En Oslo, en una de las galerías del Museo Nacional, se puede ver una pintura de apariencia tan anónima, que es muy sencillo pasarla por alto si no se tiene la voluntad para encontrarla. No podría decirse que sea pequeña, con sus 89 centímetros de alto y otros 70 de ancho, pero se puede asegurar que sus colores —habrá quien diga la ausencia de ellos— son los que la destacan de entre las demás obras que la rodean. La hacen parecer como una forma de recuerdo a medio camino del olvido, o tal vez como un sueño que no se ha desvanecido del todo después del despertar.
Es de noche en el lienzo, y el detalle que se observa es el de una habitación apenas iluminada por un par de velas. La puerta es de un color crema, vuelta opaca por las sombras del interior. Junto a ella, la ventana de dos hojas está encuadrada por una celosía de los mismos tonos claros, enmarcado el conjunto por las cortinas. La única presencia ahí es la de alguien que se concentra en el estudio de un objeto, invisible para quienes le espían, pero preciado para ese hombre que lo resguarda entre sus dedos. Podría ser incluso que esta persona, entendida como un cuerpo animado por el soplo de la vida, tampoco se encuentre ahí, pues su aspecto recuerda más bien a las insinuaciones de los fantasmas.
Sobre la identidad de este hombre no hay manera de garantizar cosa alguna, pero podría tratarse de Svend, hermano de Vilhelm, quien solía retratarlo en bosquejos y óleos. Ya en 1902, en Cinco retratos, lo había colocado en primer plano junto a otros cuatro representantes del arte danés de finales del siglo XIX, ya que Svend, al igual que Vilhelm, se dedicó también a la pintura. Pero mientras que en aquel lienzo de gran formato y ambiente fúnebre el hijo menor de los Hammershøi aparece en un comedor rodeado de hombres, disfrutando de sus pensamientos y el sabor de una pipa, en El coleccionista de monedas (1904) se le puede ver entregado de lleno al deleite de su soledad.
Entre 1898 y 1909, el mundo real, para Vilhelm Hammershøi, existió tan solo en el interior de su apartamento en el barrio mercantil de Christianshavn, en Copenhague. Aunque hoy es un lugar más bien bohemio y un poco turístico, por aquellos años, cuando Vilhelm y su esposa, Ida, pasaron a ocupar la segunda planta del número 30 de la calle Strandgade, el anonimato y la tranquilidad eran ahí mucho más frecuentes de lo que son ahora. Era ese un barrio en el que las viviendas se iluminaban en colores suaves y en el que sus habitaciones eran propicias a la meditación y el silencio, amuebladas todas con lo necesario y no con lo codiciado.
Eran tiempos de reflexión para Dinamarca. El nacimiento de Vilhelm, en 1864, coincidió con la perdida de los ducados de Schleswig-Holstein a mano armada de Austria y Prusia. Otro tanto de lo mismo había hecho Suecia cincuenta años antes, cuando le arrebató el dominio de Noruega, continuando así una historia de batallas y victorias sobre su vecino que se remontaba, al menos, hasta la firma del tratado de Roskilde en 1658. Historia larga que debió causar mella en la psicología de la gente, pues no es fácil para una nación presenciar semejantes derrotas y humillaciones, por lo que el gradual empequeñecimiento de lo que antes había sido un gran territorio precipitó un otoño en el carácter de muchos daneses. La reflexión e introspección que siguen a todas las pérdidas, sumado a los fríos del norte, alimentó aún más eso que entre noruegos y daneses se conoce como hygge: el buen vivir en espacios agradables.
Hygge era lo que, según testimonios, podía encontrarse en las salas y galerías de Strandgade # 30. Con su mobiliario de toque fino, con la luz dorada de los días cruzando por sus ventanas y las cerámicas y otras decoraciones colgando de las paredes y estanterías, esos escenarios domésticos no eran muy distintos a las representaciones hechas por otros practicantes de la pintura interiorista de la Dinamarca de ese entonces, como Carl Holsøe o Peter Ilsted, hermano de Ida. No así, en cambio, en los retratos que Vilhelm hizo de esas mismas habitaciones durante los diez años que vivió en ellas.
Fuera de sus escenas están los muebles que de otra manera hubieran sido excesivos para la representación. Vilhelm e Ida solían hacerlos de lado antes de que él comenzara a humedecer los lienzos y ella le diera la espalda para ser retratada de esa manera, como por lo general exigían las composiciones de su marido en las que una mujer debía aparecer. Lejos de sus escenas también está el sol, pues las estancias que llevan la firma de Hammershøi parecen todas sumergidas en la luz plateada del invierno nórdico. La misma luz que se encuentra en las más de sesenta pinturas que Vilhelm hizo dentro de Strandgade # 30. Muchas de ellas vacías, salvo por dos o tres muebles, algún piano y las puertas abiertas que insinúan la presencia de alguien. Otras de ellas agraciadas por su hermana, Anna, o por su esposa, quien solo muy de vez en cuando observa en dirección de quien la retrata. La misma luz que se encuentra ausente en la pequeña estancia donde su hermano Svend disfruta del silencio de la noche junto al placer que encuentra en el coleccionismo de monedas.
Sobre el carácter de Vilhelm se sabe que era como la clase de habitaciones que le gustaba representar. Pasó de largo a cada una de las revoluciones artísticas de su tiempo y fue desinteresado en todos los asuntos de la autopromoción, limitándose a mostrar su obra solo en unas cuantas capitales europeas. Una vez, en una galería en Berlín, Rainer Maria Rilke no pudo pensar en otra cosa más que el retrato que ahí se exhibía de la joven Ida Ilsted, apenas una muchacha cuando Vilhelm la retrató en 1890. Viajó hasta Copenhague para investigar y escribir una biografía sobre ese a quien consideró como el gran maestro Hammershøi, pero se encontró con un hombre que le recibió en su casa con un exceso de humildad. Vilhelm tenía tan poca cosa por decir sobre su trayectoria, que Rilke consideró sensato abandonar todos los planes para su libro.
Que algunas personas hoy vean en la obra de Hammershøi sugerencias a lo fúnebre y lo angustioso, a las cosquillas de la ansiedad y el sudor de la serena desesperación doméstica, tal vez dice más sobre el ánimo de nuestros tiempos que sobre el suplicio existencial de su autor, un señor reservado y tranquilo a quien le gustaba dar paseos por el campo. El arte, desde luego, no es una piedra. Se parece más a un teatro de sombras en el que el artista proyecta y el espectador interpreta, y este último puede ser un mero ciudadano o el grueso de la humanidad. Cada uno llevamos al museo la experiencia total de nuestra vida, y solo basta pasar unos cuantos minutos frente a cualquiera de las grandes pinturas de la historia para escuchar toda forma de opiniones al respecto. Algunas particulares y educadas que sugieren un enfoque personal con el cual considerar de nuevas maneras lo que observamos. Otras colectivas y necias que lo único que hacen es repetir las pedanterías más vulgares del momento presente. Ninguna de ellas, desde luego, la del propio artista.
Bajo cierta perspectiva, las habitaciones representadas por Hammershøi en el número 30 de Strandgade no solo son el reflejo de ese otro espacio al que nadie más tiene acceso —el de las cámaras secretas de nuestro corazón—, sino también el que existe entre las estrellas. El del espacio-tiempo que se expande y separa así a las galaxias. El del silencio de una noche de insomnio y la tranquilidad de un océano por las mañanas. De los hielos que crujen en los polos, y de los desiertos, las nubes y las montañas que brillan cuando no hay nadie ahí quien pueda observar. Ya que, si se puede «ver al mundo en un grano de arena», como sugirió Blake, «y al cielo en una flor silvestre», entonces el universo completo puede estar contenido en una sola habitación.
Quien disfruta —o sufre— de su propia compañía se encuentra a sí mismo en las aglomeraciones de las calles igual que en los vacíos de su casa. Pero también lo hace en las llanuras, las colinas y los ríos, en las playas serenas y los valles de la luna. Las figuras que de tanto en tanto caminan por los paisajes de Caspar David Friedrich, como en las habitaciones de Hammershøi, parecen estar ahí para acentuar las dimensiones de la naturaleza en la que se encuentran, y definir de esa forma no tanto la insignificancia de cualquiera de nuestras vanidades, sino nuestra aparente soledad en el interior del universo.
Pero apariencia es de lo que se trata. Al igual que Vilhelm, Caspar David fue de humores discretos. «Con la sencillez y sobriedad propias de un aldeano», lo describe así Ángel Olgoso en uno de sus cuentos, «y las costumbres austeras de un párroco protestante». Los paisajes, más que los interiores, formaron la mayor parte de su producción, y las representaciones que de ellos hizo fueron tan personales y poéticas que su firma es hoy sinónimo del romanticismo alemán. Nació poco más de cien años antes que Vilhelm, y el tiempo en el que vivió fue uno de complicaciones políticas y desengaños del espíritu. En ese entonces, las certidumbres del materialismo científico sumieron a muchos en la desilusión de encontrarse en un mundo desprovisto de significado, uno que había perdido su posición en el centro del Todo para ser desterrado a las periferias del sol.
El paisaje se volvió así, para Caspar David y sus contemporáneos, la iglesia con la que sustituyeron a las religiones muertas de Occidente y avivaron el fuego que animaba al mundo. Lo sublime y lo terrible en la naturaleza como experiencia de lo numinoso, y, por extensión, de lo divino. Una experiencia extraña y única del fenómeno humano que no se encuentra en ningún templo del Sinaí o en algún lugar en las estrellas, sino en las soledades de los paisajes del interior. Pues, «la mente es un lugar propio», como apuntó Huxley, «y el Reino de los Cielos se halla en ese lugar».
La obra más conocida de Caspar David es El caminante sobre el mar de nubes, que puede verse hoy día en la Kunsthalle de Hamburgo. Retrata a un hombre atlético y en levita que, apoyándose sobre un bastón, observa desde una montaña las tierras nubladas de Sajonia. La sensibilidad naturalista de su autor es obvia, pero también lo es su trasfondo filosófico. Las montañas de la mente, llenas de traiciones, que solo pueden ser conquistadas por quienes en verdad se adentran en las tinieblas interiores. Es así como El caminante de Friedrich se hermana con El coleccionista de monedas de Hammershøi, ya que, aunque ambas ocurren en escenarios opuestos, ambas hablan de la misma cosa: la experiencia iniciática de quien indaga en el silencio de su soledad.
Es de noche en el número 30 de la calle Strandgade. El coleccionista de monedas deja de lado sus pesetas, coronas y florines, y apaga de un soplo las dos velas que apenas iluminan la habitación. La luna ya no se encuentra por encima de Copenhague, y solo hay sombras al otro lado de la ventana. La única otra luz ahí es la que el coleccionista observa cuando cierra los ojos y reflexiona. Es la luz blanca del paisaje que existe solo en él. Una luz que ciega y quema, pero que tal vez vale la pena perseguir. Una luz como la de las nubes que se ven desde lo alto de una montaña, en alguna parte de Sajonia.