Soy mujer, soy inmigrante sin papeles, soy negra en un país de blancos. ¡Yo soy Ana Irma! Nací en una ciudad caribeña, cerca del puerto. Mi abuela paterna se llamaba Ana, mi madre Irma; mi abuela me llamaba Ana, mi madre Irma; al pasar los años todos me llaman Ana Irma.

Mis primeros meses en España fueron divertidos, luego mi vida se torció. Pasé unos meses encerrada en el Centro de Internamiento para Extranjeros, unas monjas cristianas me visitaban los miércoles ofreciéndome rezar algunas plegarias, yo hacía ver que escuchaba —creyendo que así no me deportarían— y escondía mis propias creencias para resistir. José Luis, mi exnovio europeo, aprovechó sus contactos en el Ministerio del Interior para borrar mi expediente policial, sacarme de allí y conseguirme trabajo en un geriátrico; también me proporcionó un apartamento alquilado en los barrios bajos cerca del puerto. Vine a Europa buscando un futuro mejor y necesito un compañero de vida, pero, cuando salí de la cárcel nadie me esperaba, nadie vino a recibirme: a mis 48 años recién cumplidos, en la gran Barcelona me vi sola.

Seguí las instrucciones que me habían dejado escritas en un papel y llegué en autobús hacia mi nuevo domicilio. Crucé la ancha avenida que separa la Barcelona burguesa de los barrios humildes. Muchas veces había cruzado esa misma avenida para tomar vinos y tapas caras en los locales de moda, cuando aún intimaba con mi exnovio; antes fueron viajes de ida y vuelta, ahora sabía que este sería un viaje sin retorno. Fijé mi residencia en aquellas calles húmedas, sin sol, habitadas mayoritariamente por inmigrantes pakistaníes, marroquíes, nigerianos, somalíes y algunos comerciantes chinos: un arrabal europeo donde ahora se oyen 22 idiomas. Yo ya no era la única negra en un distrito de blancos, me pareció «multicultural»; me sentí a gusto los primeros días, aunque no conocía a nadie.

El «club de los blancos» siguió haciendo sus orgías semanales en un local alquilado en las afueras de la ciudad, yo los seguía por Facebook, pero nadie me invitaba personalmente. Mi exnovio José Luis, guapo y bien plantado, ¿qué estaría haciendo? No telefoneé a mi ex tras mi salida de la cárcel, ni siquiera para darle las gracias. Yo soy la mujer, ¡es él quien tiene que telefonearme a mí!, yo tengo esas ideas, esa forma de pensar, «ese obsesivo pensamiento, ese rencoroso deseo aturde las mañanas, paraliza las tardes, atormenta las noches».1

Mi vida transcurre de casa al trabajo, del trabajo a casa, una casa vacía y fría. Es un apartamento de una sola habitación; por el patio de las cocinas entran aromas de curry, ajo frito, hachís... todos mezclados con música árabe, reggaetón y bollywood. Al atardecer, mato las horas hablando con almas lejanas por WhatsApp o deseando likes en Instagram o mirando viejas telenovelas en internet acompañada por una jarra de cerveza; luego rezo mis oraciones y me tumbo en la cama con las sábanas siempre frías. A veces me doy placer pensando en mi ex, luego me quedo triste. Estuve tentada en telefonearle para decirle: «Quiero hacer el amor contigo por última vez», pero cuando cogía el teléfono para llamarle me ahogaba un sudor seco, se cerraba mi garganta, me temblaban las manos, me paralizaba. No le llamé. ¡Antes muerta!

Pasó el día de San Valentín, sin novio. Varios pretendientes se me acercaron, todos ellos en situación económica precaria y costumbres poco recomendables: los rechacé a todos, ¡yo quiero mi príncipe blanco! Tuve encuentros esporádicos con algún compañero de trabajo o incluso con alguno de los pacientes enfermos, pero ninguno llegó más allá de un café en el bar de la esquina. Pronto cumpliré mis 50 años, no tengo amigos, no tengo hijos, no tengo familia; solo tengo un empleo provisional, un apartamento alquilado y un libro de oraciones. ¿Y en mi país?: aquello está mal, todo va de mal a peor, ¡ya tú sabes!

Veía pasar los días, los meses, las noches, sin compañía, sin novio, ¡sin un hombre! Entre la gente del trabajo había oído hablar del masaje Tantra, de «nuevas experiencias» de origen oriental. Compré una chaqueta y un pantalón amarillos. Pedí día libre en el trabajo un lunes. Por la tarde me depilé, me duché, me arreglé, me vestí de amarillo y tomé el ferrocarril subterráneo de Barcelona que sube desde los barrios bajos hasta la zona alta: allí había concertado una cita en el Edén Club, un lugar de pago con servicios para hombres, mujeres y también parejas. Las calles son luminosas, con abundantes árboles y casas de 2 plantas con jardines privados rebosando flores; a esa hora circulaban muchos adolescentes vestidos con uniformes de escuelas religiosas. Llegué a las 6 en punto y llamé al timbre rojo: respondieron rápido, me estaban esperando. Sonaba música «relajante»; el local estaba decorado al estilo oriental con tatamis y velas, olía a jazmín y cacao caliente.

Me recibió una mulata alta y esbelta con los cabellos teñidos de rojo, apenas cubierta por un albornoz azul celeste que anunciaba abundantes curvas. La contemplé con la boca abierta, se paró mi respiración, mis ojos fueron hacia la abertura de las telas, fijos en el estrecho canalillo que baja entre ambos montes morenos; sentí sudor frío y la garganta seca, mi corazón latía desbocado. Ya en la habitación privada, la masajista me dictó con un gesto que me duchara: yo obedecí, me quité la ropa y me duché. Tomamos juntas una infusión de jengibre, menta y canela endulzada con miel, sin cruzar palabra, solo cruzando miradas: una esquivas, las otras lascivas. Ella me indica que me tienda sobre la cama de tatami, boca abajo con la espalda desnuda; admira mi espalda morena y ancha que se estrecha en la cintura, crece en las caderas y escala montañas hasta llegar a las nalgas y caer por el otro lado. Empieza el masaje manual entregando abundantes aceites aromáticos a base de sándalo, romero y rosas, primero por la nuca, el cuello y la espalda... Yo —de espaldas al mundo que me rodea— cierro los ojos y recuerdo: mis juegos infantiles, los primeros roces con chicos, mi primer encuentro furtivo tras unos matorrales, mi primer matrimonio que fue breve, los largos años de escasez, la ilusión para salir del país, mi llegada a España, el derroche de placeres, mi fiesta de cumpleaños, los 3 meses en la cárcel... Antes yo arrancaba el alma a los hombres, me volvía loca de placer; ahora todo me parece rutina y soledad. El masaje sigue bajando por los muslos y entremuslos, rodea el choni sin tocarlo.

—¡Media vuelta! ¡Date media vuelta y abre las piernas! —me ordena la masajista pelirroja con labios carnosos y marcado acento caribeño.

Yo obedezco mansa. Quedo boca arriba completamente desnuda, es la primera vez que me expongo desnuda y con las piernas abiertas ante una mujer; me siento feliz por haberme depilado el choni justo antes de salir de casa. Cierro los ojos, inspiro hondo y espero...

Alguien trajo una bandeja plateada con fresas, mango y cerezas. La pelirroja acaricia mis labios con las frutas frescas, las saboreo, están muy dulces; esta pelirroja es muy cariñosa. Luego se sienta de rodillas sobre el tatami, detrás de mi cabeza; acomoda mis cabellos negros y rizados a uno y otro lado del cuello. El masaje continúa desde arriba hacia abajo con más aceites, primero con las manos en la frente, pómulos, labios, cuello... Ambas ya lucimos desnudas con la piel encendida, la pelirroja va resbalando despacio por mi cuerpo, paseando sus cabellos por mis mejillas y sigue cuerpo a cuerpo más abajo: amasando pecho con pecho —que ya estaban muy oscuros y erizados—, me roza el abdomen, los muslos, los entremuslos, hasta acariciar los pies y besar cada uno de mis dedos. Me estremezco; ligera pausa; inspiro hondo. Sus manos vuelven hacia arriba, palmo a palmo: piernas, muslos, entremuslos... Se me escapa un jadeo; vibro, deseo, temo. Sus dedos escriben versos sobre mis pliegues húmedos, se oye un gemido apagado, una ola de calor agita todo mi cuerpo: saltan dos «¡ay, ay!». Luego nacen más, son descargas eléctricas que brotan desde la médula, son estrellas frenéticas que arquean mi abdomen. Me quedo dormida, arropada por una sábana azul celeste.

Me despierto pronto, me visto. Me pinto los ojos, me pinto los labios, me arreglo el cabello y —como ya había pagado el servicio con mi tarjeta bancaria— salgo discretamente por un corredor lateral.

Entro en el ferrocarril subterráneo de Barcelona que baja desde la zona alta hacia los barrios bajos. Está lleno de mujeres con el rostro cansado, son inmigrantes como yo —latinoamericanas, rumanas, filipinas—, que vienen de limpiar los hogares de familias ricas; yo sonrío sobre todas ellas: ¡yo soy Ana Irma!, la única negra vestida de amarillo.

Al salir a la calle ya es de noche, los gatos remueven las basuras, un buque lanza largas pitadas en señal de partida. Entro en mi casa: vacía y fría. Reviso los mensajes de WhatsApp, busco likes en Instagram, miro una vieja telenovela en internet... Son las once de la noche y sigo despierta. Suena mi teléfono móvil; impulsada, agarro el aparato telefónico para ver quién es: el nombre José Luis aparece escrito en la pantalla, ¡es él! Me gustaría decirle: «Quiero hacer el amor contigo», me brota un sudor seco, se cierra mi garganta, las manos me tiemblan, el aparato cae al suelo y rueda lejos; cuando lo recupero ya ha dejado de sonar. Compruebo las llamadas perdidas: sí, era José Luis. No le devuelvo la llamada, no le llamo, que me llame él. ¡¡Antes muerta!!

En la cama esperan mi libro de oraciones y las sábanas... frías.

Notas

1 Rodríguez Del Corral, J. L. (2003). Llámalo deseo (La sonrisa vertical ed.). Tusquets Editores, p. 175.
2 Este relato continúa desde «Fiesta de cumpleaños», publicado el 1 de marzo de 2022.