No recuerdo exactamente el día. Recuerdo, eso sí, que fue poco antes del golpe militar en Chile. Yo tenía entonces 16 años, frecuentaba el liceo y vivía en Concepción. Esa noche fui al cine que quedaba cerca de casa y vi Sacco y Vanzetti, la historia de dos anarquistas italianos que fueron sentenciados a muerte en Boston por delitos que no cometieron. Aún recuerdo la canción cantada por Joan Báez con música de Ennio Morricone.
Cuando terminó la película, me fui a casa, atravesé la plaza para llegar a Barros Arana, la calle donde vivía. Eran alrededor de las 11 de la noche. Este detalle tampoco es preciso. Recuerdo que al llegar al viejo Hotel Central, donde vivía, en un apartamento a la izquierda en el segundo piso, noté que había una persona apoyada a la pared en el ingreso a derecha, que era la entrada principal del hotel. Además me acosaba la sensación de que la calle estuviese desierta. Subí al segundo piso, saqué la llave del bolsillo para abrir la puerta, cuando esta se abrió de golpe y descubrí que dentro del apartamento había un grupo de militares en uniforme y con fusiles en las manos.
Me hicieron entrar apuntándome y me indicaron que me sentara en un sillón junto a mi hermano, mientras los militares allanaban el apartamento. Yo no sabía absolutamente nada de lo que estaba sucediendo, mientras dos de los soldados, que después supe eran infantes de marina, nos apuntaban con sus fusiles. Un oficial recorría la casa y hablaba en voz alta, dando órdenes. Llevaba un fusil automático en las manos. Los militares habían encontrado nuestros documentos personales y sabían quiénes éramos. Después de una hora o algo así, comunicándose por radio, nos hicieron levantar del sofá y bajamos la escalera. En la calle nos esperaba un camión militar. Nos hicieron subir y partimos sin saber hacia dónde nos llevaban.
Después de casi una hora de viaje, nos bajaron en un cuartel de la marina y nos llevaron a un lugar sobre unas colinas. Era de noche y había unas cabañas oscuras. Allí, en una de ellas, tuve que desvestirme. Me hundieron en un barril de agua varias veces. No sé exactamente cuántas. Me dejaban bajo el agua hasta que ya no podía más y cuando estaba afuera, me hacían preguntas que no entendía. Yo repetía que era estudiante secundario, que tenía 16 años y ellos volvían a meterme en el agua. No sabía que querían saber ni que buscaban como confesión. Desde la cabaña colindante sentía la voz de mi hermano. La distancia era mínima. No sé exactamente cuántos minutos pasaron. A veces me iluminaban con una luz fuerte en el rostro y me hacían preguntas. De un momento a otro, me hicieron vestirme y salí a una noche oscura en un lugar completamente desconocido. Las inmersiones en el agua las llamaban submarinos.
Después supe que el lugar se llamaba Fuerte Borgoño y que estaba dentro de la base naval de Talcahuano. Nos llevaron a una comisaría de carabineros y nos dejaron en una celda. Desde la celda escuchábamos las instrucciones que los marinos daban a carabineros y una de estas era que nos pasarían a buscar. Al amanecer, después de una noche sin dormir ni comer, nos vinieron a buscar y nos llevaron nuevamente a la base naval. Allí fuimos careados con dos marineros: Juan Cárdenas y Pedro Lagos. No recuerdo si había otros más. Ambos mostraban marcas de maltrato en la cara y en las manos. Nos pusieron frente a frente y les preguntaron a ellos si nos reconocían. La respuesta fue negativa. Recuerdo que Cárdenas dijo algo como: «nosotros hablábamos con personas adultas y estos son niños». Después de las declaraciones, nos acompañaron a la salida de la base naval y quedamos en «libertad».
Desde allí tomamos el bus para Concepción. Nos fuimos directamente a la universidad, lugar de donde casi no volvimos a salir hasta el día del golpe. El mismo día llegó el abogado de los marinos detenidos con la mujer de Juan Cárdenas. Me mostraron una foto y me preguntaron si lo había visto. Lo reconocí inmediatamente y conté todo lo que había visto. Los dos marinos del Blanco Encalada estaban vivos, habían sido brutalmente torturados y se encontraban en la base naval de Talcahuano. Mientras contaba estos hechos, la mujer de Cárdenas lloraba de alivio y de pena a la vez.
Ahora sé que todo esto sucedió el lunes 13 de agosto del 1973, que fui dejado en libertad el día después y la experiencia vivida en esa situación y condiciones fue un presagio de un desastre mayor con miles de desaparecidos y una cantidad enorme de torturados. El Fuerte Borgoño se hizo famoso como centro de tortura y la violencia ahí perpetrada no tuvo límites. El oficial que dirigía la operación de allanamiento seguramente fue uno de los responsables de tanta muerte y violencia.
Esta historia que no había querido narrar para evitar los recuerdos. No sé si los marinos del Blanco Encalada están vivos o muertos después de tantos años, pero su oposición a un conato de golpe los hizo víctimas y héroes a la vez y si hay algo que recuerdo de ellos era el cariño silencioso con que nos miraban.
Posteriormente supe que a ellos les habían pedido a golpes que nos reconocieran ante el juez, pero en lugar de hacerlo, ellos se negaron a mentir por órdenes ajenas y dijeron la verdad, sabiendo que el precio de hacerlo sería de enorme consecuencias para ellos, mi hermano y yo. Lo que sucedió cuatro semanas después es parte de la historia.