Las drogas constituyen actualmente el mercado de productos ilegales más grande del mundo, un mercado fuertemente ligado a actividades criminales de lavado de dinero y corrupción.
(UNOCD, Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito)
El uso de sustancias psicoactivas no es nada nuevo en la historia de la humanidad (alcohol etílico derivado de la fermentación de diversos vegetales, hongos o flores alucinógenas, hoja de coca, marihuana); desde siempre se utilizan para evadir la dureza de la vida. No hay cultura que no las tenga. Hoy, sin embargo, ese consumo tomó características que lo transforman en un profundo problema de salud pública a escala planetaria. Según el Informe Mundial sobre las Drogas de Naciones Unidas de 2021, excluyendo el alcohol (droga legal), alrededor de 275 millones de personas en todo el mundo utilizaron drogas ilegales durante el último año, mientras que más de 36 millones sufrieron trastornos por su consumo, con medio millón de fallecimientos por sobredosis (aproximadamente 1,300 diarios).
La cantidad de muertos y discapacitados que produce, la criminalidad conexa, el fomento de una cultura marginal, hacen del consumo de drogas ilegales un problema en el que todos, directa o indirectamente, estamos implicados. El uso de narcóticos se expandió mundialmente como problema por todos los estratos sociales, golpeando a niños de la calle y multimillonarios, en países ricos del Norte y empobrecidos del Sur. Lo que hace algunas décadas eran excentricidades de estrellas de Hollywood, hoy pasó a ser un producto más de consumo masivo a nivel mundial. Todo esto se sabe, hay acciones para enfrentarlo, pero el problema sigue creciendo. Si se dispone de tanto conocimiento al respecto, ¿por qué no vemos una tendencia a la baja? ¿Hay grandes poderes planetarios que no desean que esto termine?
Por el contrario, en vez de disminuir, aparecen nuevos estupefacientes más potentes, más letales, y se comercian cada vez más apelando a refinadas técnicas mercadológicas (fentanilo, popper, flakka, krokodil). Ya es común encontrar un distribuidor minorista en cualquier esquina de cualquier ciudad de mediana para arriba. Buena parte de la juventud, en cualquier parte del mundo, ha probado o ha estado cerca de drogas ilegales (marihuana, cocaína, crack, LSD, éxtasis, heroína). Ya no aterran como sucedía años atrás; entraron en el listado de posibles productos a consumir.
Observada la magnitud global del negocio se comienza a tener una dimensión distinta del problema. Todo el circuito mueve cantidades colosales de dinero, que según estimaciones rondan al menos los 400 mil millones de dólares anuales —casi como la producción y venta de armas, o como la industria del petróleo. Eso, evidentemente, es más que un problema sanitario: esa monumental cifra de dinero se traduce en poder y, por tanto, en influencia política.
Sin dudas, el problema sanitario que representa el uso de estas sustancias psicoactivas, no se aborda a nivel global como tema de salud pública, sino que, fundamentalmente, se ha transformado en un campo de control policíaco-militar. Eso no deja de ser llamativo: algo que debería abordarse con ejércitos de médicos, psicólogos, enfermeros, trabajadores sociales, se enfrenta con ejércitos armados hasta los dientes con las más modernas y sofisticadas armas. Curioso es que, en ese enfrentamiento, se atacan los dos puntos más débiles de la cadena: el productor de la materia prima (el campesino que cultiva plantas de coca o de amapola, recibiendo centavos por su producción), o el adicto que compra la droga ya procesada a precios de oro en las ciudades. El combate —una declarada guerra con toda la potencia militar de cualquier guerra— se da, aparentemente, contra quien transforma esa materia prima en sustancias psicoactivas y las trafica. Pero, curiosamente, esa guerra frontal no termina con el problema de las adicciones.
Algo se está haciendo mal… o no hay ningún interés en terminar realmente con el problema. Quemar sembradíos de coca o de marihuana en las montañas no acaba con el problema. El eslabón intermedio, es decir: quien consigue la materia prima para transformarla en droga ilegal y luego la trafica, haciéndola llegar básicamente a los puntos de mayor consumo mundial (Estados Unidos y Europa Occidental), es el «malo de la película», pero más allá de la guerra frontal que los poderes dominantes dicen llevar contra el narcotráfico, ese dinero beneficia a muchos. De hecho, se «lava», con lo que existe una enorme economía mundial que tiene directa relación con la narcoactividad. Por lo pronto, en muchos Estados ese «lavado» constituye uno de sus pilares económicos. Junto con ello, el circuito de venta de armamentos que va de la mano favorece a los mismos grupos de poder de siempre.
¿Qué pasa si se despenaliza el consumo de estas sustancias? Recordemos que, mundialmente, provocan más daños el alcohol y el tabaco —negocios enormes, pero que no alcanzan el volumen de los tóxicos prohibidos. Vetar el acceso legal a las drogas, en vez de promover su rechazo, lo alienta (lo prohibido atrae; irrefutable verdad de la psicología humana).
Se hace mucho contra las drogas, pero el consumo a nivel mundial no baja, lo que puede llevar a pensar que hay intereses ocultos que así se benefician. Si preocupa tanto este flagelo, ¿por qué no se despenaliza el consumo? Eso acabaría con innumerables penurias: bajaría la criminalidad, la violencia que acompaña a cualquier actividad prohibida; incluso bajaría el nivel de consumo al dejar de presentar el atractivo de lo vedado. Pero estamos lejos de la despenalización. Crece el perfil de lo punitivo: el combate al narcotráfico pasó a ser prioridad de los Estados en cuestión seguridad, movilizando ejércitos y obligando a ampliar el negocio de las armas. Esto abre dudas: ¿será que la pasada Guerra Fría se trocó ahora en persecución a este nuevo demonio? El interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, encuentra en este campo un buen motivo para prolongar/readecuar su estrategia de control universal, igual a como sucede con el «terrorismo» (que, fundamentalmente, viene asociado al mundo musulmán).
Si queremos entrarle al problema hay que luchar por la legalización. Quemar sembradíos en el Sur no soluciona nada.