Santiago es áspero, poco comunicativo, de mal genio.
No tiene pies ni cabeza firmes
Ay, pero alimenta, da de beber,
Abriga a cuatro millones de almas más o menos
(Sin contar las ánimas de Avda. La Paz)
Y nada sabe uno del otro
Aunque todo estamos justo a las 8 ½
Frente al noticiario
El de La Granja no va a beber a Conchalí
Ni el de Providencia va a pasearse a Pudahuel.(Pepe Cuevas)
Triste Santiago, lleno de rejas y carpas en Alameda de las Delicias, extendiéndose hacia el oriente -quién lo diría- en el mismísimo corazón de Providencia, otrora comuna exclusiva y tranquila, habitáculo de burgueses acomodados, hoy con su parque inundado de tiendas de nómades sin casa. La alcaldesa Evelyn Mathei, angustiada y cariacontecida, parece cantarles a sus menesterosos e impensados vecinos, una canción de Serrat, de pie sobre el césped del Parque Japonés, con su ronca voz de rubia militarista:
Disculpe el señor,
se nos llenó de pobres el recibidor
y no paran de llegar,
desde la retaguardia, por tierra y por mar.
Y como el señor dice que salió
y tratándose de una urgencia,
me han pedido que les indique yo
por dónde se va a la despensa…
Aún no se abren las arboledas al paso del hombre y de la fémina libres, como vaticinara, hacia un incierto futuro, el presidente Salvador Allende, cuando van a cumplirse cincuenta años, medio siglo, de la feroz asonada militar del 11 de septiembre de 1973, y de la muerte de nuestro gran poeta, Pablo Neruda, envenenado en la Clínica Santa María, al igual que iba a serlo, nueve años más tarde, el ex presidente de la República, Eduardo Frei Montalva.
Te transformaste en un zoco irremediable, con tu pomposo y bello nombre, Santiago del Nuevo Extremo... (Ayer me compré calcetines para diabético, a dos lucas el par y un cargador de teléfono por luca quina). Y nadie me detuvo por receptación. Es que se hace imposible controlar un comercio callejero que pareciera exhibir más vendedores que compradores, en una desesperante paradoja que hubiese desconcertado a míster Adam Smith. Los miles de vendedores ambulantes son un disfraz patético e inútil de una cesantía que no figura en la estadística oficial, porque estos indigentes virtuales pululan en el centro de la urbe, y cuando son «erradicados», según pregonan los ediles, presionados por el comercio establecido, vuelven a aparecer, como hongos, en otros barrios y rincones.
Esto ocurre también en otras grandes ciudades de nuestro largo pétalo en proceso de desertificación: Valparaíso, Viña del Mar, Antofagasta, Iquique, Arica, Coquimbo, Concepción, Puerto Montt… En las urbes fronterizas con Perú y Bolivia, el asunto se agrava, día a día, por la irrupción incontenible de miles y miles de migrantes que eluden los controles, caminando a través del desierto más inhóspito del mundo hacia un supuesto paraíso llamado Chile, el Último Reino de los desharrapados conquistadores de la España imperial.
Se trata de un problema continental; más aún, planetario. El sistema neoliberal, en su extendida versión de «capitalismo salvaje» ha colapsado y su irreversible crisis afecta, no sólo la conformación social de una civilización crepuscular, sino a la supervivencia del planeta Tierra, en un proceso cada vez más acelerado de contaminación y envenenamiento. Todas las medidas paliativas muestran su fracaso y la inoperancia de los gobiernos bajo el acoso irracional de los mandantes productivos, los dueños del poder que mueven, desde las sombras, a los actores políticos y burocráticos del sistema. Los parámetros «ideales» de productividad insisten en potenciar índices de crecimiento falaces, siempre en la disyuntiva del alza continua, como si los recursos de esta casa esférica que habitamos fuesen infinitos. Científicos y sabios de diversas procedencias lo advierten -lo han advertido-, sin ser escuchados: la civilización que hemos creado se encamina a un despeñadero apocalíptico.
Mientras hilvano mis propias e inútiles reflexiones, como un ciudadano perdido que busca el castillo del señor K, camino desde el oriente al poniente, calle Pedro Valdivia, bajando por Providencia, deteniéndome en las librerías de viejo, donde dos libreros juegan una partida de ajedrez, mientras aguardan el milagro de un cliente que se lleve una joya literaria por dos mil pesos, para comprar el pan de la jornada y no llegar a casa con las manos vacías. Unas palabras encadenadas entre amigos, entre viciosos del libro impreso, un hojeo ávido de posibles hallazgos, tan difíciles de topar bajo rumas de publicaciones que salen y entran de los anaqueles, cada día. Contengo la tentación de llevarme un par de libros, porque tengo aún muchos por leer y esto se parecería al apremio consumidor del sistema que critico.
Pienso, vivo y siento la ciudad, la mía, como una amante a la que se teme perder para siempre. Le hablo: En tus calles, plazas, ferias y mercados; en tus estadios otrora vueltos campos de exterminio; en tus hospitales y cuarteles; en mínimos vericuetos y anchos cementerios; en paisajes sin puestas de sol ni amaneceres venturosos, fuimos la generación diezmada, los «veteranos del 70», según nos bautizaran Pepe Cuevas y el Mono Olivares, para mitigar con ironía el oscuro patetismo de aquellos días grises como tu rostro erizado de púas bajo la áspera neblina del valle de Huelén.
José Ángel Cuevas ya no te escribe; se le extraviaron las muchedumbres en la dieta de abstinencia y las prevenciones de la pandemia... Hernán Miranda Casanova sueña despierto con Doralisa y ha renovado su pluma. Volvemos a erigirlo como meritorio candidato al esquivo Premio Nacional de Literatura. Anoche, en la tertulia del Refugio López Velarde, Casa del Escritor, volvimos a proclamarlo, en medio del ruido de sirenas, estampidos y gritos provenientes de la cercana Plaza Baquedano, que vuelve a encenderse luego del fracaso de la sucia «política de los acuerdos».
Tú, ciudad, tienes tus propios lamentos anónimos y no es preciso aquí contar los males del escriba caminante, pero la Casa del Escritor, nuestra «casa escrita», ha vuelto a abrir sus puertas, después del «estallido social» de 2019 y durante los peores días del Covid, bajo la peste de los murciélagos chinos y su feroz capitalismo de Estado que nunca previó el bueno de Confucio, ese que nos ha llenado de baratijas más o menos inútiles, con su ordinario y recurrente made in China, grabado ominosamente junto a los rótulos de firmas respetables, alemanas o inglesas, de marcas que creímos eternas, como la felicidad de quien descubrió su primer amor en el escaño de un parque florido y amable.
Entro en la Unión Chica. Miro los rostros de Jorge Teillier, detenidos en el tiempo, cerca del reloj que marca, desde hace diez años, la misma hora: 15:40, tiempo de bajativos luego del almuerzo. No hay ningún parroquiano en la barra. Ensayo un breve poema y lo escribo, con la blanca tiza de los avisos del menú, en el espejo que me mira, inmutable.
Certeza
No me parece haber vivido tanto
Dicen que soy anciano porque pasé los ochenta
en menos que se vacía la copa de vino.Tengo muchos recuerdos
que confluyen en tu rostro
como si fueses la memoria de mis días.La vida es breve amiga
Qué tópico más aburrido es el fluir del tiempo
En el bar Unión se detuvo para siempre
el reloj de péndulo
La eternidad se ha vuelto entonces
una interminable borrachera.