Si queremos luchar contra la desigualdad y promover el cambio social, tendremos que rescatar la brillante idea de los estados de bienestar o, mejor aún, promover un nuevo contrato ecosocial.
Es sorprendente observar que muchos académicos siguen creyendo que todas las políticas de lucha contra la pobreza son necesariamente positivas y que al final, si no erradican la pobreza, al menos ayudarán a los pobres a sobrevivir. Se trata de un triste error que conduce a valoraciones erróneas de las políticas sociales promovidas por el Banco Mundial y otros organismos financieros internacionales.
Cuando el Banco Mundial incluyó la reducción de la pobreza en la agenda internacional en 1990, esto no tenía nada que ver con la justicia social ni con su temor a los disturbios y rebeliones contra sus políticas de ajuste estructural. Nada más lejos de la realidad, como he demostrado hace más de veinte años. Este ajuste estructural era parte de la solución propuesta para la pobreza. Y el mensaje que había detrás, manifestado con mayor claridad aún por el PNUD, (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), era contra los estados de bienestar existentes y otros sistemas de protección social. La reducción de la pobreza, pues, era una política abiertamente neoliberal que se convirtió en parte integrante del Consenso de Washington ampliado. No era una mejora de las políticas de protección social, sino una alternativa a ellas.
El cambio hacia la reducción de la pobreza también confirmó el abandono total de la economía del desarrollo, que afirmaba que los países pobres necesitaban políticas específicas para cerrar la «brecha» con los países ricos. Se puso fin al pensamiento desarrollista de la posguerra. En el neoliberalismo solo puede haber un tipo de política económica, dar la mayor libertad posible a los mercados, proteger estos mercados y promover la competencia y los derechos de propiedad. Los derechos de consumo ocuparon el lugar de los derechos laborales. Los Estados debían ser fuertes, pero magros. Las políticas económicas se sacaron del debate democrático.
De hecho, todos los pensadores liberales y neoliberales han subrayado la importancia de la reducción de la pobreza, ya que sus teorías no habrían sobrevivido si se dejara morir a la gente en las calles, de hambre y de frío. Desde John Stuart Mill en adelante, hasta Friedrich Hayek y Thomas Friedman, todos ellos promovieron los ingresos mínimos y se opusieron a programas de protección social más amplios. Para Hayek la justicia social era un espejismo y un camino hacia la servidumbre. No debemos olvidarlo nunca.
Si en 1990 la realidad no se ajustaba todavía a este nuevo discurso, los treinta años transcurridos desde entonces han dado sobradas muestras de este análisis. En todos los países, tanto en el Sur como en el Norte, la pobreza ocupa ahora un lugar destacado en la agenda. Ahora se llama «protección social», ya que la palabra adquirió un nuevo significado para ocultar el cambio ideológico de los estados de bienestar.
Esta «protección social» se introduce a trozos, algunas pequeñas ayudas familiares, la asistencia sanitaria «universal» (para los pobres), las pensiones sociales, etc.; no como un «sistema», sino como programas parciales y específicos. Todo lo demás no está en el orden del día y, en la medida en que existía en los países ricos, se está desmantelando: los servicios públicos, incluido el sector del cuidado, los servicios postales, el transporte público, todo se está privatizando. Los subsidios de desempleo se recortan drásticamente. La asistencia social es cada vez más condicional. Cada vez hay más gente que trabaja a tiempo parcial o sin contrato, mini-jobs, etc. Las pensiones también se han privatizado en gran medida. Los estudiantes necesitan préstamos para acceder a la universidad... Está claro que, especialmente en los países en los que los sindicatos son débiles, el daño al bienestar es considerable.
Por supuesto, no hay ni una sola razón por la que la reducción de la pobreza deba formar parte de una estrategia neoliberal. La pobreza es un drama realmente existente y las políticas de la pobreza pueden encajar perfectamente en un sistema de estado de bienestar y orientarse hacia una ciudadanía plena. Pero, ¿cómo marcar la diferencia? Puede ser útil mencionar algunos puntos que hay que tener en cuenta.
Una política de pobreza neoliberal considera la reducción de la pobreza un punto de interés común. Es fácil crear un consenso en torno a ella, ¿quién puede oponerse? Como el Banco Mundial y el PNUD mencionaron repetidamente en los años 90, los pobres participarán rápidamente en la producción de crecimiento, mantendrán la cohesión social, se detendrá el crecimiento de la población y la migración, etc. En resumen, con menos pobreza, el mundo entero será un lugar mejor.
En esta perspectiva neoliberal, la pobreza no es una cuestión de ingresos. Los pobres rara vez hablan de dinero, según afirma el Banco Mundial. La redistribución, pues, no está en la agenda. La pobreza es el resultado de políticas gubernamentales erróneas con ideas equivocadas de estados de bienestar que excluyen a los pobres del mercado. Los estados de bienestar son para los trabajadores privilegiados. Si se abren los mercados y se da acceso a los pobres, el problema se resuelve fácilmente. Esto significa que hay que desregular los mercados de trabajo y suprimir los salarios mínimos. La reducción de la pobreza, entonces, no cuesta dinero, no toca la riqueza de los ricos, al contrario.
De hecho, los estados de bienestar y la reducción de la pobreza siguen dos lógicas opuestas. Mientras que, en el pasado, la protección social estaba destinada a proteger a las personas de los caprichos del mercado —en caso de desempleo, por ejemplo— y de otros problemas que pudieran surgir —una enfermedad o un accidente, por ejemplo—, la reducción neoliberal de la pobreza está destinada a mejorar la participación en los mercados. Los estados de bienestar implican la desmercantilización de los servicios que conducen a una emancipación de los mercados, mientras que la reducción neoliberal de la pobreza permite la introducción de más mercados.
Hay más lógicas opuestas. Los estados de bienestar son un elemento importante de la ciudadanía social, como explicó T. H. Marshall. Significa que se basan en los derechos y en la solidaridad legalmente regulada. Dar a las personas derechos económicos y sociales es una cuestión de empoderamiento colectivo que les permitirá defender y potenciar estos derechos. En la reducción de la pobreza los pobres adquieren el derecho... a sobrevivir. Los derechos de los pobres son derechos civiles —el derecho a la vida—, no derechos sociales. Los pobres tienen derecho a recibir, en contra de la reciprocidad de los estados de bienestar. Por eso la caridad y la filantropía están tan de moda hoy en día. Y es por eso por lo que ahora se dice que los estados de bienestar son «solidaridad fría», es decir, solidaridad de todos con todos, incluso con personas que uno no conoce.
Los estados de bienestar pueden ser universales, aunque la realidad no siempre lo confirma, mientras que las políticas de reducción de la pobreza son necesariamente focalizadas, con todos los grandes problemas que ello implica, incluso en la mejor de las hipótesis. El programa brasileño «bolsa familia» seguía teniendo un margen de error de alrededor del 50%. La ayuda a los pobres siempre será condicionada, lo que permite prácticas clientelistas y arbitrarias.
Si la «protección social», tal y como la definen hoy las organizaciones internacionales, se limita a un mínimo de supervivencia, libera a los gobiernos de cualquier responsabilidad de hacer algo más que alcanzar el umbral de la pobreza y, al contrario de los estados de bienestar, hace imposible cualquier transformación social. La reducción de la pobreza no altera las relaciones de poder.
Lo que está ocurriendo hoy en día es aparentemente un «progreso» a nivel global y europeo, porque efectivamente se dan pequeños pasos en sectores que antes estaban excluidos de la toma de decisiones supranacionales. Sin embargo, si al mismo tiempo se dan pasos atrás a nivel nacional, se trata de lo que se llama una «procesión de Echternach»: un paso adelante, dos pasos atrás. Significa que la desigualdad crece mientras, en muchos casos, la pobreza ni siquiera disminuye. Conduce a la lenta erosión de las clases medias y a una polarización insostenible de las sociedades.
Por supuesto, no tiene por qué ser así. Es una lógica perversa que opone la reducción de la pobreza y el interés común a los ciudadanos «privilegiados» con derechos económicos y sociales. Se admite que el sistema produzca pobreza para enseguida tratar de reducirla.
Los estados de bienestar pueden prevenir y, en última instancia, erradicar la pobreza. Las políticas neoliberales pueden, en el mejor de los casos, reducir la pobreza, mientras que la desigualdad crece. «En el mejor de los casos» porque en realidad la pobreza sigue existiendo, tanto en el Norte como en el Sur. Es una realidad muy amarga. Y no existe un plan político serio para luchar contra la desigualdad.
Por lo tanto, me gustaría mencionar algunos puntos que me parecen muy urgentes de examinar:
En primer lugar, una redefinición de nuestros sistemas de protección social, ya que las economías y las sociedades han cambiado drásticamente en las últimas décadas. Los «estados de bienestar» no son probablemente el mejor concepto por defender, ya que las necesidades urgentes van mucho más allá de la ayuda social directa y tocan las políticas medioambientales: aire limpio, agua potable, eliminación de alimentos insalubres, etc. Lo que realmente necesitamos es un nuevo contrato ecosocial.
Los derechos deben ser individuales y no depender de situaciones familiares concretas y cambiantes.
Los servicios públicos, los derechos laborales y la asistencia a la pobreza deben estar plenamente integrados en los sistemas jurídicos basados en los derechos.
Reafirmación de la configuración tripartita de los sistemas de protección social, dando voz a los trabajadores y a los ciudadanos en la concepción, aplicación y seguimiento de las políticas sociales; las cotizaciones de los empresarios y de los trabajadores deben constituir la mayor parte de la financiación para que el sistema sea plenamente suyo, propiedad social y no gubernamental.
Trazar las intersecciones con otros sectores, las políticas medioambientales en primer lugar, pero también las políticas económicas y los impuestos sobre la renta y el patrimonio.
Por último, tenemos que examinar los sistemas de creación de riqueza. Es insoportable que, en tiempos de crisis y austeridad, como esta crisis de COVID-19, los más ricos se hagan aún más ricos. Que, en caso de subidas de precios en el sector energético, las empresas obtengan enormes beneficios, mientras que las familias tienen que elegir entre calentar la casa y hacer tres comidas al día.
El Foro de los Pueblos de Asia y Europa ha adoptado una Carta Global de Derechos Sociales que enumera todos los puntos que pueden ser retomados, desde un punto de vista aspiracional, cuando se discute a nivel nacional e internacional, el desarrollo de sistemas de protección amplios y coherentes.
Los estados de bienestar fueron en primera instancia mecanismos de seguro destinados a preservar el nivel de vida de los trabajadores en caso de calamidades. Hasta cierto nivel, pueden contribuir a la redistribución de las rentas y, de ese modo, a reducir las desigualdades. Pero este nunca ha sido su objetivo. Para la redistribución tenemos los impuestos, para la lucha contra la desigualdad tenemos que contemplar tanto la creación de riqueza como la redistribución a través de los impuestos. Los estados de bienestar pretendían corregir la desigualdad creada por los mercados, en oposición a la igualdad política inherente a la democracia plena. De ahí la idea de «ciudadanía social».
Desde hace varios años, se está desarrollando un discurso a favor de un nuevo contrato ecosocial. Este debería desarrollarse, lejos de la austeridad y de la «protección social» centrada en la pobreza. Si está en manos de la gente, como debería ser un verdadero contrato, podemos hablar de «comunes sociales».
La pobreza, como defendió una vez Riccardo Petrella, debería ser ilegal. Necesitamos urgentemente políticas que la erradiquen y tenemos los recursos para hacerlo. En este periodo postcovid en el que se discuten y evalúan tantas «verdades», la verdad de nuestra única humanidad con derechos humanos básicos debería estar en la cima de nuestras agendas. Esto incluye, obviamente, la preservación de nuestro planeta.
Lo que debería ocurrir ahora en todos los países que preparan el periodo postcovid es la puesta en marcha de un diálogo social con los trabajadores y ciudadanos, los empresarios y los movimientos ecologistas para discutir la posibilidad de dicho contrato ecosocial, redefiniendo la protección social y ecológica y reforzando la atención sanitaria preventiva.
Se trata de una agenda altamente política. Es necesario un nuevo cambio político, alejado de la pobreza, orientado al desarrollo social, la solidaridad y una transición justa.