Una de las porciones excéntricas en la plástica centroamericana está ocupada indiscutiblemente por la costarricense Luisa González Feo de Sáenz (1899-1982) quien, pese a no haber sido una autora prolífica, ni haber expuesto con frecuencia, produjo obras pictóricas, gráficas y vitrales que rompieron con las tendencias históricas regionales a partir de un sincretismo de influencias y soluciones personales en el género del arte fantástico.
Su carácter introvertido, y habla casi lacónica, contrastan con un discurso visual en la década del treinta del siglo pasado dominado primero por los paisajes y retratos con algunos recursos formales modernistas, y después de 1945, por una propuesta sombría nutrida del sincretismo de fuentes cristianas y paganas con base en representaciones fantásticas de paisajes con humanos y animales.
Con motivo de una nueva retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Costarricense —la anterior fue en 1979—, examinamos su proceso, obra y lugar en la historia del arte costarricense.
¿Qué hace que una artista pueda contribuir de manera fundacional al desarrollo de las artes visuales locales mediante un proceso que no dejó seguidores, o un movimiento, pero contribuyó en los márgenes de la historia del arte por el acento fantástico y metafísico de su producción?
Como sujeto clave en la respuesta podemos identificar a Luisa González Feo de Saénz, una mujer y artista que resistió las etiquetas de las tendencias y escuelas artísticas europeas por su formación autodidacta, pero que no pudo evitar que se confundiera su arte fantástico con surrealismo.
Como explicaremos en la presente crítica, su obra no fue dictada por el automatismo psíquico, ni el autoanálisis. Su obra que no fue pretenciosamente intelectual obedeció más bien a una dirección racional porque fue intencionalmente reflexiva a partir de una realidad externa mágica pero sombría que representó con su personalidad introvertida como pude comprobar cuando interactúe con ella entre 1979 y 1980.
Un acercamiento transparente a su vida, proceso y obra reclama al menos, dos pasos iniciales: primero identificar y remover algunos mitos que han sido perpetuados sobre su quehacer, unas veces por desconocimiento y otras intencionalmente para destacarla en la historia del arte local como surrealista y, segundo, emprender una nueva lectura de su vida y obra a la luz de sus coincidencias con el arte de lo fantástico.
Historia de una confusión
Unas de las confusiones más extendidas en Latinoamérica y el Caribe es la creencia de que arte fantástico y el surrealismo son lo mismo, o que sus límites se encuentran tan desdibujados que se pueden usar indistintamente.
Pese a su carácter disruptivo, el movimiento surrealista se levantó sobre los cimientos del arte fantástico que floreció durante cinco siglos antes de la emergencia del modernismo en Europa.
Como ha declarado la crítica e historiadora mexicana Ida Rodríguez Prampolini:
Los surrealistas de programa han visto y se han querido identificar con todo aquel tipo de arte del pasado, incluyendo en primer término la literatura, que ha borrado la barrera de la conciencia y la objetividad y que se ha encaminado por los recónditos mundos de lo desconocido. Así, al toque de la vara mágica de André Breton, surgen los fantasmas de pintores del pasado: Hieronymus Bosch resulta el antecesor más querido; los dos Brueghel, el Viejo y d’Enfer y los grabadores del manierismo llamado consciente (1520-1650 aproximadamente) sostienen el andamiaje de la nueva construcción estética (El surrealismo y el arte fantástico de México, 1983.)
Reconocemos la deuda del surrealismo con el arte fantástico y las manifestaciones ingenuas y hasta primitivas, pero ¿cuáles son las diferencias entre dicho movimiento y el arte fantástico? De seguido señalo cinco que resultan claves.
El surrealismo intenta expresar por medio del automatismo psíquico el funcionamiento real del pensamiento fomentando la autocontemplación «en ausencia de todo control ejercido por la razón y fuera de toda preocupación estética o moral» (1.er manifiesto surrealista). El arte fantástico en cambio se ocupa de las visiones vedadas en la realidad ordinaria para cruzar ciertos puentes. Como bien apunta la escritora canadiense Rachel Bouvet: «lo fantástico es aquello que señala el límite ontológico de una cierta idea de realidad, convencional, consensuada y, por tanto, mutable en función de la cosmovisión de cada lugar y cada época» (Étranges récits, étranges lectures: Essai sur l’effet fantastique, 1991).
El surrealismo crea un mundo fantástico, no lo refleja. Mientras los artistas fantásticos de «esta porción excéntrica» del universo, como escribió el poeta Octavio Paz, son parte de un mundo fantástico, irreal para los intelectuales, que experimentan diariamente, pero mantienen oculto revelándolo o sublimándolo cuando crean.
El artista surrealista es idealista e intelectual por lo que recurre a la invención que a menudo es forzada, mientras el artista fantástico produce orgánicamente conectando con la realidad exterior mediante el pensamiento mágico y fantástico. Por ello, cree en los milagros que el surrealista rechaza.
En el surrealismo el artista aprovecha sus complejos psicológicos en la creación, no admite la culpa y rechaza la noción del pecado. Pero, el artista fantástico, en cambio, padece sus complejos, carga sus culpas, admite sus pecados y los expía.
En el surrealismo se separa al objeto de la persona mediante un distanciamiento intelectual que conjura el animismo. Sus objetos no tienen vida. De hecho, se separa el símbolo de la cosa u objeto simbolizado. No hay una relación mágica con el entorno. Por ello, la imaginación resulta forzada. Por el contrario, en el arte fantástico no se separa el objeto de la persona. De hecho, es animista en esencia al fetichizar el objeto asignándole cualidades humanas. Los objetos tienen vida propia, independiente y animada. Por ello, la imaginación es natural.
Liderados por André Bretón, los surrealistas creyeron durante sus incursiones en nuestro patio a partir de 1938 que Mesoamérica y el Caribe eran suelos propicios para que floreciera su movimiento, porque la leyenda, el mito y la magia aún estaban vivos en estas regiones. Sin embargo, esta realidad existencial fue la que opuso resistencia a la idea del surrealismo.
El poeta Louis Aragón que militó en las filas del surrealismo antes de hacerse comunista nos recuerda el problema intelectual del fondo —lo que separa al surrealismo del arte fantástico. «El vicio llamado surrealismo es el empleo desordenado y apasionado del estupefaciente imagen». En otras palabras, el surrealista estricto se dedica a una pesquisa introspectiva constante convirtiendo el autoanálisis en un sistema de vida. Por el contrario, en nuestra realidad exterior los objetos viven en eterna subversión.
Trampa de las apariencias
En la escasa bibliografía sobre la vida, proceso y obra de Luisa González Feo, un tema recurrente es la afirmación de que su producción de madurez es surrealista. Uno de los autores que se ha ocupado de ella, en este sentido, ha sido Carlos Francisco Echeverría, quien sostiene en Una mirada risueña a lo terrible, obra editada en el 2009 con el hijo de la artista, Guido Sáenz, que «la obra de madurez de Luisa de Saénz se podía ubicar dentro del surrealismo, por su vuelo fantástico, su animismo onírico, su gusto por lo tenebroso e incluso a veces, por lo grotesco» (p. 68).
Pero como apuntaba el grabador, Francisco Amighetti, en el catálogo de la primera retrospectiva de la artista que pude presenciar en 1979, «poner etiquetas, sirve para clasificar, no para comprender la esencia de la obra, y se podría decir que su realismo primigenio tiene acceso a una actitud romántica, por sus aspiraciones y elementos dramáticos».
Amighetti que compartió honores, proyectos y amistad con Luisa González desde que esta recibió su premio y medalla de oro en la octava Exposición de Artes Plásticas auspiciada por el Diario de Costa Rica, en 1936, por el retrato al óleo sobre tela de María Cristina Goicoechea escribió sobre ella que «no cree en estéticas y teorías de arte preconcebidas. Consulta el tesoro de su propia alma sin importarle si coincide o no, con las penúltimas escuelas pictóricas. Nacen las obras de la artista, sometidas a una oscura y silenciosa gestación».
La artista me lo confirmó en una entrevista en su residencia del Barrio La California, antes de su citada retrospectiva:
Al principio pintaba más sencillamente. Ahora dicen que se ha producido un cambio completo en mis pinturas, y que giran hacia el surrealismo. Estoy de acuerdo en que se ha producido este cambio, pero se ha debido más a mi estado de ánimo, que al hecho de ser influenciada por una escuela de arte específica (Flores Zúñiga, J. C. «Semanario Universidad» N.o 404, agosto, 1979).
Aunque la nueva retrospectiva de González Feo de Sáenz en el Museo de Arte Costarricense (MAC) es más limitada en contenido que la precedente de 1979, que incluyó 83 obras de distintas colecciones públicas y privadas, permite revisar en retrospectiva su proceso creativo y concepto plástico con una ventaja, a saber, la abundancia de bocetos de la artista encontrados por su familia tras su muerte en 1982.
Una primera lectura de las obras exhibidas nos alerta sobre dos denominadores comunes que delatan su vena fantástica: el primero de ellos es, sin lugar a duda, la exaltación de la imaginación.
Doña Luisa tanto en sus representaciones anteriores antes y después de 1945 —año que marca un rompimiento con su modo de representación y concepto plástico—, registra imaginativamente como me indicó en la entrevista ya citada:
Una gran soledad, la del alma humana. Porque, aunque estamos acompañados, la soledad nos invade y no es que me sienta frustrada, sino que pienso que el alma del ser humano siempre comparte un poco de soledad en su ánimo, aunque esté alegre (Flores Zúñiga, J. C. Ibid.).
Obras al óleo sobre tela como Árbol de la Panamericana (aprox. 1948) corresponden a su exploración de los páramos en las tierras altas del país donde la naturaleza produce un paisaje de plantas y raíces exuberantes y retorcidas que anima el viento frío.
Otro tanto ocurre cuando su lectura de otro entorno de fondo seco y desolado la lleva a adoptar la tónica de los colores sombríos en una composición austera dominada por equinos fantásticos que irrumpen a galope en la escena como ocurre en su conocido óleo Los caballos de las ruinas realizado en 1958.
Donde algunos perciben hermetismo, la artista acota una crítica al sentido de lo práctico en su audiencia. En palabras suyas a este crítico:
Hay personas que son más prácticas en la vida y no ven las cosas de otra forma. Carecen de sensibilidad y poesía, aparentemente, pero en el fondo lo que pasa con ellos es que abren su espíritu a otras sensaciones y miran todo igual (Flores Zúñiga, J. C. Ibid.).
Acude en apoyo a su declaración el historiador y crítico Ernst Gombrich a partir de un texto de Jenofonte, donde evidencia la íntima relación que mantiene el arte con la imaginación:
En un momento del texto, Sócrates conversa con un escultor y le obliga a admitir que los artistas no pueden contentarse con imitar las características físicas, sino que también han de representar «la acción del alma» [...] Lo que quiero poner de manifiesto una vez más es que, para responder a este logro, hace falta una disposición mental —un ajuste perceptivo— diferente al que hay que tener para reconocer las características distintivas de un alfabeto o los atributos de una imagen de culto (Ensayo «Arte e ilusión: Estudio sobre la psicología de la representación pictórica - Art and Illusion: A Study in the Psychology of Pictorial Representation», 1960).
El segundo denominador común que afirma su afinidad con el arte fantástico es su capacidad como artista para interpelarnos desde el concepto filosófico de la alteridad, esto es su condición o capacidad de ser otro distinto para plantear interrogantes sobre quienes somos a través del espejo inquietante de sus obras visuales. No obstante, doña Luisa interroga a su audiencia desde el plano pictórico, particularmente, sobre lo que es percibido por el espectador como «extraño», «hermético», «exótico» o «ajeno».
Para ello, hace patente la tensión entre las sensaciones y las formas naturales de las que alimenta sus representaciones. Una exploración que la autora creía no haber logrado reflejar con suficiente fuerza con base en el ambiente y las sensaciones de misterio, soledad y amor, de los entornos fueran estas casonas típicas, bosques, o páramos.
Lo reconocemos claramente en su óleo de 1942, Hermético, que denota la ausencia de ventanas, personas y animales en el plano de una aparente serie de edificaciones rurales, pero connota desolación, misterio y enigma. No sabemos si por influencia externa o decisión propia, la artista produce una segunda versión ese mismo año con el mismo tema titulada Hermético con figuras que va en detrimento conceptual de la obra original en exhibición al diluir la atmósfera original.
Una obra relevante es la evocación afectiva de búhos pichones en un paraje natural sombrío y nocturno con sus cuencas vacías. Las pequeñas aves en esta obra de 1961 producen el mismo grado de «ternura» que las emociones ambivalentes entre la curiosidad y el horror que evoca una familia de monstruos.
Por ello, la alteridad lleva también a lo oculto, sea mediante el esoterismo o el misterio que para la artista «es inherente a nuestras vidas, todos soñamos y vemos las cosas distintas a como las ven otros seres humanos» (Flores Zúñiga, J. C. Ibid.).
La retrospectiva enfatiza lo metafísico desde su título, pero ignora que la convergencia entre el fenómeno artístico y el ocultismo se da precisamente en el ámbito invisible de la realidad que Luisa González Feo justificaba declarando «todos vivimos en la irrealidad».
De la misma tesis es Mircea Eliade quien en su libro Ocultismo, brujería y modas culturales (Occultism, Witchcraft, and Cultural Fashions: Essays in Comparative Religions, 1976) sostiene que «hay una convergencia definida entre la actitud del artista hacia la materia y ciertas nostalgias del hombre de Occidente».
Por ello, coincido con la autora Rachel Bouvet, al denominar «coeficiente de irrealidad» a las fronteras entre lo que es real y lo que no que se establecen en cada momento de la obra de González Feo que esta asimila conforme a una visión de mundo que no se verbaliza, pero se comunica visualmente en su obra: afrentar lo real con lo fantástico.
Fantasía y realidad
Luisa González Feo de Saénz fue autodidacta igual que su hermano Mario (1897-1968) quien incursionó primero que ella en la pintura y obtuvo su primera distinción en 1933 en la Exposición Diario Costa Rica por su obra El pianista.
Dos años mayor que su hermana Luisa, fue empresario como su padre y prolífico intelectual, especialmente como ensayista en temas sociales y ambientales, así como novelista. Sus obras completas fueron publicadas en tres tomos en 1961. Aunque los primeros dos tomos se titulaban Nihil I y II es decir «Nada» poco tenían que ver con una postura política anarquista. Más bien, sus escritos se enfocan en dos temas teñidos por detalles autobiográficos: la crítica de la mediocridad y su amor por la historia y las artes de la «España eterna».
Es más conocido, sin embargo, por la residencia que adquirió y transformó en Barrio Amón en 1936 y que se conoce popularmente como «La casa del Quijote». En la misma trabajó Francisco Amighetti pintando réplicas de los frescos del Giotto y Luisa González Feo que «ilustró» con temas religiosos y místicos una capilla dedicada a su madre donde su hermano Mario se retiraba a menudo para meditar y orar.
González Feo tuvo una niñez emocionalmente difícil. Su mamá murió al darla a luz, y una tía española suplió el papel de madre para ella y sus otros dos hermanos huérfanos. Además, según su hermano Mario a su papa Eloy le gustaba recibir cariño, pero no lo expresaba físicamente, «jamás se prodigaba. A sus hijas raramente las besó. A mí nunca, ni cuando fui niño» (Revista Brecha N.o 9, mayo 1961, p. 11).
Pese a su orfandad materna y la falta de afectividad paterna gozó de las ventajas de ser parte de una familia económica y socialmente reconocida, además de intelectualmente vigorosa. No obstante, su hermano pintor y las monjas francesas del Colegio de Sion donde estudió, la estimularon hacia el dibujo y la pintura contribuyendo a que creara sus primeras obras antes de 1917.
Le apasiona por entonces la pintura al óleo, pero no demuestra interés en las lecciones formales que ofrecía la academia de bellas artes fundada en 1887 bajo la dirección de Tomas Povedano y a la que acudían las damas de sociedad de su época como parte de su preparación para la vida social.
En lugar de ello, se unió al grupo de artistas autodidactas e itinerantes, que lideraba el arquitecto Teodorico Quirós, del que recibió alguna instrucción formal pero que tuvo influencia limitada en su indagatoria. Se sabe que otros artistas como Fausto Pacheco eran más rigurosos que Quirós como maestro. En palabras suyas: «Siempre me ha gustado muchísimo la pintura y con el tiempo he ido perfeccionando mi oficio; la técnica y el tratamiento de los temas y mi sentimiento».
Su formación autodidacta le permitió desarrollar una búsqueda más personal y dada su introversión se ocupó tempranamente de los géneros del retrato y el paisaje de manera diametralmente opuesta a sus colegas paisajistas.
Hablamos de obras a tamaño natural como el óleo del 1933 titulado en la retrospectiva de 1979 como Cabeza de mujer, propiedad del escritor y periodista José Marín Cañas quien escribió sobre ella en el periódico la Hora que dirigía: «El alma de este cuadro está en el gesto y en el reflejo del paisaje que debe, ineludiblemente, circundar el cuerpo, la actitud y el gesto de esta mujer… enjuta, cetrina, erguida, noble, austera».
Se trata ciertamente de una obra que se aparta de la obra precedente de la que no hay evidencias en la presente muestra, pero que era más acartonada y tradicional. Emerge claramente un estilo afecto a la verticalidad en la composición, donde los trazos del pincel son vigorosos y el tema cada vez más fantástico como en su óleo de 1945, La Cabaña, donde se separa tácitamente de los demás paisajistas de su generación.
Su búsqueda en el ámbito de lo fantástico seguirá profundizándose en la década siguiente con representaciones de una vegetación transformada por un entorno natural hostil y la fuerza de los elementos atacando simbólicamente la vida. La tensión es evidente en su serie de árboles en diversos medios que exhibe en el MAC como un óleo de 1950 titulado Lucha, donde árboles zoomorfos protagonizan una contienda por la sobrevivencia o un óleo sin fecha titulado sencillamente «Árboles» donde las ramas se agitan con fuerza volcánica como si estuvieran siendo consumidas por el fuego desde el interior de los troncos.
La obra mencionada sintetiza de manera elocuente el horizonte de un paisaje vivo cuando empieza a oscurecer y se desata una metafórica batalla perdida entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte.
La artista, por otro lado, sustituye en muchas de sus obras la vegetación con seres extraordinarios que pueblan sus telas a modo de constante misteriosa como en el óleo Isla de pájaros que produjo en 1975.
Contrapunto
Las obras comentadas operan como un contrapunto en su vasta producción gráfica y en la técnica del gouache entre el misterio mágico y su progresión hacia un misticismo metafísico que no termina de concretar en su carrera.
A partir de la década del cincuenta, incursiona empíricamente en el arte del vitral produciendo piezas en distintos formatos con base en la técnica medieval del siglo XII que esencialmente no ha sufrido mayores variaciones. El origen de su interés se remonta a sus representaciones del interior de iglesias como ilustra su óleo de 1949, Oración. En la artista se repiten numerosas veces la experiencia mística de los creyentes que levantaban su mirada con asombro hacia las ventanas de cristales traslúcidos que atravesaba la luz externa transformando su cromatismo.
La muestra incluye cinco obras en esta técnica con sus respectivos bocetos preparatorios empezando con su conocido San Francisco de Asís, elaborado en gran formato en 1953 que se basó en el poema de Rubén Darío Los motivos del lobo. Esta última ha sido un motivo recurrente en su repertorio como el dibujo en grafito sin fecha San Francisco y los pájaros que sirvió de boceto para su óleo del mismo título de 1957 hoy propiedad del Banco Central que no está en exhibición.
Cuando el poeta nicaragüense escribió en 1913 el poema que inspiró a González Feo, se valió de una metáfora religiosa para hablar de esa alimaña metafísica que es el ser humano, relativizando el bien y enfatizando que el mal tiene lugar en un mundo enmarañado, irresponsable, vacío de valores y de respeto. Lo que mueve evidentemente a la artista no es la virtud del santo o de la religión para los efectos interpretativos si no la tensión entre el bien y el mal, como la vida y muerte en otras de sus obras.
Una obra íntima y notable es el pequeño formato titulado La virgen, producido en 1954, que contrasta cruzando la sala con el paganismo de vitral de gran formato de 1956 Baco donde los motivos claramente son festivos y provocativos. González Feo toma la versión romana de Dionisio quien en la mitología griega era el dios de la fertilidad y el vino para mostrarnos una divinidad con rostro firme pero femenino. Su parentesco mitológico es establecido desde la parte superior en las franjas verticales que rodean su imagen con el fruto de la vida representando su origen, su vinculación con la avicultura y la adoración que se le rendía.
Baco era considerado el inspirador de la locura ritual y el éxtasis, patrón de la agricultura y el teatro y «salvador» y «libertador» (Eleuterio), liberando de las preocupaciones a sus seguidores, mediante la locura, el éxtasis o el vino. Es un tema inusual, pero que demuestra nuevamente como González Feo cruzaba los límites de la comprensión y los valores de su audiencia tradicional para concretar su exploración evitando encasillamientos fáciles en el ámbito religioso o espiritual.
Los demás vitrales corresponden a los encargos que el MAC le hizo en 1979 uno de ellos es un díptico sobre La anunciación que otrora era parte de una ventana del museo y el otro, de forma circular se exhibe manera permanente en el segundo piso de la entidad.
En la última década de su vida, abandonó la pintura al óleo en favor del gouache y la acuarela que venía practicando desde los sesenta concentrándose en un personaje femenino ubicuo, de figura espigado y rostro enjuto, que trata unas veces de huir de la escena al amparo de un pasaje bíblico, como la mujer de Lot a quien la curiosidad convirtió finalmente en estatua de sal y, otras veces, en la parábola de las Vírgenes prudentes con y sin aceite.
Estos grupos de mujeres serán el objeto de distintas versiones para comunicar angustia, abandono, dolor y hasta parálisis como afirma su obra en técnica mixta sin fecha Mujer atrapada dentro de un árbol que obliga a preguntarse si se trata de una metáfora de la vejez o la prisión en vida de una persona que anhelaba libertad.
Cada una de sus obras antes que «herméticas por incomprensibles», como declaró en su oportunidad la pintora Margarita Bertheau, están abiertas a muy variadas lecturas. Nos han sido legadas por una artista introvertida que reelaboró en su aislamiento los límites de nuestras concepciones de la realidad local y al hacerlo entró tácitamente en conflicto con las «tendencias oficiales» en el arte, porque el carácter no afirmativo de su producción resultó perturbador en el medio por su visión disonante y a veces aterradora.
No deja de ser una paradoja que, como su amigo artista Max Jiménez, los privilegios de su origen social, estatus económico y la influencia de sus parientes en el ámbito artístico cultural local le aseguraran una visibilidad a la que no hubiera accedido normalmente o por su propia iniciativa.
Fortuito o intencional, no deja de constituir una oportunidad para todos confrontar como espectadores nuestros propios miedos reprimidos mediante las posibilidades que ofrece su legado en exhibición en términos de nuevos niveles de realidad a una generación que en su mayoría la desconoce o la menosprecia.