Si no está seguro de cuál es su verdad subjetiva, Kierkegaard sugirió: «Pregúntese y siga preguntando hasta que encuentre la respuesta».
(Skye G. Cleary en «¿Como afrontar una crisis existencial?»)
A solas con el murmullo de mi propia mente, frecuentemente me pregunta: «¿Por qué piensas y discutes sobre cosas poco importantes y no prestas atención a otras que la tienen más?». Y respondo: «¿Y quién o qué decide lo que importa más o menos?».
En el cosmos del lenguaje —metáfora con la que enlazo, vinculo y relaciono «el universo de lo tangible» con «la intangibilidad de las palabras»—, hay infinitas preguntas y respuestas —objetivas y subjetivas—, que creamos los seres humanos. Todas imantadas por la química gravitacional, «interconexiones», que ocurre en nuestros cerebros. Ella ofrece siempre respuesta «causa/efecto» a cualquier interrogante, o cuando menos elige el «no lo sé» que facilita «aprendamos». Esta es «razón principal» —para mí—, que encuentro para afirmar que así se crean todos los enigmas, misterios y retos cognitivos a que nos enfrentamos, voluntaria, obligatoriamente o cuando azar nos sorprende. Y las respuestas que ofrecemos dependen, siempre, de los saberes y metáforas que guardamos en «nuestra experiencia cognitiva personal», que es intransmisible en su totalidad, pero «gestionable» en sus particularidades. Por tanto, «contestar» nunca provoca ni logra acierto y acuerdo total en todas las individualidades de la o las audiencias a las que se dirige la respuesta con propósito de aclarar «sobre lo que se duda», «se desconoce» o «despierta curiosidad». Y mediante este «proceso», es que los seres humanos creamos lo que, «metafóricamente», llamamos conocimiento.
Ese desafío incontestable es el que enfrenta la ciencia teológica, y también, el reto siempre insatisfecho que implica el «trabajo en equipo» (¡o con la palabra que lo expresa la cultura anglosajona: teamwork!).
Personalmente, entiendo la teología como «modelo hipotético de saberes» —es decir Summa—, saber creado para significar «el sentido homologado» entre religión y ciencia con la intención de revelar y conservar «la dualidad de la unidad gnóstica del ser animal al que se debe domesticar».
En efecto, puede hablarse de un gnosticismo pagano y de un gnosticismo cristiano, aunque el más significativo pensamiento gnóstico se alcanzó como rama heterodoxa del cristianismo primitivo. Según esta doctrina los iniciados no se salvan por la fe en el perdón gracias al sacrificio de Cristo, sino que se salvan mediante la gnosis, o conocimiento introspectivo de lo divino, que es un conocimiento superior a la fe. Ni la sola fe ni la muerte de Cristo bastan para salvarse. El ser humano es autónomo para salvarse a sí mismo.
¿Con qué «saber» y de dónde obtengo esa definición de «algo» tan polémico y contradictorio como es decir que hay diferencias y semejanzas históricas entre pensamiento religioso y pensamiento científico? —¡es la cuestión de fondo que subyace en la cita que acabo de emplear! La referencia a la fuente es obvia y está explicita, procede de Wikipedia, la biblioteca virtual que emula y supera con creces incalculables al antiquísimo proyecto gnoseológico de, en latín, Bibliotheca Alexandrina. Pero este dato no satisface la primera de las dos cuestiones que exige responder lo que se quiere saber.
No seré yo quien exponga cual es la principal porque si lo hiciera, con cualquiera respuesta que ofrezca, sé —¡sin saber por qué!—, sería afirmación, o negación, incompleta de motivos que provocaron tal respuesta en mi mente, porque las causas principales de todas las respuestas —¡y también de las preguntas!—, se esconden en la zona de acceso prohibido consciente de lo que se puede manipular mediante palabras: el inconsciente.
Ese «obstáculo/limitación», paradójicamente —en mi opinión—, explica lo principal que hace inagotable la reproducción del pensamiento religioso y su manifestación evolutiva natural en el sapiens: el pensamiento científico. Y para llevar a extremo incomprensible y absurdo lo que sugiero, anuncio, me atrevo a afirmar, lo concluyo escribiendo: «Y sé, conscientemente, que estas conexiones de significaciones de y en mi cerebro, contradicen —¡o cuando menos ignoran, pasan por alto, rechazan o no reconocen!—, la oposición y la diferencia, sean beligerantes o comprensivas, entre ‘creyentes’ y ‘ateos’».
No alcanzaré a existir lo suficiente para corroborar si tal «idea, meditación, reflexión o deriva de mi pensamiento» es consecuencia de los tiempos en que soy/fui un ser vivo y de su complejidad, confusión, aceleración gnoseológica o simple falta y excesos de saberes definitivos de esta época en que he nacido y moriré. O, por el contrario, sí es solo una de las muchas formas en que los «humanos de este tiempo mío», hemos encontrado para adaptarnos a los numerosos e influyentes flujos de la acumulación del conocimiento que han multiplicado el capital gnóstico de nuestra especie. Capital de saberes que no siempre ha sido invertido para el mejor «resultado de rentabilidad de todos» —¡y, hasta en ocasiones, como lo registra «el saber llamado Historia», incluso lo fue en la peor de sus posibilidades para muchos!
Es también «un hecho» que ese patrimonio de saberes ha sido usado para no «perdernos» y orientarnos en el laberinto que hemos recorrido durante nuestra «evolución». Y sobre todo hoy, en nuestra precaria contemporaneidad, seguimos intentándolo a pesar del asedio, divertido y gratificante —a veces—, de los medios de comunicación modernos a los que tienen acceso las audiencias privilegiadas a las que pertenezco.
Tras lo dicho, me vienen a la cabeza —¡más bien imagino!—, las trampas del lenguaje que tuvieron que superar Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y otras famas que dedicaron sus vidas a la «fabricación de saberes», para legarnos lo que actualmente apreciamos como monumentos arqueológicos del pensamiento religioso y/o científico, arduo ejercicio de evaluación —plagado de «circunstancias evolutivas» imprescindibles para entender «la complejidad emocional» que supone otorgar méritos a «equivocaciones ya superadas de nuestros antepasados sabios».
Un texto, «La búsqueda de secretos del cerebro humano», hace que converse conmigo mismo sobre las dos «formas de vida» mediante las que existo: una, la de mi cuerpo moviéndose y realizando acciones en el espacio físico dentro del cual está; y la otra, la de mi pensamiento fluyendo y respondiendo al conjunto de estímulos dentro del que estoy inmerso —sean tangibles para mi cuerpo físico o solo para la «entidad divina» que soy. Lo interesante de este «hecho» no es «su qué», sino «su cuándo». Afortunadamente, en este caso de la cita que usaré, me di cuenta de que «impulsó» mi deriva mental en cierto momento de la lectura para referir, ahora, estas consideraciones: es, fue, exactamente, cuando el autor del texto, Neil Savage —«Salvaje» en español—, cuenta anécdota ocurrida a Christof Koch en 1982, cuando este estaba terminando su doctorado en «modelado teórico del cerebro» y recibió telegrama de Tomaso Poggio:
…que planeaba unirse a él, (y le advertía) que podría tener dificultades para encontrar un puesto en Estados Unidos, después de obtener su doctorado en el Instituto Max Planck de Cibernética Biológica en Tübingen. Koch esperaba asumir un puesto de posdoctorado en el nuevo laboratorio de Poggio en el Instituto de Tecnología de Massachusetts en Cambridge.
Poggio había descubierto que ya había alguien en los Estados Unidos haciendo modelos cerebrales computacionales y, dice Koch, escribió: «Estoy preocupado, ¿hay suficientes puestos de profesores para cubrir a dos personas que modelan el cerebro en todo Estados Unidos de América?».
Savage continua su crónica comparando «aquel tiempo» —los 80 del siglo XX—, con los actuales y aportando datos sobre el crecimiento de empleos en el campo de los saberes neurocientíficos. Y menciona que, en Estados Unidos, hay ahora más de 5,000 trabajadores/investigadores del cerebro en activo, es decir, «empleados», ganando un sueldo: ¡esa fue la conexión que activo con más fuerza mi interés por el asunto y me llevo a revisar «las fuentes» de que nutría su artículo!
Y para mi sorpresa, tras revisar el inventario de influencers que inspiraron el artículo de Savage, encontré no estaba la Sociedad de Científicos Católicos: organización internacional fundada en junio de 2016 para fomentar el compañerismo entre científicos católicos y dar testimonio de armonía de la fe y la razón (apenas un lustro después de su nacimiento, cuenta con membresía de 1,600 seguidores —supongo todos «científicos de fe»). Esta «otra» transnacional del saber fue creada 3 años después del advenimiento de HBP, Human Brain Project, proyecto de la Unión Europea para «abordar el estudio» del órgano más potente del sapiens para entender «su realidad». Su directora de investigación científica, Katrin Amunts, afirma que: «Ningún proyecto en el mundo puede abordar todas las cuestiones relacionadas con el cerebro humano», de lo cual concluyo que tal tarea gnoseológica de nuestra especie requiere teamwork de investigadores científicos de todos los países y «tendencias cognitivas» en que está dividido el planeta que habitamos. Esta perspectiva de solución coincide —¡no casualmente!—, con «otro reto mayor», sobre el cual 200 países han discutido en la Conferencia de las ¿Naciones Unidas? celebrada en Glasgow, COP 26: ¿cómo entender y solucionar los peligros del Cambio Climático?
Hay dos caminos básicos para acceder al estudio y comprensión del cerebro de los humanos: a) mediante exploración científica, con todo el instrumental de experimentos y tecnología disponibles, o sea, entrando en ese órgano desde afuera hacia adentro; b) usando «el camino inverso del yo», o lo que se denomina: «introspección».
Isidore Marie Auguste François Xavier Comte recusó a su compatriota francés Rene Descartes —fallecido 98 años antes que él naciera—, por el «pretendido método» cartesiano —«pienso, luego existo»—, y sostuvo que «no se puede ser a la vez observador y observado» (es decir ni objetivador ni objeto al mismo tiempo —¡idea que, de cierta manera, anuncia «el principio de incertidumbre de la física cuántica», más de 70 años antes de que Heisenberg lo descubriera en 1927). Y luego afirmó que «la mente humana puede observar directamente a todos los fenómenos, a excepción de los propios».
¿Cómo el sapiens, mediante metáforas, creó, produjo, dio forma, «abstrajo» e hizo «sensible» lo no tangible mediante la «construcción de sentido» y la «creación de significado»?, es pregunta que, de diferentes maneras y con muchas «variables» —desde las formas simples en que nos las hacemos en la juventud hasta las «complicadas» en que se tornan en la madurez y la vejez—, ha estado «presente» en mi curiosidad y pensamientos. Puede que ello sea la razón por la cual me sorprendió la «Academy Letters» de Chris Dalton, de la Universidad de Reading, que alude a ese «interés cognitivo» de mi parte, aunque su reflexión se circunscribe al ámbito del saber «gerencial».
La metáfora transmite sabiduría vívida y concisa. El uso creativo y aventurero de la metáfora en la educación gerencial debe celebrarse. Hay mucho potencial sin explotar en una visión amplia de la metáfora para aportar nuevas perspectivas a otras cuestiones clave en la gestión, los negocios y la sociedad, todos los cuales deberían ser consultas cargadas de significado basadas en la conciencia que da sentido.
Dalton cita en su «Letter» a varios investigadores del lenguaje y en particular de «la metáfora» —pienso no es posible «inventariar» a la totalidad de autores que han dedicado tiempo a tratar de definir la metáfora, cómo apareció en los origines del lenguaje humanos y otros aspectos «lingüísticos» de tal «artefacto». Soy un grano de arena en esas playas de curiosos por saber qué es y significa «la lengua de los humanos» y, en particular la metáfora. Y para aliviar mi ignorancia sobre tales cuestiones —y hacerlas entendibles para mi en mi lucha personal por «entender para sobrevivir»—, he llegado a «una conclusión», que como sentenció Murphy, «es el lugar donde uno se cansa de pensar».
Todo lo que hablamos, escribimos, o comunicamos mediante «sistemas organizados de significaciones» que intentamos trasmitirnos los miembros de nuestra especie (¡a veces hasta pretendemos que otras «nos entiendan»!), está sometido a las «leyes de comprensión de lo metafórico». El resto de «figuras retóricas», o como se les llama «literarias», son solo «apellidos» creados para distinguir a la familia numerosa que generó «La Madre de los Corderos». Ludwig Wittgenstein casi enloqueció en su afán de «descubrir», «nombrar» y «explicar» la genealogía de «esa descendencia» y convertirla en «saber» (esta última oración es la mejor metáfora a la que alcanzo a dar vida con las palabras de que dispongo en «mi memoria consciente»).
La siguiente cita, tomada del artículo de Nitin K. Ahuja titulado «El cuerpo no es una máquina», podría ofrecer al lector una pauta de interpretación para hacerle más comprensible, entendible, «lógico», a su «ideolecto», el mío:
En su libro Enfermedad como metáfora (1978), la crítica Susan Sontag ofrece un relato lúcido del bagaje simbólico que llevan a lo largo del tiempo enfermedades como la tuberculosis, el cáncer y el sida, antes de aconsejar que nos deshagamos de este bagaje siempre que sea posible. La metáfora aplana la experiencia real de la enfermedad, argumenta Sontag, y nos distrae del importante trabajo de un diagnóstico y tratamiento precisos.
Para sobrevivir en «la manada» necesitas disponer, al menos, de una «forma» de comunicarte con quienes te rodean y, paralelamente, un Pepito Grillo al que puedas «consultar» lo apropiado o no de hacer esto o aquello. Es decir, tienes que construir «tu propio idiolecto personal».
La ignorancia —«no saber»—, en el sentido etimológico estricto de ese sustantivo —en las lenguas derivadas del latín— como propiedad característica común a una o conjunto de personas, se atribuye a ellas como recurso defensivo para restar valor a lo que creen y/o piensan en contra de lo que cree y/o piensa el «yo partidista de nosotros».
De hecho la carencia absoluta de conocimiento, la ignorancia absoluta no es posible; pues de lo absolutamente desconocido ni siquiera se puede decir que es «desconocido». Y si tenemos alguna noticia de ello, por eso mismo deja de ser completa o absolutamente ignorado.
La ignorancia facilita el ejercicio del poder.
La confusión es el sustituto de la censura ante «la evolución de la distribución de información» y los reclamos de «transparencia» estimulados por el concepto de «democracia».
La antropología, por su parte, muestra cómo la cultura propia puede suponer una ignorancia absoluta respecto a la cultura ajena y puede ser una dificultad para comprender las costumbres y a «otras culturas diferentes».
Una metáfora es un «algoritmo/lingüístico» cuyo valor más conspicuo es el de homologar al sapiens con Dios, o dioses. De ello infiero que (es decir «elevo» algunas mis conexiones neuronales desde sus extremos inferiores a los superiores de los cuales proceden e intento «encontrar» nuevos vínculos de ese «cableado» en mi conectoma personal —cuando «deduzco», el proceso de mis pensamientos es similar, pero ocurre de «arriba hacia abajo»), entendiendo la IA como propone hacerlo Kontastinos Kotis, en cuanto a sus dos propósitos principales que mueven a los científicos a invertir su tiempo en desarrollarla:
- Crear sistemas expertos, es decir, sistemas que exhiban un comportamiento inteligente, aprendan, demuestren, expliquen y aconsejen a sus usuarios.
- Implementar la inteligencia humana en las máquinas, es decir, crear sistemas que comprendan, piensen, y aprendan a comportarse como humanos.
Puedo «crear» la metáfora: «Dios es el modelo que inspira a la IA». Al menos eso es lo que se me ocurre pensar cuando «recuerdo» —conecto— mis recuerdos de lectura del Genesis con el «advenimiento» de nuestro fantástico mundo virtual estrenado tras miles de millones de años de existencia del mundo real.
Según va produciéndose la «sublimación inversa» en las ideas con que busco dar solidez a lo qué me refiero cuando asumo la polaridad «pensamiento religioso/pensamiento científico», siento que la actividad cognitiva de lo que pienso/creo o creo/pienso está condenada al imposible que es evadir «la guerra» entre esa forma dual de comportamiento mental. Y que es de ella de donde se derivan las dos «hegemonías tiránicas» que tanto me incomodan: el pensamiento religioso pretende dominarme con la emoción; el científico lucha, desesperadamente, con que lo haga la razón. ¿Por qué Dios, o la naturaleza —poco me importa quién es el/la autor/a—, incluyeron «protocolo programático tan belicoso» en el patrón algorítmico que otorga a nuestro código genético de especie la facultad de «percibir, pensar y discernir»? ¿Es esa «contradicción» un componente insustituible —¡no evolucionable!— de «la formula/ecuación» que crea y reproduce lo que llamamos vida humana?
Entre los sapiens vivos y los ya desaparecidos, uno —el danés Sören Kierkegaard—, al que llegó a obsesionarle ese patrón algorítmico, hasta el punto de que llego a considerarlo «enfermedad»:
Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, temas que retomarían Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y otros filósofos del siglo XX. Criticó con dureza el hegelianismo de su época y lo que él llamó formalidades vacías de la Iglesia danesa.
Durante mis años juveniles de «juegos cognitivos», sentí afinidad y cierta admiración por lo que provocaban en mí los discursos de Kierkegaard: afinidad con sus criterios y semejanzas con las soluciones que ofrecía a la morbosidad que pretendía curar. Y como suele suceder a todo lo que el tiempo perfecciona y nos revela como desacertó nuestra percepción propia, hoy sigo considerándolo «maestro que me enseño mucho, pero que, lamentablemente, también se equivocó en partes de su diagnóstico esencial». La vejez alecciona y nos devuelve la juventud, perfeccionada.
El conflicto principal de su tiempo sigue siendo el mismo que el del nuestro. El danés se sentiría muy bien actualmente, disfrutando de la preponderancia que manifiesta «la pasión» en el «locus mediático» que nos rodea —más bien nos asedia— desde todos los instrumentos de que disponemos para comunicarnos. Él se lo pidió a gritos a «su tiempo», afirmando:
Lo que realmente necesito es tener claro lo que debo hacer, no lo que debo saber ... la cuestión es encontrar una verdad que sea verdad para mí, encontrar la idea por la que estoy dispuesto a vivir y morir.
Encontrar esa verdad, esa pasión, es lo que él creyó/pensó que podría unir una existencia, superar la melancolía y ayudar a sentirnos más realizados. Yo pienso/creo lo contrario.
Volveré sobre el tema/argumento/asunto de este artículo. Nunca es suficiente lo que decimos —¡con claridad u oscuridad!—, para que se nos entienda suficiente y correctamente.