El mundo está injustamente organizado; las sociedades humanas presentan todas enormes asimetrías. Eso no es nuevo, y con distintas propuestas se ha tratado de buscar alternativas. Cuando hablamos de injusticia queremos decir: una desigual distribución del poder.
Las diferencias económico-sociales que marcan a sangre y fuego la historia son una expresión de esa desigualdad. Desde tiempos inmemoriales una pequeña minoría detenta el poder económico-político-militar-cultural, arrogándose un sitial de privilegio. Consecuentemente, enormes mayorías sufren los efectos negativos de esa desigualdad: pobreza, exclusión de los beneficios del desarrollo, ignorancia, enfermedades, miedos. Quien detenta el poder no lo cede, lo defiende a muerte. Esa es, al menos hasta ahora, la historia de la humanidad. Nadie traspasa el poder a su adversario alegremente; para los cambios se hace preciso una terrible lucha.
Puede entenderse esa fascinación que emana del poder por cuanto su ejercicio nos permite sentirnos totales, completos. La fantasía de completud, de omnipotencia que acompaña a cada ser humano, la forma de escapar a la finitud de la experiencia humana (todos vamos a morir) encuentra en el ejercicio del poder su consumación. Cualquier poder —el que se deriva de la supremacía económico-política, el de la fuerza bruta, el de un género sobre otro, el de una cultura supuestamente «superior» sobre los «incivilizados», el del norte sobre el sur, el de los viejos sobre los jóvenes— otorga siempre esa sensación de invulnerabilidad, de omnipotencia indiscutible. En ese sentido, el poder, cualquiera que de ellos se trate, es inapelable, no necesita rectificarse porque, ilusoriamente, nunca falla, es «natural», dado desde ya.
Si se observa la historia, el poder, en sus diversas expresiones, ha estado siempre en manos masculinas, es «cosa de machos». Su ejercicio, por tanto, ha tomado en todos los casos esa forma de la virilidad, de la masculinidad como sinónimo de fuerza incuestionable. Salvo contadísimas excepciones (una mítica poliandria, un matriarcado vertical que casi no existe), en la actualidad, pese a importantes pasos en sentido contrario, la situación no cambió en lo sustancial: 99% de las propiedades del planeta son de varones; las estructuras políticas presentan abrumadoras mayorías varoniles; las fuerzas armadas y la guerra son «cosas de hombres»; la producción científica, cultural, filosófica, salvo honrosas excepciones, casi no muestra mujeres (¿cuántos premios Nobel mujeres existen?) El lugar social de la mujer todavía sigue siendo de acompañante. Eso está cambiando —¡era hora!—, pero aún queda muchísimo camino por recorrer. Valga como ejemplo: en las lenguas occidentales, el peor y más ofensivo insulto es «hijo de puta»; es decir: ser el vástago de una mujer que comparte su cuerpo con muchos hombres es sacrílego, una marca oprobiosa. Portar ese epíteto es el más injurioso agravio que pueda proferirse, pero no sucede lo mismo si se es «hijo de un varón mujeriego» (varón que comparte su cuerpo con muchas mujeres).
Los géneros, sabemos, son construcciones sociales. A partir de la diferencia anatómica (macho y hembra de la especie) se construye un complicado edificio simbólico-cultural que nos transforma en «caballeros» y «damas». Esa construcción no es nada sencilla, pues no está asegurada por ninguna maduración instintivo-biológica. El hecho que hoy se hable de multitud de géneros —LGTBIQ+—; de «géneros fluidos» (bigénero, trigénero o pangénero); de no establecer el género en el momento del nacimiento de una persona, sino dejarlo librado a su elección cuando esté en condiciones de decidir, muestra que las identidades sexuales son edificios simbólicos. Por tanto, el patriarcado, el machismo como forma cultural (hoy día, dominante a nivel global) es algo histórico. Si se construyó así, también se puede deconstruir.
Cambiar esto implica una profunda modificación en la distribución de los poderes por género. No decimos una inversión mecánica: que quienes hasta ahora no lo detentaban (la mitad de la población mundial), pasen a tenerlo desplazando a los actuales propietarios. El poder en manos de los hombres ha dado como resultado este mundo que conocemos: injusto, basado en la violencia como eje dominante de las relaciones, militarista, al borde de la catástrofe ambiental. ¿Sería distinto si el poder pasara a manos femeninas? En todo caso debemos apuntar a una democratización horizontal del poder (su apropiación por parte de todos y todas).
Hay que concebir un poder distinto al conocido. El poder, hasta ahora al menos, es masculino. El poder es fálico (en toda cultura se representa por alguna suerte de bastón. Incluso el papa lo ostenta, pese a sus votos de castidad). El poder es abusivo, arbitrario, no admite discusiones ni disensos. Se lleva todo por delante. Casualmente, todas características que definen la virilidad, la hombría.
Es necesario sentar las bases de un poder alternativo: ¿por qué el poder debe basarse en la potencia, en la reciedumbre? Dicho en otros términos: en «quién la tiene más larga». Tal vez para cambiar ese mundo disparatado que legan los «machos» viriles (guerreristas, que no toleran sombras ni discusiones) puede comenzarse por plantear un poder distinto, tolerante de las diferencias. El modelo actual ya vemos por dónde nos lleva. ¿Tendría razón Freud cuando planteó una pulsión de muerte que, tarde o temprano, nos llevará a la extinción como especie? La actual guerra de Rusia y Ucrania puede ser (¡esperemos fervientemente que no!) el preámbulo de ello.