a este y a los demás oficios creativos. Aunque no es una fórmula con una eficacia total, el contacto con el paisaje, en mi experiencia, hace que las ideas fluyan. Que las soluciones se encuentren y que maneras más novedosas de pensar tomen raíz en la mente. Muy común me fue en esos días encontrar la solución a un problema de trama, a un diálogo necesario, o a una situación clave, de la cual me hubiera olvidado al llegar de vuelta a la casona si no lo hubiera anotado en una libreta con la que cargaba. De igual manera, hubo ocasiones en las que lo único que me llegó a la cabeza fue una impresión sobre la antigüedad de esos paisajes y sus poblados, y de cómo el tiempo ahí se percibe de maneras más profundas (incluso geológicas) para quienes voluntariamente nos refugiamos ahí, lejos de la velocidad que hoy se considera la norma de la vida moderna.
De tanto en tanto, se encuentran pequeñas ermitas que adornan las rutas y los campos de almendros. La más destacada, la de San José, está a unos tres kilómetros de la villa, en la punta más alta de un monte al sureste, y fue ella mi destino final de casi todas las tardes. A la fecha en la que escribo esto, se encuentra en renovaciones, por lo que no me fue posible visitar su interior. Sin embargo, lo que no vi por dentro lo admiré a las afueras, pues a poco más de 700 metros de altura, tiene una gran vista de toda la comarca. Desde ahí es posible ubicar varios de sus pueblos, colinas y campos lejanos. Incluso pueden llegar a verse los Pirineos en días de mucha claridad. Como bien ocurre en los lugares santos y silvestres, el silencio ahí arriba es grueso. Solo de vez en cuando lo interrumpe el canto de algún herrerillo capuchino o de una curruca cabecinegra, el aleteo de una tórtola o la voz de alguna otra ave que me avergüenzo de no identificar. También por los sonidos que el propio planeta hace a lo largo de sus diversos procesos, tanto los inmediatos como los que duran siglos.
El silencio de la soledad tiene su papel en la búsqueda mística del alma, pues el Reino del Cielo, según el libro de Lucas, está en el interior. Pero también tiene el silencio su lugar en el solitario proceso de la creación artística y literaria, así como en la musical. «He hecho demasiada música hoy», dice Chang Lien en palabras de Pascal Quignard, «voy a lavarme los oídos en el silencio». Pues la literatura y el arte, así como la música, son productos no solo de la experiencia y la imaginación activa, sino también frutos que crecen y se nutren en el silencio. No por nada, la Casa de Belmonte fue diseñada por un arquitecto de Navarra y pasó a ser propiedad de cierto personaje de la iglesia española. Uno con gran amor por el violín, el cual se escuchaba por todas sus galerías y habitaciones. También más allá de sus ventanas abiertas, para el deleite de quienes vivían por aquellos años en la villa.
En una ocasión, al volver a la casona luego de una de esas excursiones a la ermita de San José —y más allá—, me encontré a Pez sobre mi escritorio. Parecía estar leyendo las notas cursivas en mi libreta, pero seguro debía tener su mente en asuntos de mayor importancia para los miembros de su especie. Como yo era el único residente humano ahí, me acostumbré a salir de la casona sin cerrar con llave mi habitación, por lo que el gato, a gusto en su dominio, debió sentirse con la libertad de husmear ahí dentro. ¿Y a ti quién te dio permiso de entrar aquí?, quise saber entre risas, y él me miró con esos ojillos claros que no saben parpadear. ¿Te parece que necesito pedir permiso para entrar y salir por las estancias de mi casa?, pareció preguntarme.
Decidí ser buen huésped y acariciar su espalda gris oscura sin decir una palabra más. Encontrando entonces la manera de cómo salir de un problema de trama en el que los personajes de mi novela me habían llevado. Ahí mismo, en esa casona, en medio del silencio de la noche.