El mundo cambia y lo hace más y más rápido. La tecnología modifica la vida, las generaciones son más disímiles entre ellas en relación a la formación, comportamiento, preferencias, actitudes y valores. El futuro es un enigma que en muchos casos provoca inseguridad y miedo. Las paradojas aumentan y se hacen complejas. La automatización de los procesos productivos excluirá del trabajo a los segmentos menos preparados educacionalmente y con menos posibilidades de adaptación. La productividad aumentará, la riqueza material será mayor y, al mismo tiempo, crecerá la desigualdad social y económica.
Los problemas ambientales nos obligarán a cambiar nuestro estilo de vida. Las telecomunicaciones harán autónomas localidades apartadas y las metrópolis y grandes urbes serán una conglomeración de comunidades independientes sin un centro. El transporte será reducido y el trabajo será completa o parcialmente remoto, como hemos visto durante la pandemia. La innovación y el conocimiento serán factores fundamentales del desarrollo humano y las actividades culturales florecerán, ocupando una cantidad creciente de personas y espacios. Los márgenes de libertad individual crecerán y al mismo tiempo la individualidad será un proyecto de vida caracterizado por las posibilidades y riesgos que ofrece.
La realidad en que crecieron los padres no será válida ni relevante para los hijos y las relaciones generacionales exigirán mayor empatía y menos autoridad. La política será más fluida y variable y en este contexto, pienso que una parte importante de la población no está preparada para sobrevivir esta nueva forma de modernidad. La cotidianidad no es más un punto de referencia estable y esta nos obliga a redefinirnos constantemente. Esta nueva dimensión de la vida «moderna» requiere una seguridad emocional a la que no estamos acostumbrados y en gran parte no poseemos.
Por estos motivos y otros, la vida no será lo que ha sido, sino un proyecto en continua reelaboración, donde la frontera entre lo real y ficticio será más frágil y menos clara. Nos espera un mundo, donde la diversidad será la regla, donde la divergencia será la norma y donde orientarse será más problemático, imponiendo un nuevo riesgo de control autoritario y de uniformidad impuesta, donde cada diferencia será percibida como una amenaza a la «realidad social» y la causa detrás de esto es el miedo a ser sin saber serlo.
Esta es la paradoja y gran tarea de la modernidad, abrir espacios a nuevas formas de expresión individual, crear posibilidades para nuevos estilos de vida y al mismo tiempo frenar la diferenciación, considerándola una amenaza insostenible. Ante este dilema hay que definirse y tomar una posición. Estamos o no estamos por un mundo abierto a la experimentación personal o tenemos que considerar la vida social como una eterna prisión, donde los esquemas comportamentales se sobreponen a la individualización. Este dilema es una dimensión que está cada vez más presente en los conflictos que conforman nuestra cotidianidad: la sociedad como imposición o el individuo como razón.
Nuestro mundo está dividido entre el experimento y la conservación, entre la tradición y la individuación, entre la regla y la libertad, entre el ser como proyecto personal o como una replicación sin espacio para nuevas formas de expresión. Esta polarización y conflicto entre la fluidez y la rigidez la percibimos más acentuada en toda forma de relación, anteponiendo los jóvenes a los viejos, el arte a la estandarización, la búsqueda a la reglamentación y la misma disyuntiva entre lo nuevo y lo viejo, conforma una llave de lectura de muchos conflictos que impregnan y atraviesan nuestra la vida de todos los días y que llamamos actualidad.