Escribir es muchas cosas. Pensar, aprender, mejora la técnica, profundizar temas y reflexionar sobre forma, contenido y método. Muchas veces, al oír que algo está bien escrito, me pregunto en cual de todas estas dimensiones y a menudo la respuesta es en la forma y el estilo. Por otro lado, distinguir y separar estos aspectos no es fácil. Podemos imaginar sin dificultad textos interesantes escritos de manera poco precisa o una escritura agradable donde el sentido no está siempre claro. Al mismo tiempo, si no existe una integridad en lo escrito, el texto no nos resultará bien logrado. La forma depende del contenido y viceversa y esto nos obliga a pensar en la escritura y los textos en variadas maneras y niveles.
Leer es en gran medida una sensación y se hace, no digo instintivamente, pero a menudo dejándose llevar. La lectura nos transporta y vivimos la experiencia sin reflexionar sobre los detalles y esta es una de las habilidades por ejemplo de Gabriel García Márquez. Uno lee sus historias, siguiendo la trama, lo que sucede minuto a minuto, aceptando sin problemas frases enormes, que nos dan la sensación que todo fuese una erupción incontrolada de ideas e imágenes. Este aspecto lo podíamos llamar intensidad. Julio Cortázar, por su parte, nos hace reflexionar, no sobre la escritura misma, sino sobre lo que esta sucediendo. Nos sentimos en un laberinto, donde cada paso es un enigma y el modo de lectura cambia como cambia la escritura en un juego, donde la lógica situacional es superada por las sorpresas y lo que hace el escritor en estas situaciones es diseñar trampas. El secreto es hacernos pensar algo para asombrarnos con otros eventos y resultados, imponiéndonos una nueva lógica.
Algunos tratan de combinar estas dos dimensiones: la intensidad y la sorpresa y aquí encontramos, por ejemplo, a Mario Vargas Llosa, que en cierta medida podría ser considerado un escritor de novelas policiales, donde los delitos son múltiples y a menudo se presentan separadamente. En sus textos podemos apreciar un nivel de control superior, una arquitectura compleja y una capacidad de síntesis, que retrospectivamente nos convence que todo converge en un drama que integra todos los dramas menores y así llegamos a otra dimensión de la escritura, que concierne la estructura misma del texto. De dónde se parte, dónde se termina, qué sucede en el medio y cómo «guiamos» al lector.
Escribir es sobre todo comunicar reflexiva y emocionalmente y aquí surge el tema del mensaje o los mensajes. Qué queremos lograr con el texto y en que secuencia. Escribir bien significa crear consenso, presentar un tema y mostrarlo de manera tal, que se pueda cambiar las opiniones del lector o al menos presentarle otras realidades y argumentos que haga que su modo de ver el mundo sea más amplio. En realidad, la lectura es un mundo paralelo a la cotidianidad y leer es dialogar. En este sentido, lo importante es hacerlo con alguien, un escritor, que nos presente aspectos del mundo y la realidad que no habíamos considerado y que, durante o después de la lectura, nos lleven a razonar sobre ellos.
La próxima vez que escuchemos nuevamente la exclamación: «está bien escrito», nos preguntaremos en qué sentido y por qué razones, descubriendo al final que el significado de la constatación en gran medida describe más al lector que al texto. Escribir y leer son formas de viajar por un mundo real e imaginario a la vez, donde el escritor seduce y el lector se deja seducir por la magia de la narración presentada como texto y el arte de escribir está en la misma seducción, que en este caso es la de habitar por unos instantes posibles realidades.