Trump está colocando un puñal en la garganta de la democracia estadounidense.
(Joe Biden)
¿Se ha preguntado usted qué pasaría si se produce un golpe de Estado en EE. UU. en 2024? ¿Podría repetirse una coyuntura similar a la «toma del Capitolio» en 2020, que esta vez fuese exitosa y alcanzara sus objetivos? ¿Qué repercusiones traería eso al interior y al exterior de Estados Unidos? ¿Sería un exceso pensar en el riesgo de una guerra civil adentro y en el peligro de guerras transfronterizas afuera? Cada vez más analistas y politólogos se plantean esas posibilidades y, en nuestro caso, el impacto que ello tendría para los vecinos del Sur, mexicanos y latinoamericanos, ya que los canadienses no tendrían por qué verse mayormente afectados. Pero la repercusión tendría sin duda un alcance mundial.
La cosa es grave. Aquí la advertencia del presidente Joe Biden: «Por primera vez en nuestra historia, un presidente no solo perdió las elecciones, sino que también trató de evitar el traspaso pacífico del poder [incitando] a grupos violentos a irrumpir en el Capitolio. Pero no tuvieron éxito. Fallaron. En este día conmemorativo (6 de enero), debemos asegurarnos de que nunca jamás vuelva a suceder un ataque de ese tipo».
Nadie tiene la «esfera mágica», pero los futurólogos van trazando las coordenadas de lo que aparece como algo anticipable y predecible. Y es que la polarización de izquierdas y derechas sigue avanzando más allá de las definiciones partidarias, al abrirse paso con mayor nitidez la confrontación de intereses e ideologías en conflicto. Además de numerosos artículos hay trabajos de investigación como La Guerra Global de Clases de Jeff Faux, donde se intenta responder a interrogantes como ¿quiénes toman las decisiones en Washington? ¿cuál es el papel y qué representan los «cabilderos» de las grandes corporaciones en el Congreso y en la administración del gobierno estadounidense?
El tema es la relación de fuerzas entre grandes propietarios privados y los poderes públicos en el mundo globalizado al declinar y en buena medida concluir, sin alternativas visibles, el llamado globalismo liberal o neoliberal que sigue encabezando los Estados Unidos. Los datos históricos y políticos permiten prever con cierta racionalidad acontecimientos que generan y desarrollan cambios sociales de mayor envergadura; por ejemplo, crisis económicas y financieras, flujos migratorios, movilizaciones masivas y alteraciones demográficas, pandemias, guerras civiles e internacionales. Y también, quizás, eventos o acciones subversivas, tentativas de golpes de estado.
Si uno quiere entender los hechos de hoy tiene que traer a la memoria los de ayer. Sin ellos difícilmente podríamos visualizar nuestro futuro. Para el caso que ahora pretendemos dilucidar bien vale la pena echar una mirada, tan fría y objetiva como nos sea posible, a la historia reciente de las complejas relaciones entre Estados Unidos y América Latina. Con ello podemos acercarnos al asunto de nuestro interés justamente desde una perspectiva propia, la nuestra.
A los Estados Unidos no les interesa ya tanto buscar anexiones territoriales, aunque el resultado final pueda ser equivalente. La novedad del imperialismo norteamericano consiste precisamente en sustituir los procedimientos de conquista por formas de actuación más sutiles; tratan de establecer e imponer, en los países americanos, su influencia financiera. El tesoro o la banca conceden préstamos a los gobiernos de dichos Estados para «ayudarles» a organizar su administración, a estabilizar una moneda o a realizar obras públicas que sean de utilidad para la vida económica. Los capitalistas hacen inversiones en los negocios privados. En estas repúblicas donde los disturbios internos son frecuentes, el pago de los intereses de la deuda pública y la seguridad de las inversiones no tardan mucho en verse comprometidos.
Entonces el gobierno de Washington interviene de distintas maneras para proteger los intereses de prestamistas e inversionistas. Pero no se detiene ahí. Aprovecha desequilibrios y disturbios para intervenir en la política interior de las repúblicas, bien sea a través de la concesión o la negativa de créditos, bien por la presión diplomática, o incluso alentando la violencia política con dinero y con armas. De hecho, si los Estados Unidos están satisfechos con el gobierno en vigor, lo protegen; si ese gobierno no es dócil, lo abandonan a su suerte. Y esas políticas hacia América Latina no han cambiado mayormente.
A fines del siglo XX el imperialismo, que es la modalidad más avanzada del capitalismo, aún dominaba en el mundo entero, con excepciones como Cuba o Corea del Norte, muy poco explicadas en la teoría de las alternativas. Desde los años 70 y 80, las redefiniciones o reestructuraciones del imperialismo dieron una fuerza especial al proceso conocido como «globalización». Bajo ese proceso se delinearon las nuevas formas de expansión de las aún llamadas potencias occidentales, en particular de Estados Unidos. El neoliberalismo globalizador exportó las crisis a las periferias del mundo al tiempo que se apropió de los mercados y medios de producción y servicios que se habían creado en la postguerra, sustituyendo los que no eran rentables, y estableciendo un neocolonialismo cada vez más acentuado y represivo, en el que compartió los beneficios con las oligarquías locales, civiles y militares, y negoció con ellas privatizaciones y desnacionalizaciones para asociarlas al proceso.
La nueva política globalizadora frente a las crisis internas y externas consistió en dar prioridad al neoliberalismo de guerra en la disputa de territorios, empresas y riquezas mediante la fuerza. En el campo ideológico Estados Unidos complementó su «lucha por la democracia y la libertad», gravemente desprestigiada, con la ideología de una guerra preventiva contra el terrorismo. Se adjudicó el derecho de definir a este y de incluir en la definición a todos los opositores de que necesitara deshacerse, y de excluir de ella a todos a los delincuentes que necesitaría y a sus propios cuerpos especiales militares y paramilitares «con derecho de matar» y «torturar».
La «guerra preventiva de acción generalizada» no solo constituyó un cambio profundo frente a «la estrategia de la contención» que había privado durante la guerra fría sino que adoptó la forma más adecuada —a corto plazo— para que el gran capital y las potencias aliadas impidieran el desarrollo de la conciencia y la organización de las fuerzas alternativas emergentes.
En realidad, hoy, más que nunca, el imperialismo como una etapa superior o avanzada del capitalismo y de la historia de la humanidad, sigue siendo un concepto fundamental. Al articular la historia de los imperios con la historia de las grandes corporaciones, el concepto de «imperialismo» puso al descubierto el poder creciente de las empresas monopólicas y del capital financiero. También obligó a replantear la lucha antimperialista, combinando la lucha de las naciones oprimidas con la lucha de las clases explotadas.
En este punto debemos preguntar ¿quién y hasta qué punto controla hoy realmente la economía mundial? El poder de las transnacionales podría ser la respuesta obvia, pero las formas de operar del capitalismo financiero obligan a mirar con mayor cuidado y rigor las complejidades de todo este proceso. Nuevos actores como China y Rusia, Brasil y México, van modificando las reglas del juego.
En las condiciones actuales de la evolución capitalista, las empresas están formadas por propietarios, gestores y trabajadores que mantienen relaciones muy distintas a las que se daban en los orígenes del capitalismo clásico. Los propietarios son los accionistas, aunque ya no tienen una preocupación directa por el estado de la actividad productiva —a diferencia del propietario tipo siglo XIX—, sino que únicamente se preocupan por rentabilizar su capital. La extraordinaria liquidez de los mercados les permite a estos accionistas pasar de una empresa a otra en cuestión de segundos, por lo que se disocian los intereses y se vencen las estrategias cortoplacistas. Los gestores, por otra parte, son los consejos de administración de las empresas y los directivos, esto es, aquellas personas que toman las decisiones que afectan a la actividad productiva. Estos consejos de administración obedecen órdenes de los accionistas, porque a ellos les rinden cuentas; no en vano los accionistas pueden exigir la destitución de estos si consideran que no lo están haciendo bien, es decir, de acuerdo con sus intereses. Esta relación, propia de la etapa neoliberal, está definida como shareholder value y es estudiada en la literatura económica en el marco de la llamada corporate governance y de la «teoría de la agencia». Los trabajadores, por otra parte, también están fragmentados en función del segmento productivo al que están asociados, desde gerentes hasta trabajadores de cuello azul.
Pues bien, la enorme cantidad de dinero que tienen los súper ricos no se invierte en lo que se llama economía productiva, es decir, donde se producen puestos de trabajo. Según datos coincidentes de diversas fuentes financieras el 90% se ubicaba en la compra y venta de propiedad inmobiliaria, en bonos del Estado, en cuentas personales y en otras actividades de uso personal o actividad especulativa. La propiedad de las acciones está enormemente concentrada. Así, por ejemplo, en EE. UU., solo el 10% de propietarios de acciones tiene más del 80% de todas ellas. La gran mayoría de accionistas tiene un número muy menor de acciones.
Ante un panorama tan complejo como el que intentamos describir tenemos que volver los ojos hacia el interior de los EE. UU. De igual modo a como viene ocurriendo en otras esferas, las luchas intestinas por la hegemonía han llevado a desembozar a actores e intereses, a derechas e izquierdas en conflicto. Dado que es ilusorio suponer que las izquierdas demócratas, en tanto que partido, se agrupan en el Partido Demócrata y los adversarios de las derechas en el Partido Republicano, tenemos que dilucidar por sobre las insignias partidistas dónde se encuentran, cómo surgen y a quién representan los nuevos actores políticos. De su mayor o menor identificación con Trump, Obama, Clinton o Biden, podríamos encuadrar a los políticos «profesionales» como de izquierda o derecha, pero más difícilmente a los movimientos emergentes y a las fuerzas reales que ya se han ido manifestando.
Aquí la cuestión central estriba en dilucidar —ante un eventual golpe de Estado—- cómo repercutirían, combinadas, la crisis sanitaria, económica y política de EE. UU. en América Latina. ¿Impulsaría una mayor independencia y autonomía o bien significaría una verdadera debacle para el sistema capitalista subrogado y dependiente de nuestra región?
Algunos datos mínimos muestran la importancia de nuestra relación. Los países del continente latinoamericano que reciben más inversión extranjera estadounidense son: México (US$92,000 millones); Brasil (US$65,000 millones); Chile (US$27,000 millones). Monto acumulado de inversión extranjera directa (Fuente: US Congressional Research Service, 2018).
Por su parte, en el informe de Naciones Unidas UNCTAD/WIR/2020 se señala que «la crisis de la COVID-19 provocará una drástica contracción de la Inversión Extranjera Directa (IED). Se prevé que los flujos mundiales de IED disminuyan hasta un 40% en 2020, a partir de su valor de 2019 de 1.54 billones de dólares. De cumplirse esa previsión, el volumen anual de IED se situaría por debajo de 1 billón de dólares por primera vez desde 2005. Las proyecciones apuntan a que la IED se contraerá entre un 5% y un 10% más en 2021 e iniciará una recuperación en 2022. Es posible que se produzca un repunte en 2022, con el que la IED se situaría en la tendencia anterior a la pandemia, pero solo se trata de las previsiones más optimistas.
Los acontecimientos del 6 de enero de 2021, entre otras significaciones importantes, han dejado ver de manera simple y concreta, verosímil, que la democracia ejemplar de la que habló Toqueville está en crisis, o, peor aún, en riesgo de sufrir graves y acaso irreversibles deterioros. Stephen Marche, comentarista de The Guardian, ha escrito en su nuevo libro La Próxima Guerra Civil (The next civil war: Dispatches from the American Future. Avid Reader Press. 238 pp.) que «Estados Unidos, hoy día otra vez, está encaminado hacia la guerra civil…los problemas políticos son tanto estructurales como inmediatos, la crisis es de largo plazo y se está acelerando». Y en efecto, el sistema político podría colapsar en una crisis de legitimidad, nutrida por una derecha que promueva la violencia para conquistar el poder. Con lo cual caería aún más drásticamente la inversión, la producción y el comercio de bienes y servicios.
De hecho, la gran incógnita que ahora y en el corto y mediano plazo se plantea al interior de EE. UU. es cómo anticipar el desenlace que traería consigo el choque de fuerzas por la hegemonía interna y su repercusión externa, económica y política, particularmente en el ámbito geográfico donde se concentran sustanciales intereses al sur de sus fronteras, es decir en América Latina. Si a la grave recesión económica de la postpandemia se agregara una gran crisis política por un golpe de Estado en EE. UU. en el 2024, los efectos que ello traería consigo serían los de un verdadero sunami en nuestra región, antes tal vez y con mayor profundidad que en el resto del mundo. ¿América first? ¿A como dé lugar Míster Trump?