Existe una idea general de la diplomacia. Sin embargo, sigue siendo una actividad poco conocida de verdad, y muchas veces, bastante distorsionada de su ejercicio actual. Se le considera como algo reservado a quienes practican una vida de viajes, un tanto banal, sofisticada, pero frívola y rodeada de ciertos lujos, en sitios elegantes, tomando licores caros y hablando cortésmente, pero sin decir nada trascendente.
Por cierto, esa es la caricatura de una profesión que, sin embargo, se ejerce dentro de una larga práctica y normas legales particulares, expresamente acordadas dentro del Derecho Internacional, pues, representar un país ante otro, o ante organismos internacionales, siempre es difícil. Requiere de amplia capacitación, selección rigurosa y habilidades al servicio del Estado que acredita al representante, que hoy en día, está muy alejado del estereotipo que nos dejó el siglo XIX, y épocas pretéritas.
En la actualidad, se busca optimizar el acercamiento entre países, mediante un conocimiento acabado del lugar de trabajo, sea ante otro, o en los tan numerosos organismos. Se procura el máximo respeto entre todos, para beneficio recíproco, sorteando muchas veces inmensas diferencias de raza, cultura, creencias, tradiciones, idiomas y modos de vida. Muy diferentes a las del país representado o con similitudes más aparentes que reales. En definitiva, se requiere de una preparación amplia y vocación a toda prueba, no sólo propia, sino que para toda la familia que acompañe a la persona elegida.
Para ello, los Embajadores y personal acreditado, gozan de privilegios e inmunidades que consagran normas precisas en instrumentos internacionales de aplicación universal. Los privilegios suelen ser acordados entre las partes y las inmunidades están claramente establecidas en tratados multilaterales vigentes. Todas ellas, posibilitan desarrollar la diplomacia, protegiendo la persona, familia, residencia, sede y oficina, bienes, archivos y demás elementos necesarios, de toda intrusión o daño por el país receptor. O en caso de misiones multilaterales, por acuerdos con el país sede del respectivo organismo. En todo momento, aún en situaciones privadas, y a pesar de que la organización esté situada en un país enemigo del que acredita. Nunca las Embajadas ni Misiones son territorio extranjero, sería tan absurdo como poder cambiarlos a voluntad. Se protegen sus funciones. No existe extraterritorialidad, sino, inviolabilidad.
Tampoco podemos olvidar que muchas veces los representantes diplomáticos son víctimas de atentados, en sus sedes o como personas, con víctimas que lamentar. Son demasiado visibles para pasar desapercibidos y atraen la atención de desquiciados como presas fáciles. Tales casos, han obligado a la comunidad internacional a convenir numerosos tratados internacionales que dan normas de protección a los diplomáticos, y determinan las responsabilidades del país que los acoge, tipifican los delitos o la competencia de los tribunales respectivos.
En contrapartida, los Embajadores representan a su jefe de Estado, Gobierno y país, ante quien le otorgue su aceptación. Es un acuerdo entre partes, jamás impuesto, sin el correspondiente agreement o «acreditación» en el organismo respectivo. Por ello, sus opiniones no son personales, aunque tengan derecho a tenerlas. Mucho menos pueden expresarlas, a favor o en contra, de lo que ocurre en el país receptor. No sólo se vulneran normas precisas del derecho y práctica generalizada, sino que corre el riesgo de fracasar en su tarea, haciendo todo lo contrario que tiene por misión. Creará divisiones y un ambiente hostil, reñido, con todo ejercicio profesional. Ni las personas, ni menos los Estados, aceptan intromisiones inaceptables de extraños. Hacerlo está prohibido jurídicamente, y demostraría un total desconocimiento de sus funciones, o bien, un propósito deliberado de confrontación. Justamente la antítesis de su tarea. Tampoco corresponde, como a veces sucede, que los Embajadores confundan la prioridad que deben a su propio país, con las del lugar en que trabajan o han servido y creado lazos afectivos o intereses, por legítimos que sean. Si bien se desarrolla entre personas que trabajan para el Estado, la diplomacia es impersonal.
Si los límites del profesionalismo, buen criterio y la prudencia son sobrepasados, siempre está la diplomacia profesional para buscar solución a la situación producida, o bien, la pérdida de su inmunidad, y hacerlo abandonar el país. Un caso extremo innecesario, ya que las relaciones quedarán profundamente deterioradas, y siempre podrá recurrirse a la correspondiente reciprocidad, expulsándose el mismo número de personas y categorías de funcionarios que fueron declarados «persona no grata». Para qué sancionar al irresponsable, si su propia impericia ya lo habrá castigado y desprestigiado su labor, tornándola inaceptable. Por estas y muchas otras razones, la verdadera diplomacia requiere de larga preparación y conocimientos adecuados. Por lo tanto, los diplomáticos actúan siguiendo instrucciones precisas de su gobierno, por sobre sus prioridades personales. Si se violan estas reglas, o se improvisa, no sirve, y los daños suelen ser irreparables.
En la actualidad, la diplomacia sigue teniendo un papel trascendente, sobre todo si las comunicaciones entre jefes de Estado se han tornado habituales, o tienen numerosas oportunidades de acudir a reuniones y encontrarse, de manera programada o bien casual, y tantas veces por medios electrónicos aprovechables. Estos encuentros no siempre dan los resultados esperados, por mucha preparación que tengan. Los desencuentros no son raros, fuere porque los problemas que los separan lo impiden, o porque entre personas, a fin de cuentas, las posibilidades de aprecio o rechazo recíproco, o de no soportarse mutuamente, pueden ocurrir como en toda relación humana y por encima de los grandes propósitos.
Es digno de tener en consideración que los encuentros al más alto nivel suelen fracasar por muy variadas razones o porque las posiciones mutuas son enteramente contrapuestas. Es el momento en que la diplomacia, la verdadera, profesional y experimentada, adquiere su real valor para buscar coincidencias y alejar disputas, con paciencia, sin capitular en sus respectivos objetivos, pero por sobre los conflictos existentes, que, en definitiva, nunca son una solución inteligente, ya que tampoco resuelven los diferendos.
Tenemos en estos momentos, y por fortuna, una nueva revalorización de la diplomacia para los preocupantes desacuerdos en tantos campos, que separan a las principales potencias, y a otros países, cuando las conversaciones directas entre sus líderes no los han logrado disipar. Ahí se hará presente, con toda su práctica y normas que la rigen, siempre disponible para que los enfrentamientos no se produzcan o escalen, pese a las diferentes posiciones, aunque tomen el tiempo que sea necesario hasta encontrar las convergencias requeridas. Mientras se dialoga sobre los conflictos, se alejan las medidas de fuerza, y se da tiempo a la paz. Si bien a veces se desprecie esta profesión por desconocimiento, o se le considere como algo del pasado, sigue siendo necesaria.