Señor:
Tú me conoces mejor que nadie. Soy ese muchacho cananeo cuyos padres emigraron a la Argentina. Eran parte de la cristiandad primitiva. Del lugar donde Jesús realizó su primer milagro en las Bodas de Caná de Galilea, convirtiendo el agua en vino (Juan 2:1). Entre los Siglos XVI y XX toda mi tribu padeció bajo el dominio del Imperio Otomano. Los cristianos no tenían ni ciudadanía, ni derechos, ni podían adorarte como quisieran. Yo me sentía orgulloso de ser cristiano, porque mis ancestros habían resistido todo ese tiempo, dando la buena batalla sin doblegar su fe.
Cuando cumplí 11 años, la tía Noha me regaló un ejemplar del Nuevo Testamento. Comencé a leerlo por el libro de Mateo, el primero en la traducción Reina-Valera. Me encontré en el capítulo 15 versículos 21-28, con el episodio de «Jesús y la mujer cananea». Es el mismo suceso que también narra Marcos en el capítulo 7 versículos 24-30, bajo el título «La fe de la mujer siro-fenicia». Allí comencé a cuestionarme el mensaje de Jesús y a interpelarte a Ti, ¿por qué y para qué lo habías enviado?
La historia, según la cuentan Mateo y Marcos, es así: Jesús sale de la tierra de Genesaret donde acababa de sanar a multitud de judíos y fue a la región de Tiro y de Sidón (las dos ciudades puerto, históricamente, más importantes del Líbano) que, por entonces, era habitada por cananeos. Para la cultura rabínica de esos tiempos, los cananeos eran considerados gentiles, como los samaritanos y tantos otros pueblos. Los judíos no se trataban con los pueblos vecinos para no contaminarse, ya que se consideraban el pueblo elegido de Dios. Su idea de la divinidad era tribal, no ecuménica.
Por esa razón, Jesús y sus discípulos trataron de ocultarse de los gentiles, entrando en una casa para que nadie los viese. Pero no pudo esconderse, porque una mujer cuya hija agonizaba atormentada por un espíritu inmundo, apenas oyó hablar de él y sus curaciones, se arrojó a sus pies clamando y rogando que sanara a su hija. La mujer era griega y siro-fenicia de nación; y le rogaba que echare fuera de su hija al demonio. Pero Jesús no le miró ni dirigió la palabra, mientras sus discípulos le aconsejaban que la echara, porque el llanto desgarrador de la mujer podía atraer a los pobladores.
Jesús, dijo: «No soy enviado sino a las ovejas extraviadas de la casa de Israel». La mujer, sin inmutarse, se arrodilló ante él y le rogó ¡Señor socórreme! Respondiéndole él le dijo: «No está bien tomar el pan de los hijos (de Israel) y echarlo a los perrillos» (los cananeos). Y ella respondió: «Si Señor, pero aún los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces Jesús le respondió y dijo: Oh mujer grande es tu fe; hágase como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora».
Cuando leí estos pasajes, sentí la dureza de corazón de Jesús y sus discípulos. Nunca olvidaré la humillación que me invadió. Tantas generaciones de la civilización cananeo-fenicia dando la vida por Jesús, un judío ortodoxo, como todos sus discípulos, al que sólo le importaba salvar a las ovejas descarriadas del pueblo de Israel.
Les hice ver a mi padre y a mi madre la humillación que nos había infringido Jesús. Que la verdadera curación se produjo por la enorme fe y el amor de la mujer cananea, quien le dio una verdadera lección de compasión a él y sus discípulos. Ellos me respondieron que no debía juzgar de esa manera a Jesús, quién finalmente movido por la misericordia, sanó a la hija de la mujer siro-fenicia. Entonces me fui a ver al Padre Farah, de la Iglesia Ortodoxa San Jorge, solo para obtener una respuesta paliativa y edulcorada como la de mis padres.
Señor, hoy tengo 42 años, he recorrido buena parte del mundo, he conocido e interrogado a rabinos, imanes, sacerdotes católicos, pastores luteranos, adventistas, bautistas y no puedo develar este enigma ¿Jesús vino a salvar y redimir a la humanidad o a unos pocos extraviados de la casa de Israel? La respuesta que no me pudieron dar los Doctores del Templo cristianos y no cristianos, me apareció -de repente- como a Saulo de Tarso en el camino a Damasco.
Hace una semana me atropelló una motocicleta que venía a gran velocidad, arrojándome a varios metros sobre el pavimento, donde quedé inconsciente. Al despertar en el Hospital, tres días después, me dijeron que no me preocupara, que gracias a Ti había nacido de nuevo. Entonces pasó algo formidable, fue una revelación. Seguramente, el golpe de mi cabeza sobre el pavimento me había ordenado las ideas y, lo que es más asombroso, había resuelto el dilema que arrastré durante 30 años.
De repente comprendí que Tú eres el Único omnisciente, omnisapiente y omnipotente. Tú eres el Creador del hombre y del universo y tu creación es perfecta, como Tú mismo lo confirmas en el Génesis capítulo 1 versículos 27-31: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera…». Ello me clarificó la pregunta sobre el mal, su realidad y creación, que tanto tiempo me angustiara. El mal es una creación del hombre, que no puede vencer a sus tres grandes enemigos: el pecado, la enfermedad y la muerte, que carecen de realidad. La única realidad eres Tú y tu creación espiritual. Porque Tú eres Todo en todo, el centro y la periferia, el Uno y el Infinito.
También me reconcilié con Jesús, al que mis ancestros llamaban Jesús el Cristo. Porque entendí que el Cristo es lo divino que habita en toda tu creación, mientras que Jesús fue un ser humano, un profeta maravilloso que vivió 33 años y, sólo en los 3 últimos, nos enseñó el camino para vencer a los tres grandes demonios: redimir a los pecadores, sanar a los enfermos y alcanzar la vida eterna. Jesús fue el ejemplo humano y el Cristo la idea divina que habita en cada hombre.
Su expiación fue necesaria para enseñarnos cómo derrotar al postrer enemigo: la muerte, demostrando que lo único que se puede crucificar es la carne, nuestro ser verdadero es espiritual, no tiene comienzo ni fin, sino que coexiste con su Creador. Como dijo Teilhard de Chardin: «Somos seres espirituales viviendo una experiencia humana y no seres humanos viviendo una experiencia espiritual».
En suma, Señor, lo que no se comprende en años se revela ante la inminencia de la muerte. Las religiones institucionales, la organización social y la voracidad del poder son cosas de los hombres quienes, en esta sociedad hedonista y consumista, se transmutan en el «egoísta perfecto», que se vuelve, narcisistamente, hacia sí mismo y hacia los entes (las cosas materiales) y cae en el olvido del Ser, como señaló el más grande filósofo del siglo XX Martín Heidegger.
Vivimos en un mundo idólatra. Los ídolos del mundo posmoderno son el poder, la riqueza fácil, el sexismo, la pornografía, la droga, la satisfacción inmediata de placeres y deseos ilusorios, el consumo de lo innecesario. Todo inducido, compulsivamente manipulado por las redes sociales y los medios de comunicación masivos.
Hoy pocos acuden a tu omnisapiencia, te han reemplazado por Google, un mecanismo digital que contesta todas las preguntas superficiales y absurdas del hombre actual y puede revelar los detalles más íntimos de nuestras vidas. Vivimos en un mundo relativista donde es imposible separar la mentira de la verdad, lo real de lo irreal, lo material de lo virtual. Donde todos estamos controlados y esclavizados por el Big Data. Señor, estamos en una verdadera Babel, nuestras lenguas se confunden y seguimos obstinadamente dedicados a construir una torre ilusoria, que alcance y supere tu supremacía.
Yo te agradezco que me salvaras la vida, pero más te agradezco que me concedas, para los años que me quedan, una consciencia más clara de la relación del hombre con su prójimo, con el universo y con el Ser. Por último, te agradezco que me hayas revelado mi destino literario, el mismo que mi madre descubrió muchas décadas atrás y yo no supe o no pude alcanzar.
Te prometo que escribiré a todos los que considere necesario, para que te alaben y reconozcan como el Único: al Papa, al Dalai Lama, al arzobispo de Canterbury, a las testas coronadas, a los financistas dueños del gran dinero, a los dignatarios, a los políticos, los marginados y vagabundos. Pero quería empezar por Ti, que eres la única causa, el único creador, el principio divino que gobierna al hombre y el universo.
Estoy en mi balcón, una noche de otoño, viendo la maravilla de tu creación perfecta. Y, por sobre todas las demás cosas, al hombre creado a tu imagen y semejanza, varón y hembra los creaste, al mismo tiempo, y con la misma dignidad, como lo testimonia el Capítulo 1 del Génesis versículos 26-31. Esa es la verdadera historia de la creación. Señor, yo sé que eres el Único, pero al mismo tiempo eres Padre y Madre, porque reúnes en el Ser todos los atributos de lo femenino y lo masculino.
Te saludo desde mi balcón, porque sé que estás en todas partes, y como han dicho todos tus profetas: Buda, Krishna, Moisés, Jesús, Mahoma o Krishnamurti: tu reino, el reino de los cielos, habita dentro de cada hombre.
Espero ver un día tu rostro, y te ruego me saludes a los amigos que acogiste en tu seno y en tus moradas. Diles que, cualquier día de estos, allí nos vemos.