Mis primeros encuentros con la poesía me trasladan a mi infancia. En casa, los domingos escuchábamos un programa de radio, donde los locutores declamaban poemas. Fue así que conocí, a temprana edad a Rubén Darío y recuerdo uno de los locutores que declamaba a viva voz «¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines. La espada se anuncia con vivo reflejo; ¡ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines!».
La casa estaba llena de libros y uno de mis tantos recuerdos es mi madre, leyendo en el sofá cerca de la estufa durante las largas noches de invierno. Entre los libros, habían de Machado, Hernández, Lorca, Gabriela Mistral y Neruda entre muchos otros poetas y fue así que antes de cumplir los 10 años, ya tenía un repertorio de poemas que recitaba de memoria.
Fue posteriormente en la escuela, que descubrí que mi interés por la poesía me hacía uno de los alumnos favoritos entre las profesoras, sobre todo las de castellano y literatura. Uno de mis juegos era que alguien dijese una palabra y yo continuase con un poema. Otro, recuerdo es el del «romancero gitano» de Lorca. Me gustaban sus poemas: «Verde que te quiero verde, verde viento, verdes ramas, el barco sobre la mar, el caballo en la montaña». Me sorprendía la musicalidad y el enigma de sus versos, su modo de escribir afilado, sorprendente y perfecto: la luna vino a la fragua con su polizón de nardos, el niño la mira, mira, el niño la está mirando. Su poesía fue un misterio para mí y lo sigue siendo.
Una vez en una clase, nos preguntaron cuáles eran nuestros poetas preferidos y yo respondí, García Lorca. La enseñante después me preguntó por qué y yo le dije porque hacía música con las palabras y me pidió que le diera un ejemplo y le recite la Casada infiel:
Y yo que yo me la llevé al río, creyendo que era mozuela, pero tenía marido.
Y así seguí, sin detenerme hasta el final del poema. Después de la clase, me llamó y me preguntó cómo y dónde lo había aprendido y le conté que en casa teníamos el Romancero gitano y que ese era uno de mis libros más consultados. Yo tenía unos 12 años entonces y la profesora me dijo que era un muchacho extraño, que, en vez de correr detrás de una pelota como todos los niños de mi edad, me dedicase a leer poesía. Meses después volvimos a hablar sobre la interpretación de un poema de Neruda y tocándome los cabellos me dijo que era una persona especial, sensible, frágil y fuerte a la vez, no como los demás.
Después llegaron las canciones de Serrat dedicadas a Miguel Hernández y a Antonio Machado y poemas que conocía y amaba se hicieron populares y presentes en todas las radios y en las voces de muchos como Cantares de Machado. Lo que me sorprendía era que pocos pensasen en lo que decían los poemas como «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Al final de los años sesenta, me pasé horas pensando y discutiendo como habría que interpretar estos versos, como también los de Neruda y Gabriela Mistral. Una vez hablando del Poema 15 de Neruda, le dije a una amiga que el poema «me gustas cuando callas y estás como ausente» jugaba con las antinomias entre presente y ausente, entre vida y muerte, entre la palabra y el silencio, donde al final vencía la presencia, la vida y el amor. Esta interpretación me hizo ganar un beso y fue uno de los primeros besos que recuerdo.
Después llegaron los años difíciles, donde todo fue política y la poesía se transformó en canto popular, en manifestaciones y luchas. Todo esto sucedía entre sueños, amores, discusiones sin fin, largos paseos por los parques en un contexto que sudaba violencia, hasta que un día llegó el golpe y todo terminó en un momento.
Una tarde, en unos de los barrios fuera de la ciudad, donde me encontraba sin saber adónde ir, llegó una niña a buscarme. Me dijo que me conocía, que una vez me había visto en un grupo que hablaba de poesía, política y filosofía. Me dijo también que ella vivía en las proximidades con su abuela y que por algunos días podía quedarme en su casa y me fui con ella. Era el mes de septiembre del 1973, hacia un poco de frío y delante del fuego yo les leía, a ella y a su abuela, algunos poemas de Miguel Hernández, mientras afuera se sentían los disparos.
La poesía ha sido siempre parte de mi vida. Una vez en Europa, fui a un seminario para latinoamericanos en Holanda, organizado por la Universidad de Róterdam, donde un docente chileno que hacía clases en California, organizó un curso de poesía y me pidió que leyera mis versos en un encuentro antes de cerrar el seminario que duró varios días y lo hice y fue así que descubrí que la poesía era y es parte inseparable de mí, que para mí es música tejida con palabras y también un modo de encontrarle sentido a las cosas y ver el mundo. Con los años he tenido la posibilidad de leer tantos poetas, pero siempre vuelvo a Hernández, Machado y Lorca que llamo con afecto «los tres poetas de mi infancia».