En su poema Squier en Nicaragua —en referencia al diplomático Ephraim George Squier, encargado de asuntos estadounidenses para Centro América—, el célebre poeta nicaragüense Ernesto Cardenal nos legó unas imágenes muy sugestivas y hermosas del curso diario de la vida a lo largo del río San Juan, como las siguientes:
Verdes tardes de la selva; tardes
tristes. Río verde
entre zacatales verdes;
pantanos verdes.
Tardes olorosas a lodo, a hojas mojadas, a
helechos húmedos y a hongos;
el verde perezoso cubierto de moho
poco a poco trepando de rama en
rama, con los ojos cerrados como
dormido pero comiendo
una hoja, alargando un garfio primero
y después el otro,
sin importarle las hormigas que le pican,
volteando lentamente el bobo rostro
redondo, primero a un lado
y luego al otro,
enrollando por fin la cola en una rama
y colgándose pesado como
una bola de plomo; el salto del sábalo en el río;
el griterío de los monos comiendo
malcriadamente, a toda prisa […]
Asimismo, Cardenal alude a «la guatusa bigotuda y elástica / que se estira y encoge / mirando a todos lados con su ojo / redondo / mientras come temblando; / espinosas iguanas… ¡Temblando!; / espinosas iguanas / como dragones de jade / corriendo sobre el agua / (¡flechas de jade!)».
Y también a «Gritos de congos. / Chachalacas. / El canto melancólico de la gongolona / entre los coquitales, / y el de la paloma poponé», al igual que a «oropéndolas sonoras / columpiándose en sus nidos colgados de las palmeras, / el canto del pájaro-león entre los coyoles / y el del pájaro de-la-luna-y-el-sol / el pájaro clarinero, el pájaro / relojero que da la hora / y el pocoyo que canta de noche / parejas de lapas que pasan gritando, / y el güis, chichiltote y dichoso-fui / que cantan en los chagüites sombríos». Finalmente, no podría omitir «el ruido sordo de manadas de cerdos salvajes. / ¡Carcajadas! / el canto de un tucán».
Es decir, la visión más abigarrada, silvestre y prístina del mundo natural en el cauce del río y los entornos ribereños, como si se tratara de una imagen de los primeros días de la creación. Sin embargo, como parte de esta, no podía faltar el hombre, vale decir, «el negro con su camisa rayada, remando / en su canoa de ceiba».
El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Los primigenios tiempos de los indios botos y, después, de los boteros misquitos.
Obviamente, Cardenal no se refería a La Trinidad, este punto donde estamos ahorita. Pero tan vívidas imágenes podrían ser válidas casi que para cualquier recodo del muy ancho y caudaloso San Juan o de sus mayores afluentes, como el lugar que en 1869 escogiera para vivir —no muy lejos de aquí, aguas arriba del Sarapiquí— un aventurero suizo llamado Léonce Pictet, quien por entonces frisaba los 21 años.
Lo menciono a él, porque es el único personaje residente en Sarapiquí en el siglo XIX que nos legó sus vivencias por escrito, gracias a las cartas que enviaba a su familia. Dichas cartas, escritas en francés, las compilamos en el artículo «Un colono suizo en la ribera del Sarapiquí», que publicamos junto con la colega y amiga María Luisa Fournier Leiva, quien las tradujo al español; apareció en 2017, en el volumen 30 de la revista Herencia.
Por ejemplo, en su primera carta, Pictet indicaba que «estamos en la ribera derecha del río Sarapiquí, cerca de su desembocadura. En la ribera opuesta hay bosques casi impenetrables, donde las dantas, los cariblancos y los saínos encuentran refugio seguro; la casa del alemán D. [a quien no identifica] está ubicada en la propia confluencia de los dos ríos sobre la ribera derecha del San Juan y, por consiguiente, como la nuestra, en el territorio de Costa Rica. Al frente se extiende Nicaragua».
Y continuaba expresando que, salvo por los zancudos, «en la noche, cuando hay luna clara, el espectáculo de estos bosques tropicales es verdaderamente admirable, sobre todo a la orilla de los ríos. Pareciera que estamos en un paraje encantado».
Extasiado con sus alrededores, Pictet narraba que «es ahí donde se puede admirar a gusto esos árboles enormes de los cuales cuelgan miles de lianas de todos tamaños […]; además, hay otras plantas parásitas de grandes hojas muy bellas, y todo eso es tan magnífico que me parece estar en alguna fantasía. Muchos de esos árboles tienen al menos cien pies de altura, y hay una cantidad de especies y de formas diferentes, sin hablar de las palmeras».
Además, al mirar hacia el cielo más allá de la densa bóveda formada por las copas de los gigantescos árboles, sus sentidos se colmaban al escuchar la algarabía matutina, y contemplar guacamayas, loras, pericos y tucanes, mientras que en tierra andaregueaban pavas y pavones. Y, jubiloso, acotaba que «la cantidad de pájaros diferentes que hay aquí es una cosa increíble. Esta mañana, por ejemplo, había alrededor de la cabaña una verdadera multitud compuesta por chachalacas, palomas, loros, buitres y colibríes, todos gritando y saltando de rama en rama. Parecía un zoológico. Incluso por la noche no están tranquilos, y nos dan conciertos continuos, sin contar con una especie de sapo enorme que grita como si pidiera auxilio». Sí, noches apacibles, en las que al rumor del río se sumaban las vocalizaciones de cuyeos, búhos y lechuzas, así como el destemplado croar o estridente berreo de la rana ternero.
Asimismo, con gran naturalidad y sin alarmismo alguno, Pictet se refiere a los animales peligrosos. Menciona la presencia de serpientes, aunque no tan abundantes; al jaguar que, cuando «no muere al primer intento, se tira sobre los atacantes y hay que liquidarlo a machetazos»; así como a los «cariblancos, especie de cerdos salvajes que recorren los bosques en grandes manadas» y, «cuando uno de esos batallones pasa, se debe correr a treparse al primer árbol encontrado, para alejarse de la manada, si no se quiere correr el riesgo de ser aplastado».
Eran otros tiempos —sin la incesante y visible erosión de ahora—, por lo que él expresaba que «las riberas del Sarapiquí son muy altas por todos lados y la corriente es violenta, y tampoco hay sitios anegados; si hubiera, encontraríamos muchas serpientes y cocodrilos». No obstante, en las partes más accesibles, donde «el agua es fresca y muy buena para beber; allí nos bañamos todos los días. Los caimanes no nos molestan del todo en nuestras prácticas de natación, pero sí cientos de pequeños peces que vienen a picar las piernas». Eso explica que ahí abundaran las garzas buscadoras de peces.
De los caimanes, insiste en que «son extremadamente raros y no se corre ningún riesgo bañándose ahí. Lo que sí es común son las iguanas, de hasta cuatro o cinco pies de largo, y se dice que son muy sabrosas; he visto cantidades, no son salvajes para nada, y se mantienen sobre todo en los bordes del río». Y, como no podía faltar en este recuento faunístico, menciona al inmenso y bonancible manatí «que da varias centenas de libras de grasa; se le arponea, pero es poco común».
El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Más o menos en armonía, Pictet y unos pocos colonos más coexistían con la naturaleza agreste, en esa especie de paraíso terrenal, donde el bosque tropical muy húmedo alcanza su máximo esplendor.
Sin embargo, en realidad, no siempre todo había sido así de magnificente. De hecho, apenas doce años antes, el silencio inmemorial de esos parajes había sido mancillado por el ominoso silbido de balas y el estruendo de cañones, en medio del sórdido y extraño olor a pólvora, mientras las aguas se enrojecían y los cadáveres flotaban río abajo.
En efecto, todo empezó por la codicia —tan humana—, que se despertó y avivó con el descubrimiento de oro en un río de California.
Fueron unos siete años, durante los cuales un verdadero tropel humano buscaba alcanzar la costa del Pacífico. Desde entonces, el San Juan y sus afluentes no fueron percibidos como ríos, ni sus bosques aledaños como hermosas selvas, sino tan solo como una ineludible ruta acuática y un ambiente inhóspito que había que superar, para llegar cuanto antes al sitio donde se podrían amasar fortunas sin grandes dificultades. Y, claro está, algunos otearon la posibilidad de que —con algún esfuerzo técnico adicional—, el San Juan y el lago de Nicaragua pudieran convertirse en un canal natural, exactamente en la cintura del continente americano. ¡Sueño de sueños para algunos imperios, que se frotaban las manos, en sus turbias aspiraciones políticas y comerciales!
No obstante, los poderosos y ambiciosos esclavistas del sur de EE. UU. vieron mucho más lejos. Un río y un canal no eran suficientes. Mejor, de una sola vez, apoderarse de los territorios de los cinco países centroamericanos —y, ¿por qué no?, de los del Caribe—, para implantar la esclavitud y expandir sus dominios geográficos y políticos.
Fue así cómo, espoleados ideológicamente por la racista doctrina del «destino manifiesto», pronto pactaron con el muy astuto William Walker —abogado, médico y periodista, al igual que líder de tentativas colonialistas en México—, para que dirigiera tan importante aventura. Ellos se encargarían de agenciárselas para financiarle con holgura, y por más de dos años, su onerosa expedición a Centro América.
El río y el hombre. El hombre y el río. Sí, así era antes. Pero esta vez se asomó, amenazante y siniestro, el espectro de la guerra.
Efectivamente, con sus numerosas tropas de mercenarios y apátridas, muy bien armadas y apertrechadas, fueron sangre, muerte y dolor lo que trajo este bandido a nuestras tierras.
Sin embargo, a pesar de su poderío, se les venció en Santa Rosa y Rivas. Y también aquí cerca, en el estero que por entonces había en el río Sardinal, el 10 de abril de 1856, así como en este sitio donde hoy estamos —que era un punto estratégico—, el 22 de diciembre de ese mismo año.
Esta última batalla, ocurrida hace 166 años, fue realmente decisiva durante la Campaña Nacional, pues permitió incautarle a Walker sus vapores poco a poco, para después desalojarlo de sus casi inexpugnables bastiones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Y, aunque desde esa fecha hasta la rendición del jefe filibustero, el 1 de mayo de 1857, transcurrieron cuatro agobiantes meses de combates e incontables adversidades —incluyendo la pérdida de La Trinidad en febrero de 1857—, ya nada sería igual para Walker. El contundente e irreversible golpe estaba dado, y era mortal.
Seriamente perturbada la vida en los ríos San Juan y Sarapiquí durante esos crudos y tétricos meses bélicos, de manera paulatina todo volvería a la normalidad, tanto en sus aguas como en las selvas ribereñas. Pero ahora la patria ya era otra, pues sus corajudos hijos la habían sabido defender donde las circunstancias lo demandaron y, especialmente, en esta esquina del territorio nacional.
Es decir, fue en esta pequeña pero simbólica punta fluvial —en un doloroso parto en que el verdor natural se manchó con sangre—, que la gravemente amenazada Costa Rica renació y resurgió, malherida, pero absolutamente libre y soberana.