En 1821, con la llegada de Frederic Cailliaud y Pierre-Constant Letorzec a las cercanías del paralelo 18, al sur de Gebel Barkal, la historia antigua de Sudán se abría no solo a ojos e imaginación de ese par de franceses, sino al mundo del futuro. Kush, el reino de Nubia al que la Biblia dedicaba algunas menciones, descansaba bajo sus pies. En las arenas que el viento les incrustaba entre el cabello y la piel, en el calor que por las tardes les agotaba y en el frío que por las noches les arrebataba el descanso. El primero de ellos, naturalista y aficionado a la historia, una de las figuras más queridas en su natal Nantes, registraba con notas y dibujos la flora y fauna a su paso, las ruinas que se levantaban de un sitio a otro. El segundo, cartógrafo, hacía sus apuntes y cálculos para consagrar lo visto al creciente registro de información técnica que comenzaba a aglutinarse, ahí y en otras partes, para gestar lo que dos siglos más tarde devendría en una civilización planetaria obsesionada por la economía de los datos y la información.
Bajo la excusa del prospecto por recursos minerales, exploraban más allá de Shendi. Cailliaud había demostrado talento para esa y otras hazañas de la mineralogía durante su campaña de 1815 en el Egipto moderno que el gobernador Mehmet Alí comenzaba a construir. Pero esta segunda ocasión era diferente. Junto con Letorzec, había dejado atrás el destacamento del ejército egipcio con el que cruzaban la recién conquistada Sudán, luego de haber tomado vestimentas y nombre turcos. Murad Effendi para el uno, Abdallah el Faquir para el otro. Ambos encontrarían regiones ricas en diamantes, prometió Cailliaud al capitán del pelotón, pero tomaría tiempo y esfuerzo. Necesitaría un equipo de trabajo y un puñado de soldados para la protección armada en las regiones al sur. Ahí abajo, donde los conquistadores egipcios eran considerados poco menos que demonios, y los europeos tenidos por una inmundicia peor que la sarna o la malaria.
Pero la promesa del francés era una mera máscara con cual velar sus intenciones. Lo que a Cailliaud en realidad le interesaba era encontrar a Meroe, la vieja capital de Kush a la que exploradores rivales habían identificado con Gebel Barkal; el mismo sitio en donde semanas antes él y Letorzec se habían separado del pelotón. Conocían las fuentes históricas que la ubicaban en otra parte, en las cercanías del paralelo 18. Habían escuchado los cuentos y chismes de beduinos y mercaderes sobre un lugar no muy lejos de esa coordenada. Un lugar en el que una arquitectura fúnebre se asomaba por sobre la arena, con su conjunto de pirámides que diferían de las egipcias en dimensión, densidad y otras propiedades geométricas. Más pequeñas, más esbeltas, menos magníficas y no tan distantes en la bruma del tiempo, pero no por eso faltas de elegancia e importancia. Mausoleos para los fantasmas ilustres de Kush, sus reyes y sus reinas, las kandakes. Entre ellas Amanishaketo, quien en sus once años en el trono hizo frente a César Augusto, negoció paz con los romanos y pasó a ser una de las reinas más queridas de toda Nubia.
El talento y la suerte, aunque también pudo ser el destino, quisieron que ambos hombres se encontraran con aquellos monumentos a las pocas semanas de haber partido en su búsqueda. Cailliaud los registró en su diario y Letorzec los trazó en un mapa. Pero la exploración de Meroe y su conjunto funerario fue un gusto más bien pasajero, pues cuando ambos regresaron a Shendi para informar sobre el descubrimiento, se encontraron con la matanza conjunta de conquistadores y conquistados. Tensiones y escaramuzas, tráfico con esclavos e impuestos desmedidos se habían encargado en diezmar la delicada paz que ahí se mantenía. El capitán del pelotón egipcio recibió a los franceses tal vez con gusto, pero es más probable que lo hiciera con desdén. Era fantástico que hubieran descubierto la capital de un imperio milenario, ¿a quién, además de los rivales de Cailliaud, le importaba que Gebel Barkal no fuera el sitio autentico de Meroe?, pero en ese momento sus hombres estaban demasiado ocupados masacrando a los sudaneses para invertir una parte significativa de sus fuerzas en la excavación de unas ruinas polvorientas.
Cailliaud y Letorzec acompañaron al destacamento por varios meses. Ambos continuaron con su labor en la prospección de recursos minerales, aunque los volúmenes producidos de su minería se encontraban muy por debajo de las expectativas esperadas por Mehmet Alí. Egipto se hacía grande; se volvía una fuerza que algún día lograría quitarse a los otomanos de encima y las riquezas de la tierra eran un bien necesario para tal fin, por lo que los franceses invirtieron mayor tiempo y esfuerzo en encontrar sus fuentes a pesar de que el proyecto ya no les fascinara.
Lo cierto es que ambos anhelaban volver a las ruinas de Meroe. Por las mañanas imaginaban las excavaciones que organizarían. Por las noches, los misterios que podrían desenterrar. Pero las realidades militares y las vejaciones humanas de una conquista se interpusieron a todas esas fantasías, y se les ordenó regresar a El Cairo en la primavera de 1822. Lo hicieron por una ruta que les permitió les permitió ver a Meroe por última vez. Una visita breve en la que Letorzec actualizó los datos de su mapa y en la que Cailliaud, ahí en el corazón de lo que fue Kush, se dejó llevar por lo que Schiller llamaba sehnsucht, esa nostalgia abrazadora por los lugares y tiempos que nos son desconocidos. Para finales de septiembre estaban de vuelta en la capital, y durante los días restantes visitaron la pirámide escalonada de Zoser, en la necrópolis de Saqqara, donde Letorzec trazó uno de los primeros planos de sus galerías subterráneas. El 30 de octubre se embarcaron de vuelta a Francia, y a su llegada se les recibió con la pompa que se reserva a los héroes y los orgullos nacionales.
Meroe pasó de ser el descubrimiento privado de Cailliaud y Letorzec, a una curiosidad entre los exploradores europeos, los conquistadores egipcios y los sudaneses doblegados. Para los primeros se trató de un diseño coqueto en el papel tapiz de las culturas milenarias. Para los segundos, el eco de un rival contra el que sus ancestros habían guerreado. Para los terceros, la revelación de que el pasado nunca deja de estar presente, y de que las rencillas entre los faraones y los nubios continuaban vivas después de miles de años. Para quien tuviera ojos y memoria de entre aquella gente, el regreso de la capital de las kandakes podía ser algo tan poderoso como una profecía, una advertencia de los dioses, o un encuentro con las fuerzas elementales que dan forma a la espiral de la historia. Un mensaje desde las brumas del pasado para levantarse contra el contrincante de siempre; el que había cambiado a Ra por Alá, al khopesh por la cimitarra, al Ojo de Horus por la Estrella y la media luna pues, aunque los rostros de las divinidades cambian, los rostros de los hombres permanecen siempre iguales.
A finales de 1824 Mehmet Alí controlaba casi toda Sudán. Su campaña por la modernización y expansión de Egipto continuaba atrayendo a toda clase de europeos, luminarias y escoria por igual, y para 1830 Giuseppe Ferlini se encontraba en el país conquistado. Aventurero y mercenario, cirujano de guerra y magnífico adulador, su vida en ese momento distaba mucho de la humildad que le había visto nacer en Bolonia treinta y tres años antes. Ya no era un interesado que ofrecía servicios a cualquier potencia de las que guerreaban en el Mediterráneo, sino médico titular en uno de los regimientos de infantería desplegados por Sudán. Había logrado más de lo que cualquier otro hombre en su posición hubiera alcanzado, pero no lo suficiente para satisfacer el hambre que le comía el interior. ¿Dónde estaban las riquezas y la gloria? ¿En dónde se encontraba el oro al que había migrado hasta África para arrebatar?
Las obligaciones con el ejército le llevaron a Jartum, donde conoció a Antonio Stefani. Aquel era un albanés que disfrazaba sus operaciones como traficante de reliquias bajo la careta de un mercader honesto; de hombre respetuoso y bueno que, en realidad, compartía con Ferlini las mismas inquietudes por las riquezas más vulgares al alcance de todos los hombres. De alguna manera había conseguido una copia del mapa trazado casi diez años antes por Letorzec. También de un catálogo escrito por Cailliaud sobre el complejo funerario, y muchas debieron haber sido las noches en que el italiano y el albanés soñaron con la fortuna que encontrarían bajo los mausoleos de Meroe. Era 1834, y cansado ya de ser menos de lo que él se consideraba digno de ser, Giuseppe Ferlini desertó del ejército para marchar rumbo a la vieja capital de Kusch, acompañado de Stefani y una turba armada de picas, palas y explosivos, sables, pistolas y mosquetes.
Para las culturas antiguas que florecieron a lo largo del Nilo, y gracias a la influencia egipcia, el alma distaba mucho de ser una entidad unitaria. El Khat, el Ib, el Ka y el Ba, el Sheut, el Sejem y el Aj eran las esencias que en conjunto formaban al Ser. La ritualística funeraria estaba diseñada para permitir que los atributos más terrenos del aliento humano se congregaran con los celestes, arriba en las estrellas, por lo que la momificación, las riquezas y los alimentos que se dejaban en las tumbas tenían la función metafísica de guiar y facilitar la reunión de todas las partes. Perturbar la paz de los muertos para arrebatarles joyas y talismanes tenía consecuencias para ellos más allá de esta vida, y así debió sufrirlo Amanishaketo, la kandake que se enfrentó a César Augusto y sus legiones pero que fue incapaz de hacer cualquier cosa la mañana en la que Ferlini llegó a Meroe para excavar, mutilar y saquear.
Sus miras las puso en las pirámides más vistosas y preservadas, en especial la más monumental de todas: la número 6, según el catálogo de Cailliaud. Era un mausoleo de una exquisitez superior a la de los faraones, de dimensiones más humanas, pero no por eso ajenas a lo divino. El sitio en el que descansaban los restos mortales da la que alguna vez había sido la reina más querida de los nubios y que Ferlini, en su prisa por hacerse de riquezas y nombre, partió por la mitad con toda clase de explosivos.
El sarcófago de Amanishaketo fue apenas una curiosidad para él y Stefani. Orfebrería y piedras preciosas, amuletos, collares y pulseras se amontonaban ante sus ojos, listas para el saqueo. Del albanés no se sabe qué ocurrió; su rastro desaparece de la historia. Ferlini, en cambio, regresó a Italia con las manos llenas de oro, haciéndose pasar entre la alta sociedad como un arqueólogo de importancia. Hizo mayor fortuna tras vender el tesoro de la kandake a Luis I de Baviera, y con los años toda esa joyería pasó por las manos de la más diversa monarquía de Europa. Hoy pueden verse en los museos egipcios de Múnich y Berlín.
Ferlini murió en 1870, rico y famoso en la misma ciudad que le vio nacer pobre y desconocido. Pero la historia, a su manera, ha hecho suficiente por desprestigiarle. En parte, por haber mancillado los inicios de la arqueología con sus ambiciones viles y básicas. En parte, por la estela de destrucción que dejó en Meroe. En definitiva, por haber profanado como lo hizo la memoria de Amanishaketo.
A diferencia de Cailliaud, quien pasó a ser un referente en la historia de la ciencia, la arqueología y el espíritu creativo de Occidente, lo único que de Ferlini queda es la mención en un puñado de pies de página. Un recuerdo infame y una fotografía que el olvido y el sol han desteñido sobre la lápida bajo la que sus huesos se encuentran, en algún lugar en el cementerio de la Cartuja de Bolonia.