Entras en un ascensor y te llega de súbito un olor a líquido de limpieza, lo que llamábamos brasso en los días de la infancia, al parecer el nombre de una marca que se volvió denominación universal, y ves en la interminable película de la memoria a la abuela, sentada frente a la mesa del comedor, con los finos cubiertos desplegados y un paño amarillo con el que limpia aquellas piezas de plata o de plaqué o de peltre, quizá, con sus finas manos alargadas, en paciente morosidad, y las va colocando en una caja con espacios para tenedores, cuchillos, cucharas, según tamaño y destino preciso del difícil oficio de comensalía.
A veces entras en un espacio que huele parecido a un hostal donde te alojaste en Lugo, hace mucho, y regresa la sensación agridulce de la nostalgia, porque allí estuviste solo y nunca se te ha dado bien la soledad, aunque a menudo te encierres en el nimbo clausurado de la lectura o de la escritura… Es para ti imprescindible la compañía, sobre todo la presencia femenina. ¿Cómo concebir la vida desprovista de una mujer, de sus aromas, de sus olores amatorios y domésticos?
Cuando vas a la ferretería, a comprar algún adminículo u objeto para reparaciones caseras, tienes que detenerte en busca de la serenidad, porque son demasiados los olores que ingresan a las glándulas olfativas, pugnando por su decodificación memoriosa… La creolina, con su oliscar intenso, picante e invasivo, te recuerda la vieja ferretería del Paradero 27, y otros efluvios intensos, como el aguarrás, el diluyente a base de piroxilina, el aceite de linaza, dulzón y resinoso como los pinos radiales… La creolina te recuerda el baño de los canes, en la mañana del sábado, cuando llenábamos de agua y viscoso líquido desinfectante el ancho recipiente metálico e íbamos metiendo, uno a uno, a nuestros fieles perros.
La Diana no rehusaba el baño, coqueta y melindrosa, parecía alegrarse ante la perspectiva de una piel limpia y lustrosa; el Sil gruñía su disgusto, pero aceptaba el higiénico fregado, bajando la cola en ademán de resignada sumisión… En cambio, el Cofi, perdiguero de buena raza, era alérgico al agua, y apenas sentía el fuerte olor de la creolina, arrancaba a perderse, y había que sacarlo a tirones de algún escondrijo, como podía ser debajo de mi cama... Los perdigueros o gracos, suelen ser asiduos al agua fresca, pero yo creo que Cofi tenía ancestros franceses o gallegos, de esos que se bañan una vez a la semana, «hágales o no falta».
Y si de Francia se trata, hay un autor que te atrae con predilección. Es Louis Ferdinand Celine, maestro de la narrativa, recurrente en los tópicos de la escatología… Y no me refiero a la vida ultraterrena, sino a las instancias terrenales de los detritos humanos, a las exudaciones corporales, a las evacuaciones nauseabundas, que el parisino repite hasta asquear al lector, aunque siempre hay un destello lúcido o poético que puede sacarte –en sentido literal- de la mierda que recorre páginas de escepticismo y desencanto frente al sucio animal humano que somos. Así, el joven personaje (autobiográfico) de la novela Muerte a Plazos, habla y describe sus propios hedores con una fruición que a ratos suena patológica. Parece que oliéramos su ropa interior, sus calcetines, sus pies que solo lavaba el día sábado, si es que su madre, jofaina y toalla en mano, le conminaba al aseo personal. Por otra parte, tanto él como otros personajes del libro, vestían camisa blanca, corbata y ternos convencionales, según práctica burguesa y laboral, aunque no se dieran la ducha diaria que a nosotros no debe faltarnos… Bueno, a veces, si puedo, me salto el baño matinal porque creo, al igual que mi recordado padre gallego, que la ducha cotidiana es un invento gringo que, con tanto jabón, agua caliente y sobajeo, debilita las defensas cutáneas y estraga la piel… (Marisol no concuerda con esta peregrina teoría, y su olfato finísimo puede transformarse en implacable enemigo de la incuria higiénica).
Pero hay aromas y olores gratos que resultan incomparables y necesarios para la estética sutil del olfato. Uno de ellos es el hálito del mar, más intenso en el océano Pacífico que en el Atlántico, y aún más en el mar Cantábrico, según mi experiencia. Hay una hermosa palabra gallega, marusía, que nos hace sentir en las fosas nasales las invisibles partículas salinas que las olas hacen estallar en sus constantes abrazos con la arena de la playa… El aroma del tocino en la preparación de una tortilla española, el olor penetrante de los jamones y chorizos que cuelgan en la bodega de la casa de A Touza; el olor del heno recién cortado que la campesina carga sobre el carro; el inigualable aroma del pan que cada mañana surge del horno y que trae, sobre su piel tostada, la imagen áurea de los trigales y el halo del viento seco que los agita al ponerse el sol. «El olor del pan y la manzana guardada», en palabras de Efraín Barquero.
El olor del recién nacido, con sus intensos efluvios augurales… Pero, sobre todo, el aroma de un cuerpo femenino en el umbral de la plétora amorosa, o en cualquier lugar donde se perciba, en un escaño, bajo los árboles.
Recuerdas a ese joven trabajador que aconsejaste para que se alejara de la empedernida bohemia, y te respondió, como si hubiese sido el mejor de los poetas: «Profesor, yo no puedo evitar embriagarme con el olor de la noche».
Uno de los efectos terribles del virus pandémico es la pérdida del olfato y del gusto. Quizá sea una forma de castigo (aún se cree en las puniciones terribles del Dios cruel de las Escrituras) con intenciones estéticas, en una sociedad vertiginosa y digital que parece no detenerse jamás en la morosa fruición del goce, sea este espiritual o hedonista. ¿Se imaginan a Marcel Proust enfermo de Covid? No hubiese podido escribir los maravillosos párrafos de la magdalena remojada en té. En cambio, su asma crónica agudizó su sensibilidad en grado superlativo.
Pero también cabe oler el mundo en la madrugada, como si fuese una doncella desnuda, cubierta de rocío sobre la hierba temprana.