El arbitrio (del latín arbitrium) es la «facultad que tiene todo ser humano de adoptar una resolución, con preferencia a otra». Pero también se define como una «voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito o capricho». Lo cual, a mi parecer, es contradictorio; ya que, si tengo la aptitud y la potencia física y moral necesaria para tomar una resolución o para preferir un determinado curso de acción sobre otro, es obvio que, para hacerlo —para tomar esa decisión y no la otra— tuve antes que realizar un autoexamen de conciencia, una introspección o una deliberación interna.
En otras palabras, para haber dado preferencia a una elección sobre la otra, tuve que anteponer y llevar delante los pros y los contras de tomar una decisión por sobre la otra; ponderar ¿cuál pesaba más para mí mismo?, para mis valores, para mi moral, para mi conciencia. Y todo eso tuve que hacerlo conscientemente. De lo contrario, no habría sido yo quien tomó la decisión. Es decir, no habría sido mi voluntad de decisión. ¿Por qué?
Porque, psicológica y cognitivamente hablando, la voluntad, la facultad de decidir y de ordenar mi propia conducta proviene del raciocinio. Literalmente, de esa facultad de todo ser humano de pensar, reflexionar y llegar a una conclusión; para formar juicio; para aceptar o rechazar una determinada situación o cosa; para «adoptar una resolución, con preferencia a otra»; para el arbitrio; para el acto de entendimiento propio, en el que yo y mi conciencia —con potencia volitiva— admito, acepto una solución y rechazo la otra. Para bien o para mal.
Entonces, si la facultad de decidir y ordenar la propia conducta no proviene de un impulso instintivo que me lleva a satisfacer mis propios deseos o necesidades internos, si las determinaciones que tomo —de manera arbitraria; inspiradas por el antojo, por el humor del momento o por deleite extravagante y original— son todo, menos una potestad para obrar por reflexión y elección. Si el impulso instintivo que me lleva a satisfacer mis propios deseos y necesidades (apetito); los deseos apremiantes; pasajeros y habitualmente caprichosos (antojos) y las determinaciones que tomo arbitrariamente (caprichos) actúan de manera contraria y diametralmente inversa a mi potestad para elegir y obrar de manera reflexiva, ¿de dónde proviene lo de la voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho? Eso en referencia al libre albedrío.
Yo sospecho con justificada razón que se trata de ese concepto teológico y dogmático que nos han transmitido como rasgo cultural y de conducta durante miles de años y que se transmite por imitación de persona a persona y de generación en generación. Me refiero a ese meme de que, el libre albedrío es el «conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios».
¿Por qué? Porque, si se acepta esa proposición como tenida por cierta y como principio innegable, independientemente de cuál sea su religión, también debemos dar por cierto y como principio innegable que ese «conocimiento del bien y del mal» es el que nos permite a nosotros como personas enjuiciar moralmente la realidad de nuestros propios actos y la de nuestro entorno como «bueno» o «malo»; de acuerdo con nuestro «conocimiento compartido», es decir, de acuerdo con nuestra conciencia.
Entonces, si el libre albedrío proviene de nuestra propia conciencia y nuestra conciencia proviene de ese conocimiento inmediato y espontáneo que tenemos de nosotros mismos y de nuestro entorno y nuestra realidad inmediata, ¿qué es lo que verdaderamente define lo que «está bien» o «está mal»? O mejor aún, ¿cómo sabemos que lo que pensamos que está bien o está mal verdaderamente está bien o está mal? Es una pregunta difícil; ya que, va más allá del conocimiento ontológico; casi que cae dentro del conocimiento gnóstico.
No se trata de determinismo versus libertarismo. Lo de, «el destino está predeterminado» es una falacia. Si bien es cierto, por el principio de causalidad, que todo acontecimiento físico está determinado por la «irrompible cadena» de relación entre causa y efecto, es falaz aseverar que ese mismo principio natural es aplicable al pensamiento y las acciones humanas. Eso solo sería cierto si, del estado actual del que parto (punto de inicio), tomo y sigo un curso de acciones consecutivas; todas ellas causalmente determinadas. Eso por cuanto, los acontecimientos que sigan a raíz de esas acciones me llevarían a un proceso de «causa lineal», que «determinaría» en algún sentido mi futuro.
Pero, ¿qué pasa si yo por voluntad propia decido no seguir ese curso de acción supuestamente predeterminado? La causal lineal se interrumpiría, incluso podría revertirse. Crearía un «punto de inflexión» que me llevaría a un indeterminismo. Y, dependiendo de que tan temprano en la vida, empiece a crear mis propios «puntos de inicio», tomando mis propias decisiones —no las que se espera que tome—, eso podría cambiar mi «estado futuro»; mi propio destino.
Por eso creer que en una situación o, peor aún, creer que en cualquier situación solo se pueden presentar dos «puntos de vista» como las «únicas opciones posibles» es un falso dilema. Lo cierto del caso, es que, en cualquier realidad que se me presente; al menos existen dos opciones y una o más alternativas que puedo escoger. Todo está en considerarlas. Pero eso solo lo puedo hacer, si, como antes dije, realizo un examen de autoconciencia e introspección.