«El mundo sin música sería un error». Lo dijo Nietchtze, lo digo yo. Quien escribe apenas tiene cierta idea sobre acordes, ritmos, progresión, armonías y arpegios. Quien escribe no es más que un melómano empedernido que tan sólo puede expresar lo que experimenta al recibir el impacto de unas vibraciones acústicas.
Los audífonos, fieles compañeros del diario, son como pequeños guardianes de melodías viejas y nuevas que abren las puertas a tus sonidos favoritos para la complacencia más egoísta. Los audífonos, son como diminutos domadores del silencio, aunque no exista verdadero silencio en una ciudad tan rugiente como Lima. Portadores de caricias sonoras y ritmos polifónicos, los audífonos, son las píldoras ideales para afrontar los embates de un día con aguas turbias. Algunos -incluso Steve Jobs- dicen que la buena música, bien podría ser un sólido argumento que algún dios en el universo existe.
Es por todo ello que siento tantas ganas de agradecer a la Música por:
- Hacer que el acto rutinario de subir y bajar del bus cada día sea un acto menos ordinario.
- Hacer que mis caminatas del paradero hacia el trabajo se sientan como los pasajes de un episodio y no como un acto mecanizado.
- Funcionar como el soundtrack de la película imaginaria de mi vida, en la que soy el personaje principal en una trama que está a punto de empezar, cuando en realidad, no suele suceder nada extraordinario.
- Hacerme marcar el compás de esa percusión retumbante que acompañan mis pasos.
- Hacer que me desviva con unas imaginarias cuerdas de guitarra.
- Por hacerme tapear el suelo con mis zapatos durante el viaje en un bus.
- Por cantar con mi voz rota en la soledad de mi habitación.
- Por levitar mi imaginación y conectar con mis emociones desnudas.
Gracias música por hacer que los Beatles, Pink Floyd, Led Zeppelin, Stones, T.Rex, ACDC y muchos más, aún sigan «electrizando» mi mundo en días de extrema languidez. Gracias por Freddie Mercury y su voz milagrosa, por Michael Jackson y su encarnación humana de melodía y ritmo, por Prince y su brillante excentricidad. Por Bowie y su rareza alienígena, por Elvis y su encanto ‘superstar’, por Meat Loaf y su infravalorada voz, por Elton y su glamour irresistible, por Aretha y su canto de los ángeles, por Chris Cornell y su rasposa emotividad. O yendo más atrás, por la pequeña Edith Piaf y su canto gigante, por Bach y Mozart con sus melodías perfectas, por Beethoven y sus sinfonías más grandes que la vida, especialmente con el último movimiento de la 9na, el cual nunca falla en hacerme brotar algunas lágrimas. Y por Chopin, con sus ensoñadores Nocturnos pianísticos.
En la vida, un trabajo te puede fallar, un amigo te puede fallar, un familiar y una novia también, pero jamás la música. Porque esas canciones están siempre a disposición de forma incondicional, al alcance de la mano, de la manera que prefieras invocarla, ya sea por medio de un CD, un mp3, tu servicio de streaming de turno, o -benditos aquellos que aún pueden- con un disco de vinilo. ¡Qué sensación tan gloriosa la de sentarse en el sofá de la casa y colocarse los audífonos después de un tedioso día de trabajo!
Todos esos artistas están ahí para acompañar tus lágrimas con su armónica quietud, para acompañar tus tiempos «muertos» durante un viaje en el bus o la espera en un banco y también para activarte con su «botón de encendido» con sus ritmos frenéticos y liberadores para hacerte cantar y librarte de toda la mala energía acumulada en cada compás, en cada nota, en cada verso.
Gracias música por hacerme creer que estos artistas –muchos de ellos muertos y algunos vivos- son mis amigos. Que puedo recurrir a ellos cuando todo lo demás falla. Porque sé que nunca me abandonarán cuando más los necesito. La dictadura de las «tendencias» no deben condicionar nuestro disfrute de canciones de cualquier época. Es tan válido disfrutar con un tema de Dua Lipa para luego reproducir Goodbye yellow brick road de Elton John en un mismo instante. Porque el arte es de naturaleza atemporal. Poco importa si reproduces un tema de los actuales 20 y enseguida un clásico de los 70.
Gracias música por otorgarme cordura en días de peste, amargura y locura. Sí, la cordura, ese insumo tan vital para sobrevivir en tiempos desesperantes. La cordura, como un manual del proceder con lógica. La cordura como sabia guía que, cual diosa Atenea, te indica hacia donde ir, si no quieres perderte en un camino de múltiples salidas y terribles destinos. La cordura, es ese insumo vital de algunos días que, por momentos, amenaza con abandonarte y sólo parece regresar cuando oyes el acoplamiento de unos dulces y bellos acordes.
Ya lo dijo Tchaikovski mucho antes que yo: «en verdad, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco». Ante todo, ello, a veces me cuestiono, ¿qué sería del mundo sin una nota de música? Sólo basta darse cuenta de su importancia durante su ausencia. Porque esta vida, no existe el silencio absoluto: basta con afinar el oído para percibir una gama de sonidos desagradables que llenan ese vacío. El repiqueteo del taladro de tu vecino, el rugido mecánico de los motores, el suplicio de las bocinas de los autos, los gritos de los «jaladores» de bus, los estrépitos de una máquina de demolición.
¿Cómo puede todo ello compararse a los lamentos de un violín, a los truenos melódicos de un solo de guitarra eléctrica, al sensual y elegante cortejo de un saxofón, al compás académico de una orquesta sinfónica, al retumbante sonido de una percusión y al poder de una voz? La música es orden, donde abunda el caos.
Sin música tendría que enfrentarme a un mundo más frío y vacío. Carente de encanto, carente de humanidad. Ausente de belleza, ausente de esperanza. En un mundo de falso silencio, la música acompaña, abriga y refugia a través de su verdad.
Y la buena música siempre tuvo ese espíritu libre. A veces rebelde. A veces irreverente. Enfrentándose al poder. En todas sus épocas. Lo supo Paganini en el siglo XIX, cuando lo acusaron de vendido al diablo por su descomunal talento, lo supo Elvis con la censura de su meneo en los 50. Lo supo Chuck Berry por el racismo de aquella época al igual que Nina Simone, Charlie Parker, Miles Davies y Billie Holiday. Lo supo John y Paul desafiando a los racistas en USA en los 60, lo supo Elton John con la prensa inquisidora con su homosexualidad en los 70. Lo supo Fela Kuti en Nigeria, por la paliza que él y su madre recibieron por parte de un gobierno militar por tan sólo cantar contra el régimen. Lo supo Víctor Jara antes que lo torturaran y mataran. Lo supo Lennon, antes de recibir ese disparo mortal.
Es por ello por lo que, a lo largo de la historia, pese a los esfuerzos de los dictadores, censuradores, racistas, fascistas, homofóbicos y todos los enemigos de la libertad, que la música siempre triunfa, prevalece gracias a sus artistas, quienes se ganan el amor de los pueblos, lo cual, nunca lograron ni lograrán aquellos monstruos que sólo gobiernan a través del miedo, la corrupción y los agentes del terror. Es por esa razón, que aquellos artistas siempre serán leyendas y, por lo tanto, la admiración, no es simple fanatismo, sino más bien, una respuesta lógica y natural ante su excelencia.
Y, además, la música salva vidas. No es una exageración, es una aseveración. Lo vieron los ojos de la Historia cuando James Brown en 1968, muy poco después del asesinato de Martin Luther King. salvó -a ritmo de funk- a la comunidad negra de Boston de una violenta represión y muerte, gracias a un potente show que calmó las aguas en un ambiente de extrema tensión.
Si objetivamente, existiera una razón -de muchas- por la cual no mereciéramos extinguirnos para siempre en cualquiera de los posibles apocalipsis que amenazan nuestra existencia, una de ellas sería por la creación de la música y su naturaleza esencialmente humana. Además de una evidencia de nuestra especie en su constante búsqueda de la excelencia y trascendencia. Un recordatorio cósmico, para nunca ser olvidados.
Gracias música por elevar los buenos días y hacerlos aún mejores. Y también por acompañar los días de mierda y hacerlos un poquito menos dolorosos. Porque hay esos días que, con el ánimo hundido, basta con darle «play» a una pepita dorada de acordes y voces de tres minutos o más, para que la música llegue a tu rescate, como una musa salvadora, que extiende su mano cuando caes a un pozo oscuro y no sabes por donde salir, y una vez afuera, parece acariciarte, abrazarte, darte un cálido beso y decirte que «todo estará bien» y «nunca dejes de cantar».
Y porque lo cantó ABBA décadas atrás: thank you for the music, the songs I’m singing.