En un año exageradamente lluvioso, esta tarde del jueves 24 de noviembre la naturaleza nos ha premiado con una pausa, para que soplen los vivificantes y penetrantes vientos alisios, cuando ya se aproxima diciembre. Y no muy lejos de donde resido ahora, en el bello pueblo de San Pablo de Heredia, me toma apenas diez minutos llegar a una cita al campus principal de la Universidad Nacional (UNA).
Voy a un encuentro con la memoria y la alegría, pues se conmemoran cuatro decenios de la fundación de la Revista de Ciencias Ambientales; en realidad, son 42 años, pero el acto de celebración no pudo efectuarse cuando correspondía, debido a que la pandemia del SARS-Cov-2 estaba en lo peor. Me han solicitado que diga unas palabras, y gustoso he aceptado. Las he intitulado «De ida y vuelta: algunas remembranzas y la actualidad de la Revista de Ciencias Ambientales», pues fui parte de su consejo de redacción entre 1985 y 1988, y retorné hace apenas siete años, ahora como miembro de su consejo editorial.
¡Hermoso y fecundo periplo, sin duda! Sin el bigote frondoso que me acompañara por varios decenios, así como con la cabellera emblanquecida por el inexorable paso de los años, he retornado ahora con mucha mayor experiencia en el campo editorial, para ponerla al servicio de la UNA, a la que tanto le debo. Porque fue la UNA el venturoso y providencial alero académico que, en 1975, recién graduado como biólogo en la Universidad de Costa Rica (UCR), me acogió, para ofrecerme mi primer trabajo como profesor. Y sería también allí, en la Escuela de Ciencias Ambientales, donde en 1987 conocería a Elsa Pérez Villalón, mi esposa.
Así que, cuando Sergio Molina Murillo —actual editor en jefe de la revista— me invitó a integrar el consejo editorial en 2016, asentí casi de inmediato. Para entonces habían transcurrido 18 años desde que partí de la UNA para laborar en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), en Turrialba. En realidad, bastante tiempo, a menos que uno se base en la escala temporal del compositor Alfredo Le Pera, quien en su tango Volver —que popularizara Carlos Gardel—, se atrevió a afirmar que «veinte años no es nada».
Reminiscencias lejanas
Ahora bien, para regresar al acto conmemorativo del 40 aniversario de la revista, aunque mi alocución sería breve, su preparación fue muy evocativa.
En efecto, al rebobinar la cinta de los recuerdos que se alberga en los arcanos del inconsciente, hice un viaje en retrospectiva de exactamente medio siglo, para recalar en el edificio de la Escuela de Biología de la UCR. Mi mente retrocedió a marzo de 1972, cuando empecé mi carrera, en ese edificio que poco a poco se convertiría casi que en mi segunda casa. Sí, me vi allí, donde bastaba con atravesar la pesada puerta de vidrio de la entrada, para toparse de frente con la oficina del eminente botánico Rafael Lucas Rodríguez Caballero, la cual era una especie de residencia en precario de la Revista de Biología Tropical.
Fundada en 1953 por el médico italiano Ettore De Girolami y el parasitólogo Alfonso Trejos Willis, para 1972 su director era don Rafa, y su editor don Manuel Chavarría Aguilar. Al conversar con ellos, siempre hospitalarios y afables, era inevitable no internalizar y compadecerse de los avatares de la revista, pues la falta de financiamiento institucional atentaba siempre contra su continuidad. Al respecto, en mi artículo «Alfonso Trejos Willis y la génesis de la Revista de Biología Tropical» (La Revista, 3-XI-21), indico que «era como tener a un ser querido en una sala de cuidados intensivos, sin saber en qué momento expiraba, debido a las crónicas y angustiosas penurias económicas que enfrentaba».
Como una nota jocosa —que en realidad raya en el humor negro—, en el artículo «La rana de Ana» (Tribuna Democrática, 10-XII-08) narro que, en un viaje de recolección efectuado en 1961, la esposa del herpetólogo William E. Duellman descubrió en Tapantí una nueva especie de rana. Por tanto, tiempo después él la describió y la bautizó como Phyllomedusa annae (hoy Agalychnis annae) en honor de ella, cuyo nombre era Ann, y envió el respectivo artículo a la Revista de Biología Tropical. Recibido el 1o de febrero de 1963, hasta ahí todo iba bien. Pero, como en la publicación de la revista eran comunes los retrasos —a veces de hasta tres años—, cuando el primer número del volumen 11 vio la luz… ¡ellos ya se habían separado!
A calamidades como esta también me referí en el artículo «El calvario de una revista» (La República, 22-IX-90), aunque en otro, intitulado «Medio siglo fecundo» (Semanario Universidad, 6-IX-02), resalté cómo, a pesar de tantas vicisitudes, tan querida publicación pudo alcanzar sus 50 años de vida. Por fortuna, y gracias al comprometido liderazgo y a la visión de don Rafa, don Manuel y su sucesor Julián Monge Nájera —auténticos quijotes—, el próximo año celebrará su 70 aniversario.
Ahora bien, como era de esperar, de esta desgastante aperiodicidad tampoco habría de librarse O’ Bíos, revista de la Asociación de Estudiantes de Biología (AEB), fundada en 1962. Por cierto, su objetivo era muy meritorio, pues pretendía estimular la investigación en los estudiantes, así como servir de apoyo a los profesores de enseñanza secundaria, gracias a artículos divulgativos acerca de temas de actualidad, escritos por profesores de la UCR. No obstante, a pesar de su pertinencia, así como de los ingentes esfuerzos de su director Eduardo López Pizarro por mantenerla viva, desapareció.
Sin embargo, en 1973, cuando fungí como presidente de la AEB, me empeñé en resucitarla y, por fortuna, conté con el comprometido apoyo de Ramiro Barrantes Mesén y Misael Quesada Alpízar. Instructores ambos en la cátedra de Genética General, gracias a que eran muy conocidos en el ámbito universitario, supieron agenciárselas entre los laberintos de la burocracia para conseguir los fondos necesarios y, con gran motivación y entrega, concibieron el primer número. Yo me limité a acopiar algunos de los siete artículos que conformaron dicho número, que vio la luz en mayo de 1974. Tristemente, nunca habría un segundo número en esta nueva etapa.
Mientras esto ocurría, en otros lares científicos también «se cocían habas». En efecto, en esos años, cuando el por entonces agostado Museo Nacional revivió de la mano de su innovador director, el connotado biólogo Luis Diego Gómez Pignataro, él fundó la revista Brenesia, nacida en 1972. Pero… ¡sobrevendría la misma historia! Me correspondió atestiguar muy de cerca, de la boca del propio Luis Diego, los consabidos síntomas y padecimientos consustanciales a nuestras revistas científicas, pues por esos tiempos yo frecuentaba el museo, para ayudarle un poco a mi amigo Francisco Fallas Barrantes, encargado de restaurar las vetustas y bastante deterioradas colecciones entomológicas.
En síntesis, mis primeras aproximaciones al mundo editorial me dejaron ingratos sinsabores, así como un regusto a incomprensión, impotencia, y hasta fracaso. Sin embargo, en mi mente y mi alma se mantenía incólume la afición —adicción, para ser más exactos— a los libros y a todo cuanto huele a papel y tinta; de ello dejé constancia en el artículo «Aquella vetusta Biblioteca Nacional» (Nuestro País, 6-VI-11). Por tanto, esas precoces y frustrantes experiencias no habrían de disuadirme muy fácilmente.
Los primeros años de la UNA
En efecto, ya como profesor en la UNA, en sus años fundacionales la prioridad era la docencia, y las condiciones de infraestructura eran realmente lamentables. ¡Quién iba a desarrollar investigación de fondo, ni a fundar revistas!
Tan mal estábamos, que para impartir los laboratorios de Biología General contábamos con tan solo un aula, en el vetusto edificio de la antigua Escuela Normal, en cuya parte trasera se adecuó un estrecho cubículo con rústicas tablas de plywood —ni siquiera barnizadas—, para que nos sirviera de oficina colectiva. A su vez, las reuniones formales del Departamento de Biología se realizaban en una solariega casona que albergaba a la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, muy cerca de la panadería La Cartaginesa; cabe recordar que, ante la pequeñez del otrora campus de la Escuela Normal, por entonces las facultades estaban dispersas por la ciudad de Heredia, en casas de alquiler.
Bueno… los años transcurrieron. En cuanto a mí, tuve la fortuna de que a fines de 1978 la UNA me becó para efectuar el doctorado en la Universidad de California. Eso sí, por un acuerdo entre el Departamento de Biología y la Escuela de Ciencias Ambientales (EDECA), al retornar debía incorporarme como profesor e investigador en dicha escuela. Por tanto, desde el principio de mi residencia en EE. UU. empecé a recibir correspondencia ocasional de la que sería mi nueva sede académica cuando regresara a la UNA.
Fue así como un buen día recibí por correo una grata sorpresa: un ejemplar del primer número de la Revista de Ciencias Ambientales, fundada en 1980. Entusiasmado, como semanas antes había terminado de leer el excelente libro Agribusiness in the Americas, de Roger Burbach y Patricia Flynn, ofrecí a su directora, Rosario Alfaro Murillo, preparar una reseña de éste. Poco tiempo después la escribí y la envié, pero con tan mala fortuna, que no vería la luz sino… ¡en 1982! ¡Malas señales! En primer lugar, porque el sentido de una reseña es comentar y recomendar un libro fresco, recién publicado. En segundo lugar, porque el cuaderno en que apareció la reseña correspondía a una fusión de los volúmenes 3 y 4, evidencia irrefutable de que se habían tenido que juntar dos volúmenes en uno solo, por falta de recursos.
Pasó el tiempo. En 1983, ya de regreso al país y a la UNA, Mario Baudoin Weeks, director de la EDECA, me solicitó que representara a la Facultad de Ciencias de la Tierra y el Mar ante el consejo editorial de la UNA, lo cual acepté sin pensarlo dos veces. Asimismo, aunque permanecí ahí apenas tres años, debido a que posteriormente me nombraron representante de la Facultad ante la comisión de postgrado, poco después acepté ser integrante del consejo de redacción de la Revista de Ciencias Ambientales, donde me mantendría hasta 1988.
En síntesis, mi recurrencia y pasión por el campo editorial eran casi un vicio, e incluso se exacerbó cuando, en 1986, Luis Diego Gómez me invitó a participar en el comité consultivo de la también querida revista Brenesia, en la que me mantuve colaborando de manera ocasional hasta 1995. En realidad, ese vicio lindaba en el masoquismo, pues tanto en la UNA como en el Museo Nacional lo que vivía era una especie de déjà vu editorial. Es decir, la misma película tantas veces vista: escasez de artículos de suficiente calidad científica, carencia de financiamiento, inconstancia en la aparición de los números, edición de volúmenes dobles, pocas suscripciones, canjes descontinuados por falta de periodicidad, altos importes de los envíos por correo aéreo, etc.
Esos males intrínsecos
¿No habría solución frente a tanta tortura, infortunio y asfixia?, me preguntaba. Pero lo cierto es que, al hurgar en nuestra historia, se percibe que incluso las primeras revistas científicas del país habían sufrido los mismos males.
Por ejemplo, en el siglo XIX, cuando en 1887 el joven naturalista Anastasio Alfaro González logró que se fundara el Museo Nacional, propuso crear los Anales del Museo Nacional de Costa Rica, y pronto pudo concretar su anhelo. Igualmente, el suizo Henri Pittier consiguió crear los Anales del Instituto Físico-Geográfico Nacional en 1889, y dos años después se atrevió a fundar el Boletín del Instituto Físico-Geográfico Nacional, con fines más bien divulgativos. Ello denota cuán convencidos estaban ambos de que nuestras instituciones de ciencias naturales debían contar con un medio idóneo para difundir sus hallazgos científicos, así como para contribuir a cimentar una verdadera cultura científica en el país. No obstante, ya en 1890 ambos Anales eran fusionados, y fenecerían en 1896; es decir, el esfuerzo no superó un decenio. En el caso del Boletín, expiró en 1904, con apenas cuatro años de vida.
Tristemente, con la extinción de estos medios, se creó un vacío de más de medio siglo, que no empezó a llenarse sino con el oportuno surgimiento de la revista Turrialba, que vio la luz en 1950 en el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), con sede en el cantón homónimo. Su primer director fue el colombiano Armando Samper Gnecco —quien después sería director del IICA—, y en sus tiempos de apogeo fue clave la figura del experto peruano Adalberto Gorbitz Russo.
Aunque es cierto que dicha revista pertenecía al IICA, nació bajo nuestro cielo, y en una entidad —aunque no estatal— de la que Costa Rica ha sido miembro desde su fundación. Revista bilingüe y centrada en la investigación en el mundo tropical, alcanzó niveles de excelencia por muchos años, hasta que aparecieron los inevitables y obstinados fantasmas de la actividad editorial, y empezó su decaimiento. En efecto, tras 40 años de existencia, y en medio de angustiosos estertores, en 1990 se firmaba su constancia de defunción y se le colocaba la pesada lápida del olvido. Como pequeñas retribuciones que alimentan mis recuerdos, me quedó la satisfacción de ser uno de sus últimos suscriptores, así como de ver uno de mis artículos publicados en sus páginas.
Años de esplendor
Cabe acotar que fue al año siguiente, en 1991, cuando partí de la UNA para laborar en el CATIE, y ahí sí me esperaba algo auspicioso en términos editoriales. Fueron tiempos de auge y esplendor, realmente.
En primer lugar, en 1992 me convertí en miembro del comité editorial del CATIE, donde daba gusto trabajar, pues había un incesante flujo de publicaciones de gran calidad estética, y todas con financiamiento garantizado. En segundo lugar, me invitaron a colaborar de cerca en la revista Manejo Integrado de Plagas, para entonces madura y robusta. Concebida por el entomólogo Joseph L. Saunders —mi jefe, colega y amigo, de tan grato recuerdo— y conducida por el experto colombiano Orlando Arboleda Sepúlveda, había nacido en 1986, como parte del Proyecto Regional de Manejo Integrado de Plagas para América Central; era financiada por la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID), a través de su oficina regional para Centroamérica y Panamá (ROCAP). Editada trimestralmente, aparecía con una puntualidad exacta y circulaba ampliamente, tanto por canje como por donación, entre investigadores e instituciones de la región centroamericana y el Caribe, así como en México y algunos países suramericanos.
No obstante, cabe hacer una acotación para indicar que, por la naturaleza misma del CATIE, que para su funcionamiento depende de proyectos de diferente duración, financiados por organismos internacionales, es común que una revista subsista el tiempo equivalente al plazo del proyecto que la financia. Por cierto, fue en esos años que emergieron la Revista Forestal Centroamericana (1992), Agroforestería en las Américas (1997) y Recursos Naturales y Ambiente (2004), todas extintas hoy. En el caso de la nuestra, que después se expandió para llamarse Manejo Integrado de Plagas y Agroecología, de varias maneras se logró prolongarle la vida por 21 años —casi con respiración artificial—, hasta que expiró al alcanzar su número 80; tuve la fortuna de ser su director entre 2002 y 2007, con el invaluable apoyo y la encomiable labor, en diferentes períodos, de las editoras Laura Rodríguez Amador —hoy directora de la Biblioteca Nacional— y Gabriela Gitli Antunez.
Fue como resultado de esta experiencia, y gracias a la imagen que la revista proyectó en el continente americano, que fui honrado con la invitación para ser integrante del respectivo comité internacional de Neotropical Entomology (2003), órgano de la Sociedad Entomológica de Brasil, la Revista Colombiana de Entomología (2003) y la Revista Peruana de Entomología (2011). Con dos de ellas colaboro hasta hoy, aunque de manera más bien esporádica o intermitente. Asimismo, entre 1993 y 2005 fungí como editor asociado de la revista Vida Silvestre Neotropical, en la UNA, otra valiosa revista que expiró.
Ahora bien, tras mi jubilación del CATIE, y como consecuencia de mis actividades como autor de un libro en mi especialidad, al igual que otro en el campo de la historia de las ciencias naturales, los caminos me llevaron hacia otros rumbos.
Por ejemplo, a partir de 2015, y por casi cuatro años, me convertí en representante de la comunidad nacional ante el consejo de la Editorial Tecnológica, en el Instituto Tecnológico de Costa Rica (ITCR). Todo cuanto recibí ahí fueron satisfacciones, dada la calidad humana y profesional de aquellos con quienes interactué, bajo el liderazgo de Dagoberto Arias Aguilar, quien ha sabido complementar sus dotes de experto en el campo forestal con las habilidades de gestor editorial. Lamentablemente, un quebranto de salud me impidió continuar, aunque a la distancia continúo colaborando con ellos de manera ocasional. ¡Cómo no hacerlo!
De vuelta a la UNA
Y, ya ven, amigos lectores, cómo la vida me ha premiado, ya que fue después de este prolongado y fructífero periplo por el mundo editorial, que Sergio Molina me invitó a integrar el consejo editorial de la Revista de Ciencias Ambientales —por supuesto que de manera ad honórem—, y así retorné a colaborar con la UNA, a la que tanto quiero.
Al igual que Rosario Alfaro y Eduardo Mora Castellanos —su segundo director, por largos años—, quienes a pesar de las adversidades no desmayaron y se empeñaron en no permitir que la revista feneciera, a la vez que la impulsaron con renovados bríos, Sergio ha sido su celador y también su propulsor. Bueno… es que, en realidad, es inimaginable entender la historia de una revista sin un director abnegado, como lo fuera don Joaquín García Monge con la célebre revista cultural Repertorio Americano por casi 40 años, o los ya citados Anastasio Alfaro, Henri Pittier, Rafael Lucas Rodríguez, Manuel Chavarría, Julián Monge y Luis Diego Gómez con nuestras revistas científicas.
Para retornar a Sergio —científico de alto nivel en el campo forestal—, aunque no nos conocíamos en persona, desde el principio hubo empatía entre ambos, así como convergencia en cuanto a cómo revigorizar la revista, lo cual él había ido gestando junto con los miembros del consejo editorial de entonces: Gerardo Ávalos Rodríguez (UCR), Arturo Sánchez Azofeifa (Universidad de Alberta, Canadá), Mónica Araya (fundadora de Costa Rica Limpia, una organización no gubernamental) y Manuel Guariguata (Center for International Forestry Research, Perú). Los dos últimos fueron sustituidos después por Olman Murillo Gamboa (ITCR) y Aleida Azamar Alonso (Universidad Autónoma Metropolitana, México), respectivamente.
Al fin de cuentas, gracias a la labor en equipo de tan activo y comprometido consejo editorial, visionaria y diestramente coordinado por Sergio, así como a un estricto sistema de arbitraje por pares académicos, se puede afirmar que la revista está realmente consolidada, al alcanzar su 42 aniversario.
Al respecto, en cuanto a su contenido, hemos optado por mantener el enfoque generalista —en vez de especializado— que la ha caracterizado a lo largo de su existencia, para abarcar aspectos relacionados con el manejo y conservación de los recursos naturales (agua, aire, suelos, recursos fitogenéticos, cuencas hidrográficas, flora y fauna silvestres, áreas silvestres, biodiversidad, etc.), las ciencias forestales y agroforestales, la expansión urbana, el manejo del paisaje rural, la contaminación agrícola, urbana y marino-costera, los servicios ecosistémicos, el cambio climático, la gestión ambiental, la educación ambiental y la socioeconomía ambiental. Asimismo, ante la ausencia de una revista con tales características en el ámbito latinoamericano, nos planteamos convertirla en un foro de relevancia continental, con énfasis en los problemas ambientales del neotrópico, y la respuesta ha sido tan positiva, que en los últimos números hemos logrado la participación de investigadores de 15 países.
Es por eso por lo que en cada número se percibe un conjunto de artículos rigurosamente tamizados —el porcentaje de rechazo rondó el 60% en los últimos cuatro años— que, en congruencia con el objetivo principal de la revista, «contribuyen al desarrollo sustentable de los países latinoamericanos, mediante la difusión de aportes originales, de carácter científico o técnico (planteamientos teóricos o metodológicos, resultados de investigación y análisis de experiencias prácticas)». Además, como una especie de «columna vertebral», en todo número se incluyen las secciones «Biografía», «Foro» y «Experiencias», escritas por especialistas invitados. Con la primera, se pretende honrar el legado de pioneros en el campo de la conservación ambiental; con la segunda, propiciar el debate acerca de temas polémicos o de actualidad; y, con la última, abrir un espacio en el que se puedan sistematizar valiosas experiencias concretas —incluidos los errores y obstáculos habidos, y no solo lo positivo—, para las cuales la longitud y el formato de un artículo convencional resultarían inadecuados.
Así que, hasta hoy, los logros y estándares de calidad de la Revista de Ciencias Ambientales —cuyas páginas fueron consultadas poco más de 50,000 veces en el presente año— han sido tales, que ha recibido el reconocimiento y aceptación para ser incluida en varios prestigiosos y rigurosos índices internacionales, como SciELO, Redalyc, Latindex y DOAJ, además de estar disponible en varias bibliotecas y catálogos electrónicos, como REDIB, MIAR, DIALNET, WorldCAT y Actualidad Iberoamericana.
En síntesis, motivos de sobra estos para que la comunidad académica de la UNA y la EDECA esté contenta y satisfecha de celebrar el 42 aniversario de la revista, con la viva esperanza de que —ahora que los sistemas y medios electrónicos permiten evitar o reducir los costos de diagramación, impresión y envío aéreo, así como agilizar todos estos procesos— perdure por muchos años más, cumpliendo siempre su importante misión, para beneficio del país, el continente y nuestro planeta.
En mi caso, al retornar como colaborador después de tantos años de alejamiento, y aunque en un pasaje del tango de Le Pera y Gardel se diga que «aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor», confieso que yo sí quise regresar, y que estoy muy feliz de haberlo hecho.