«El nuevo Marx» lo apodaban muchos. Con sus 28 años, al igual que Carlos Marx al publicar su Manifiesto Comunista en 1848, Maartje daba mucho que hablar. Su perspicacia era excepcionalmente profunda. Impresionaba no tanto por su formación (que no era poca, por cierto: aventajado estudiante de Filosofía de la Universidad de Lovaina, en Bélgica —él era holandés), sino por su inteligencia.
Era evidente que lo dicho por Marx seguía siendo tan lapidario hoy como hace 150 años atrás. Pero, sin dudas, los tiempos habían cambiado considerablemente y las formulaciones de mediados del siglo XIX, siempre válidas en su esencia, debían ser actualizadas, contextualizadas con los tiempos actuales. Hablar de una clase obrera industrial urbana desarrollada, con sindicatos combativos y una alta moral revolucionaria como postulado, entrado el siglo XXI, debía revisarse. Del mismo modo, era necesario repensar la visión del mundo, después de las primeras revoluciones socialistas del siglo XX; resultaba evidente que los grandes estallidos de cambio no habían venido desde la «metrópoli» industrialmente desarrollada sino desde la «periferia», de países agrarios y pobres (como Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua). La posibilidad de la transformación revolucionaria de la sociedad, a inicio del tercer milenio, podía ponerse en duda. El socialismo no parecía en avanzada precisamente.
Todo eso, a la luz de la forma que había ido tomando el mundo hipertecnologizado, con controles sociales inimaginables, llevaba a profundos cuestionamientos. Mucha gente de izquierda ya había renunciado a la revolución, y la experiencia de movimientos guerrilleros que se desarmaban llamaba a la reflexión. Una buena cuota de desesperanza había ido ganando las filas de quienes aún luchaban por otro mundo de justicia e igualdad. La idea de un capitalismo humanizado parecía lo máximo a que podía aspirarse. El que parecía un triunfo omnímodo del capital sobre la clase trabajadora había dejado sin aliento al espíritu contestatario. O, al menos, al de una buena parte de luchadores, de soñadores que iban resignándose y aceptando con amargura que la historia, efectivamente, parecía ya haber llegado a su fin.
¡Pero ahí estaba Maartje! Su fuerza expositiva era volcánica, tanto como la profundidad de sus planteamientos. Tenía una enorme, realmente enorme cantidad de seguidores (no solo en las redes sociales). Con su corta edad había publicado ya varios textos, y todo indicaba que allí nacía un referente obligado de las luchas revolucionarias. Transmitía pasión, energía, compromiso. Pero su fuerza no estaba solo en la emotividad —que sin dudas la había en grado sumo—, sino también en lo articulado del mensaje, en el análisis minucioso. Mucha gente, no solo en Holanda, no solo en Europa, ya lo leía con hondo respeto. Parecía estarse ante un nuevo pilar teórico, de esos que aparecen muy de tanto en tanto y sientan bases imperecederas. Era uno de esos «imprescindibles», según dijera Bertolt Brecht. Lo de «nuevo Marx» no parecía desatinado. Por supuesto, él sonreía con benevolencia ante la lisonja.
Las fuerzas conservadoras lo sabían. Y en especial la CIA, que estaba minuto a minuto, segundo a segundo, controlando con imbatible voluntad cancerbera cada mínima posibilidad de cambio que alterara el paisaje global. Un joven revolucionario de tamaño peso intelectual, profundamente serio y con tanta clarividencia, constituía un problema. Las alarmas se encendieron rápidamente.
En el cuartel general de la agencia se comenzaron a barajar opciones. Asesinarlo brutalmente no era lo aconsejable; en Holanda, o en Bélgica donde ahora residía durante sus estudios de doctorado, esas cosas no eran «políticamente correctas». Ello quedaba reservado al Sur del mundo, donde la brutalidad insolente es lo dominante. Para Europa había que buscar algo más sutil, más «civilizado».
La búsqueda dio sus resultados. Maartje fue minuciosamente estudiado durante varios meses, y se descubrió un flanco que podía permitir el ataque: era amante de las aventuras esotéricas. A pesar de a su iracundo materialismo (era un marxista con mayúscula, dialéctico, ateo), gustaba del cine fantasioso, así como de la visita a lugares particularmente exóticos. Por ejemplo, no eran infrecuentes sus caminatas por algún cementerio en horas de la noche, o el gozar de literatura fantasiosa, ciencia ficción de la buena, obras de suspenso. Muchas de sus búsquedas de Internet —que mantenía en secreto— tenían que ver con sitios «encantados», misteriosos. Despreciaba el turismo comercial; jamás había hecho un viaje con esos criterios. Por el contrario, lugares donde se daban hechos inexplicables, enigmáticos, llamaban poderosamente su atención. Así, por ejemplo, era un gran conocedor de recónditos sitios «embrujados» (o donde era posible creer en embrujos), como cuevas místicas, campos con propiedades electromagnéticas, desolados parajes que contravienen las explicaciones lógicas, enigmas no descifrados por las ciencias. De hecho, con su corta edad, había viajado bastante a algunos de esos «lugares embrujados». En general en solitario, gozando muy íntimamente esas particulares experiencias.
No le daba ninguna explicación milagrosa; no tenía ideas esotéricas ni creía en fuerzas sobrenaturales. Simplemente amaba, se deleitaba, se extasiaba con lugares como el Machu Picchu en el Perú, los megalitos de Stonehenge en Gran Bretaña, los ídolos de la Isla de Pascua, la ciudad india de Vaithiswarankoil, las catacumbas de París, las insondables líneas de Nazca o las cambiantes arenas del desierto de Gobi, en la China. Todo eso le parecía fascinante, y el reto de lo incomprensible le abría el apetito de la aventura. De todos modos, eso lo guardaba en un relativo secreto; eran muy pocos los que sabían de su afición a esos «raros placeres», como solía llamarlos. Visitar un edificio abandonado, por ejemplo, no atraía a la mayoría de los mortales; ni pasar una noche en una alcantarilla. Para Maartje, sin embargo, esas eran experiencias singulares, oceánicas.
La CIA encontró en todo ello una forma de abordarlo. Con una rigurosa metodología se preparó el plan. Jimmy Tartaglia, un estudiante ítalo-estadounidense, fue el encargado. Apareció como cursante del mismo doctorado que seguía Maartje en Lovaina. Con una cuidada estratagema que tenía pensado cada uno de los posibles escenarios a abrirse, la CIA puso en marcha la iniciativa, siempre con un riguroso control de cada paso.
Jimmy se comenzó a acercar, estableció primero una proximidad amable, para estrechar luego una profunda amistad con Maartje. Al haber elementos en común —el materialismo dialéctico, la filosofía en general, las muchachas guapas— no fue difícil amarrar una muy estrecha ligazón. El compartir ese raro gusto por los lugares extraños terminó de sellar la amistad. O más aún: la complicidad. Maartje en ningún momento sospechó una agenda oculta.
La amistad creció rápidamente y, al cabo de unos meses, Jimmy propuso a su amigo holandés un viaje a un lugar especialmente fascinante, que sin dudas desarmaría por completo a Maartje: la visita a la isla de Poveglia, en Italia.
Por supuesto, Maartje no pudo resistirse. Sabía algo de la siniestra historia asociada a la isla, situada entre la ciudad de Venecia y la barra de Lido. A partir de la invitación de su amigo, profundizó particularmente. Eso hasta lo motivó a tomar un curso rápido de italiano.
Es sabido que esa pequeña isla albergó durante el siglo XIV a personas afectadas por la peste bubónica. En realidad, era el lugar donde iban a morir, no existiendo medios técnicos apropiados para curar esa monstruosa epidemia que mató millones de europeos por aquel entonces. Quienes llegaban allí, supuestamente para mantenerse en cuarentena a la espera del paso de la peste, casi irremediablemente morían. Según registra la historia, nadie se salvaba, pues iban a perecer a Poveglia desde desarrapados y menesterosos varios, hasta nobles y altos dignatarios de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Las historias que se tejieron a partir de esos lúgubres años aún hoy persisten. En general, ningún veneciano quiere hablar de ello; pero en secreto, las leyendas perduran.
Allí no termina la historia, pues en el siglo XIX en el sitio se instaló un asilo psiquiátrico. Y según se cuenta, el malvado director del hospicio realizaba crueles e inhumanos experimentos con sus pacientes, como años más tarde harían los nazis en sus campos de concentración con judíos. Se hablaba de un nuevo doctor Frankenstein y una criatura armada por pedazos, producto de la insania mental del tal director. En realidad, nada de ello se podía comprobar, pero estimulaba los mitos y leyendas en torno a Poveglia.
De hecho, la isla no está abierta al público en este momento y, según los rumores de los lugareños, «las almas en pena de los muertos por la peste bubónica y de los torturados del manicomio rondan por el sector». En realidad, todo no pasa de habladurías, pero por distintas razones el edificio que fuera sede del hospital psiquiátrico, hoy abandonado, está cerrado y se prohíben las visitas turísticas. Ello alimenta el mito del lugar encantado. «En ningún lugar del mundo», decía un pescador artesanal de la región, «hay tantos fantasmas como aquí». En alguna medida para acallar esa tradición algo vergonzante, y también para evitar males mayores (la región es sumamente turística en la actualidad, y las leyendas lúgubres no atraen a muchos), las autoridades venecianas, cortando por lo sano, no permiten fácilmente el acceso a Poveglia. De todos modos, si alguien desea llegar, puede tramitar un permiso, lo cual implica un largo y penoso proceso, nunca facilitado. Como es obvio, no se promueven las visitas. Más bien se las desestimula.
Los dos amigos, envalentonados por la promesa de una aventura espectacular, decidieron llegar a la isla. Jimmy facilitó las cosas, dada su condición de italiano. No les costó tanto obtener el permiso (en realidad la CIA fue quien se movió como parte de la urdimbre), y una mañana de abril pusieron pie en el encantado lugar. Fueron ellos dos solos. Su equipo era mínimo: carpa, bolsa de dormir, comida y agua para una semana, linterna. No llevaron cámaras fotográficas especiales ni filmadoras. Aparatos para medir campos electromagnéticos o presencias extrasensoriales, aquellos que utilizan los «cazadores de fantasmas», mucho menos. Ninguno de los dos —en realidad, Maartje no lo sentía así; mientras que para Jimmy era todo simplemente una actuación— se inclinaba por el lado místico del fenómeno. Solo lo disfrutaban, se dejaban envolver por lo misterioso, por las tinieblas de lo incomprensible, de lo llamativo.
El lugar, sin la menor duda, tenía algo de lúgubre, de sombrío. Casi no se escuchaban pájaros, lo cual agregaba un aspecto fantasmagórico. Un edificio en ruinas del que salían extraños sonidos, y más aún con todo el clima de leyenda que rodeaba el entorno, se mostraba algo —o bastante— «llamativo», por decir lo mínimo. Si uno se quería dejar llevar por las ensoñaciones —cosa que en realidad solo a medias hacía Maartje, quien mantenía siempre su posición estrictamente materialista— era fácil encontrar «espíritus» y «almas en pena» por doquier. La realidad, sin embargo, mostraba sitios cargados de algo indescriptible, donde la muerte —y las mundanas asociaciones al respecto que hacemos los vivos— constituían lo dominante, abriendo una puerta a la fascinación. La sensación de todo este tipo de lugares era algo sobrecogedor.
¿Qué tenían de especial ámbitos donde hubo mucha muerte, mucho sufrimiento, mucha desesperación? Difícil decirlo, pero todo eso dejaba marcas. No espíritus, sino energías, o algo por el estilo razonaba Maartje. Lo cierto es que un punto como esta isla de Poveglia permitía el sobrecogimiento, al igual que cualquier sitio con algo de tenebroso: una cárcel, un campo de concentración, una iglesia abandonada. En definitiva, eso era lo que buscaba nuestro amigo holandés: llevar al máximo la sensación de finitud, de temor, de respeto hacia lo que se evidencia como enorme y desconocido. La cercanía con la muerte no podía menos que evocar esas sensaciones. El miedo (¿el terror?) no era ajeno a todo ello. Los límites siempre crean eso.
La primera noche en la isla no trajo nada de especial. Pero en la segunda comenzaron las «cosas raras». «Increíblemente raras», quizá «excesivamente raras» para Maartje. Primero fueron unos extraños sonidos que provenían de las ruinas del hospital. Luego, unas sensaciones lumínicas. Jimmy comenzó a sentir miedo, y se lo hizo saber al «joven Marx». Los fenómenos fueron en aumento.
Durante el día, cuando los amigos se limitaban a caminar por las playas y compartir elucubraciones filosóficas, no sucedía nada especial. Pero al caer las primeras sombras comenzaban los fenómenos inexplicables. Las «cosas raras» fueron paulatinamente en aumento. La misteriosa desaparición de los víveres en el tercer día los comenzó a inquietar. Eso no encajaba. Por lo pronto, les creó un problema práctico enorme que no sabían cómo resolver. Apenas les quedaban algunas barras de chocolate en sus bolsillos, y con eso deberían sobrevivir los restantes días. Por supuesto no podían regresar, dado que el lanchero que les había transportado había arreglado que solo llegaría a recogerlos tres días después de la desaparición de los alimentos. Solo había quedado el agua. La situación comenzaba a ser muy preocupante. Si la isla estaba abandonada y nadie llegaba allí si no era con alguna pequeña embarcación, de la que no se veía ninguna ahora, con un estricto permiso de las autoridades locales, ¿quién estaba haciendo esa macabra broma de quitar la comida?
Los sonidos y las luminiscencias inquietaban. No encontraban explicación lógica a eso. Gritos desesperados en italiano, insultos a veces, llantos prolongados rompían el silencio de la noche. Cuando los jóvenes se acercaban al punto de donde aparecían esas extrañas luminosidades, no encontraban absolutamente nada. De las ruinas del hospital partía un hedor ácido muy singular. Pero solo con la oscuridad nocturna.
La cuarta noche fue la fatal. De las profundidades de uno de los pabellones del asilo apareció una espectral figura, horrible, funesta. No se podía determinar si era varón o mujer; sus ropas estaban raídas, y sangraba por la garganta. Se movía muy lentamente, arrastrado ambos pies. Hablando en holandés, cosa que sorprendió fuertemente a Maartje, se comenzó a acercar a los dos jóvenes. En su deshilvanado mensaje decía algo así como: «¡Fuera, intrusos! ¡Fuera!».
La escena era siniestra, digna de asustar a cualquiera. Pero quien más se asustó —en verdad, el único que se asustó— fue Jimmy. Tanta fue su impresión que, primero, se orinó encima. Y cuando la aparición se acercó más y comenzó a vomitar sangre, cayó fulminado por un paro cardíaco.
Tiempo después, cuando en su grupo de amigos íntimos Maartje explicó lo sucedido, dejó atónitos a todos. La CIA había urdido muy bien su plan, y era de esperarse que casi cualquier persona sucumbiera ante lo visto. Un fantasma que aparece de las profundidades de las tinieblas puede aterrorizar. Eso fue lo que le pasó al ítalo-estadounidense. Pero algo salió mal en la jugada. El terror —y quizá el paro cardíaco— estaban destinados al joven holandés. Tartaglia debía soportar estoicamente lo que apareciera. El problema estuvo en que él mismo no sabía los efectos especiales con que se saldría la agencia, y nunca había ensayado su contacto con un holograma de la más reciente tecnología, tan impresionantemente real que hasta parecía expedir sangre en su vómito.
El truco estuvo realizado a la más alta escuela; el mayor desarrollo técnico se puso en juego con la idea de impresionar tanto a Maartje como para dejarlo boquiabierto, golpeado, dañado psicológicamente. La idea fundamental no era tanto matarlo físicamente, sino neutralizarlo, dejándolo vivo. En otros términos: hacerlo pasar por loco, mostrar ese lado enfermo de su credulidad, presentándolo como un enigmático chiflado. Un par de declaraciones suyas relacionada con fantasmas y aparecidos bastarían para desacreditar toda su obra. Un materialista, un revolucionario no podía andar viendo ánimas en pena. Eso no encajaba. O permitía mostrar que «estos bolcheviques son todos unos chiflados». El mensaje era claro: los revolucionarios, indefectiblemente, no son de confiar. Deliran, fantasean, ven fantasmas. El escarnio sería total, y el naufragio de un teórico de fuste sería una estocada mortal para el pensamiento crítico. Ridiculizarlo serviría más que asesinarlo.
Pero el tiro salió por la culata: quien sucumbió al artificio fue el propio agente encubierto. El holandés finalmente rio ante la maniobra.
«Tengo que reconocer que un poco de miedo sentí al principio», explicó con sus íntimos cuando relataba lo sucedido. «Pero rápidamente me di cuenta de que no podía ser: hasta donde se sabe… ¡ningún fantasma, jamás, habló en holandés!».